Mis comentarios acerca de la política, en general, son
conocidos, tanto como mi tendencia izquierdista. Pero incluso las acciones de
gobiernos o líderes “progresistas” me resultan, más que aburridas,
embaucadoras, por no atacar a la raíz de las injusticias y desigualdades -lo
que sería tanto como cambiar el sistema-, sino por conformarse con aliviar mínimamente
las inaceptables consecuencias que estas acarrean a los más débiles y
desafortunados de la sociedad. Estoy harto de cuestionar y denunciar esta
situación que no hace más que empeorar continuamente, como sucede en otros
ámbitos de nuestra organización social. Es lo que percibo donde quiera que
dirija la mirada. El mundo parece que cambia a peor, a pesar de todos los
adelantos técnicos o científicos de los que nos vanagloriamos: trompetas de
guerra hasta en nuestra moderna y civilizada Europa, hambrunas en países
enteros que somos incapaces de erradicar, migraciones masivas que no toleramos,
explotación del hombre en nombre de “leyes” del mercado, odio, fanatismo e
intolerancia crecientes, enfermedades y pandemias que se ceban sobre los más
pobres e indefensos, terrorismo y crueldad en nombre de Dios o cualquier otro
invento, destrucción de la naturaleza a causa del enriquecimiento de unos pocos,
etc.
Al contrario de lo que nos prometieron, el transcurrir del
tiempo no viene acompañado de progreso. Creíamos que este tenía sólo un sentido,
hacia adelante, a mejor. Que cuanto más nos adentrásemos en el futuro, mayor
sería el progreso que conseguiríamos. Pero no ha sido así. El progreso también conlleva pérdidas y retrocesos.
El progreso ha supuesto destrucción de empleo, inestabilidad laboral y
precariedad salarial. También ha provocado contaminación atmosférica, la
deforestación de amplias zonas verdes -los pulmones del planeta- y la
desaparición de especies animales. Nos ha proporcionado una capacidad infinita para
la desinformación y la manipulación más obscenas y descaradas. Y nos ha hecho perder
identidad y criterio gracias a los reclamos de la propaganda y los intereses de
poderosas firmas y negocios mundiales, que globalizan su mercado. Hasta la
educación está dirigida a satisfacer necesidades empresariales y perseguir
fines laborales, en vez de procurar conocimientos que enriquezcan a los espíritus
ansiosos de sabiduría y posibiliten la emancipación de condiciones o ataduras indignas.
Muchos ya habían previsto este desastre. Entre otros
motivos, como ya señaló Baudelaire, porque “no hay más progreso que el progreso
moral”. Y en este sentido, nuestra decadencia moral es espeluznante. Hemos claudicado
de aquellos valores sobre los que se cimentaba nuestra moral hasta convertirla
en un instrumento que todo lo relativiza en pos del consumo y el bienestar inmediatos.
Nos hemos olvidado de las simientes de las que brotamos para ser lo que somos, Atenas, Roma, Alejandría…, y que nos permitieron atesorar una cultura y forjar
una civilización para perseguir el deseo de disfrutar de una vida en común
en paz, libertad, tolerancia y justicia. Ya no perseguimos eso, y así va el
mundo. Hoy los “likes” tienen más valor que el mérito y la excelencia. Se sigue
y se confía antes en un “influencer” que en un científico, un filósofo o un
pensador. Preferimos las redes sociales a los libros. Hasta los gobernantes escogen
la parquedad de twitter para comunicarse con los ciudadanos. Hoy se favorece el
“triunfo” inmediato en detrimento del estudio y la educación prolongados. No es
de extrañar, por tanto, que actualmente el fanatismo, lejos de desaparecer,
crezca a pasos agigantados, como el de esos negacionistas y populistas que
niegan lo evidente, en demostración de su ignorancia y estulticia.
Este es mi estado de ánimo. Detesto reconocer que me desanima
la persistencia de los problemas y la inutilidad de los esfuerzos para, al
menos, descubrirlos y denunciarlos por alguien con tan poca autoridad como la
mía y desde un púlpito tan insignificante como éste. Por eso me despedí y
vuelvo hacerlo. Estoy cansado.