jueves, 31 de diciembre de 2020

Nos espera un mundo nuevo

Nada mejor que aspirar hoy a un nuevo mundo, abierto y de horizontes infinitos, que nace con el deseo de recuperar aquella vieja normalidad de reuniones, abrazos y besos que tanto echamos de menos. Un mundo nuevo de confianza y tranquilidad, de familia, amigos y conocidos con sus rostros radiantes y sin miedo, limpios al sol y al aire, respirando libertad. Por eso, nada mejor que dejar que la música nos haga realidad esta ilusión hasta que se convierta en días de alegría, escuchando un fragmento de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák. Soñar es necesario.



   

martes, 29 de diciembre de 2020

El año que nos caímos del guindo.

A punto de dejar atrás el año más memorable, por terrible, que hemos vivido nunca, aparte los de guerras que las dos últimas generaciones no han conocido, podemos asegurar coloquialmente que 2020 ha sido el año en que nos hemos caído del guindo. Todas las certezas y seguridades en que confiábamos ingenuamente han sido refutadas por un nuevo microbio, al que le ha bastado saltar del murciélago al hombre para poner en jaque los sistemas sanitarios, la farmacopea más avanzada, los controles aduaneros, la movilidad internacional, la salud y la vida de la gente, la economía planetaria y todas las redes de intercambio de bienes y servicios que sustentaban a nuestras desinhibidas sociedades modernas.

Todo lo que creíamos seguro se ha venido abajo. Aquello que nos parecía sólido y confortable ha devenido frágil e inseguro, congelándonos en el rostro una expresión de patética incredulidad como la que ponen los ingenuos cuando se topan con la dura realidad. Un simple e insospechado virus ha demostrado que somos tremendamente débiles y vulnerables, a pesar de la tecnología, la ciencia y demás “verdades” incuestionables con las que nos vanagloriábamos del saber acumulado gracias al raciocinio e inteligencia del ser humano. Nada más comenzar la expansión de los contagios a escala pandémica, la única defensa que vino a ser eficaz fue la que ya se había inventado en la Edad Media para combatir las epidemias: el aislamiento y los confinamientos, formas modernas de practicar la antigua cuarentena de los apestados. Esa enorme capacidad infecciosa del nuevo patógeno puso en cuestión los sistemas sanitarios de todo el mundo.

Y es que los países occidentales, cuyas economías se basan en la obtención de beneficios mediante el libre mercado de la oferta y la demanda, procedieron a reducir toda inversión no rentable tras la última crisis financiera de 2008. El gasto público fue el más castigado por las tijeras del dogma de la austeridad. Por tal razón, el demencial “adelgazamiento” de los sistemas sanitarios, tanto en recursos humanos como materiales, impidió que los hospitales estuvieran preparados para contener la avalancha de pacientes aquejados por la Covid-19. Una avalancha que puso de relieve las carencias que sufrían y que los hizo colapsar: faltaron camas de uci, faltaron respiradores, faltaron guantes, mascarillas y monos de protección, faltaron médicos y enfermeras, faltaron morgues, falló la atención primaria y se negó la hospitalización de los ancianos enfermos, faltaron sistemas de abastecimiento para situaciones de crisis, faltó la necesaria coordinación entre sistemas de salud autonómicos y entre los del sector público y el privado; por faltar, hasta faltó unidad de criterios en cuestiones de salud pública y atención de emergencias.

Fue así como el sistema sanitario de España, que vendíamos como uno de los mejores del mundo, demostró ser débil y escuálido, sin apenas recursos para afrontar todo lo que se desvíe de su rutina asistencial. Nuestra “joya de la corona” del Estado de bienestar resultó ser mera baratija con la que los políticos engatusan a los ciudadanos para seguir esquilmándolos con impuestos que no se utilizan con eficiencia para mantener y mejorar unos servicios públicos de calidad. La solidez de la sanidad era sólo aparente y un minúsculo virus, no más letal que la meningitis pero más contagioso que el sarampión, fue suficiente para demostrar que sólo con aplausos y promesas grandilocuentes no se fortalece la sanidad que merecen los españoles, no sólo por ser españoles, sino porque la pagan de sus bolsillos.

Tampoco el sistema político supo afrontar la pandemia como cabía esperar. En vez de unirse ante un desafío sin precedentes, que ha costado la vida a más de 50.000 españoles y contagiado a un millón de ellos, sus titulares se han dedicado a utilizarlo como munición para la confrontación política. Nuestros “estadistas” no han sabido estar a la altura de las circunstancias. Ni siquiera se han molestado en defender el bien general, sino el interés partidista que pudiera beneficiarles. Así, ni el estado de alarma, ni las restricciones de determinadas libertades, ni los esfuerzos por paliar las carencias en la sanidad que obligaban a un apresurado abastecimiento urgente, ni las medidas de socorro a trabajadores y empresas, ni siquiera el apoyo a las demandas del país ante los programas europeos para la recuperación, ni los equilibrios normativos para no sacrificar completamente la economía ante un confinamiento estricto, nada ha movido al consenso de nuestros dogmáticos líderes políticos, ofuscados en desacreditar al adversario antes que conseguir entre todos sacar al país adelante, sabiendo, como saben, que nadie tenía ninguna receta milagrosa para abordar este complejo y grave problema. Nuestra clase política no fue capaz de poner al país delante de sus particulares ambiciones. Nos caímos del guindo al comprobarlo.

Más grave, si cabe, fue la percepción de que nuestra democracia y el Estado fundado con ella no respondían como demandaba la situación de emergencia. El parlamento parecía transformado en un patio de vecinos maleducados y vociferantes. Los depositarios de la soberanía popular parecían olvidar a quienes representaban al poner en duda el sistema democrático y sus instituciones, acusándose mutuamente de reproches autoritarios, ilegitimidades antidemocráticas y otras lindezas inoportunas en esa coyuntura. Los escaños de sus señorías tenían diferente valor democrático en función de las siglas y la ideología. No todos los votos eran considerados válidos. De ahí que unos fueran tachados de comunistas, filoterroristas o separatistas, y otros de fascistas, populistas o franquistas. Como si ninguno fuera actor que representa con igual dignidad y legitimidad a la democracia, el único sistema que permite la defensa pacífica de opiniones e ideas contrapuestas.

Por su parte, el Estado de las Autonomías se había convertido en el Estado de las Trincheras. Más que una fórmula cuasi federal de descentralizar la Administración y acercarla a la idiosincrasia de cada territorio, se había reconvertido en feudos desde los que exhibir una perenne diatriba por cualquier iniciativa que necesariamente debía afectar al conjunto del país durante el combate contra la pandemia. La oportuna “cogobernanza”, exigida al inicio de la crisis sanitaria por los gobiernos regionales como la mejor manera de participar lealmente en la adopción de medidas, se tradujo luego en un ring para la disputa política y la confrontación partidaria. Flaco favor se hizo y se hace a la democracia cuando desde las propias autonomías se cuestiona la diversidad de enfoques y la asunción de responsabilidades. Al parecer, el “bicho” que nos ha traído la pandemia también ha puesto de relieve la pobre calidad de nuestra democracia, incapaz de armonizar las diversas voces de un país coral.

Y, por si fuera poco, hasta la convivencia pacífica y el respeto y dignidad que merece cualquier persona, sin importar condición, vuelve a ser una meta inalcanzable en las relaciones entre hombres y mujeres. La violencia machista sigue incrustada en nuestra sociedad, a pesar de que algunos cuestionen su existencia y achaquen su denuncia y las políticas para combatirla a una supuesta ideología de género. Cuarenta y tres mujeres asesinadas por sus parejas masculinas es la cifra espeluznante que, a dos días para acabar el año, advierte de la falta de igualdad que sufre la mujer por el mero hecho de su condición sexual. Ni la democracia, ni la liberación de costumbres, ni la educación, ni las medidas de protección y de concienciación social, ni la aplicación de leyes o la implicación de instituciones diversas han podido hasta ahora erradicar esta lacra del machismo asesino de nuestra sociedad. Y no ha sido el virus sino la persistencia del problema lo que nos hace caer del guindo al percatarnos de cuán lejos nos hallamos de vivir en una sociedad regida por derechos y libertades reconocidos y respetados a todos sus miembros.

Ojalá que con este año también desaparezcan todos esos “descubrimientos” que nos han abiertos los ojos, como si fuera la primera vez que los reconocemos. Ojalá consigamos entre todos construir una sociedad más justa, equitativa, responsable, civilizada y pacífica, en la que predominen la igualdad, la prosperidad y el progreso como metas ineludibles. Y en la que se alcancen las más altas cotas de democracia, hábitos democráticos, instituciones y servicios públicos con la calidad que anhelan los ciudadanos. Ojalá, en fin, no tengamos que caernos nuevamente del guindo el año próximo.

jueves, 24 de diciembre de 2020

¡Salud!

Deja la felicidad, en su sentido de compras, comilonas y reuniones, para mejor ocasión. Valora que estás sano, cuidándote y siendo precavido, para que años venideros puedas celebrar estas fiestas, si te apetece, como manda la tradición y el consumo. Haz un paréntesis con estos convencionalismos y prioriza, antes que las fiestas, tu vida y la de los tuyos. Por eso este año te deseo, mejor que felicidad, salud. Y que la disfrutes.

¡Saludables fiestas!    

lunes, 21 de diciembre de 2020

El invierno, al fin.

Hoy llega el frío. Quiero decir que hoy se inicia la estación que trae el frío, el invierno. Y lo estábamos esperando. Deseábamos que el invierno llegara para cerrar este año tan horrible. Anhelábamos su aparición para dejar atrás a la peor de nuestras pesadillas, al peor año de nuestras vidas. Nunca hubiéramos imaginado que algo así podría ocurrir: vernos vencidos, atemorizados y enjaulados durante casi un año por una epidemia causada por un virus nuevo y rabiosamente contagioso. Por eso aguardábamos al invierno. Porque significa que podemos dar carpetazo a un año que se abatió sobre nosotros como una plaga bíblica, como un diluvio universal que inundó el planeta de enfermedad y muerte, también de catástrofe económica y dificultades de todo tipo. Con el invierno damos fin a ese año sin esperanza para dar la bienvenida a otro en que se vislumbra el optimismo, en el que renace la esperanza. Ya nada será igual, pero intentaremos recuperar nuestras vidas, volver a sentir ilusión por el futuro. Este invierno es la puerta a ese futuro que deseamos alegre, sin miedos, sin restricciones, sin tantas muertes. Hoy saludamos al invierno como si fuera el primero de nuestras vidas. Y ya está aquí, al fin.      

jueves, 17 de diciembre de 2020

Esquizofrenia gubernamental

Una especie de esquizofrenia aqueja a las autoridades gubernamentales de España a la hora de administrar la gestión de la pandemia que nos atenaza. Se debaten entre la protección a la salud de los ciudadanos y la protección de la actividad económica, como demandan los sectores afectados. Y no saben qué hacer sin molestar a unos y a otros. A los gobiernos regionales les era más fácil criticar cualquier medida que adoptara el Gobierno central cuando detentó el mando único del primer estado de alarma sanitaria, al inicio del brote pandémico. Desde las autonomías se cuestionaba, según ellas, la tardía reacción en decretar el confinamiento de la población y el parón subsiguiente de la actividad no esencial; la excesiva duración de tales medidas por, según sospechaban, ejercer un control único que evidenciaba la tendencia al autoritarismo del Gobierno de la nación; cuando por fin se confió las últimas etapas de la desescalada a la cogobernanza con las autonomías, se tildó al Ejecutivo de lavarse las manos y no asumir su responsabilidad; y cuando estas deben decidir las restricciones que se han de imponer en función de la evolución de la pandemia en cada territorio, empieza una competición entre ellas por ver quien atiende mejor las exigencias de los ciudadanos sin castigar paralelamente a la economía, culpando, eso sí, al Gobierno de no concretar medidas, en cada Consejo Interterritorial celebrado con el Ministerio de Sanidad, comunes para todo el mundo. En definitiva, se ha exhibido una porfía entre gobiernos, en la que cada cual se cree más preparado y eficaz, mientras que los demás son considerados manipuladores o sobrepasados por los contagios, sobre todo el central.

La cosa se complica a la hora de organizar un plan para las fiestas de navidad para que los ciudadanos puedan celebrarlas y los negocios apuren la última oportunidad del año para hacer caja. Cada uno exige ser compensado tras tantas restricciones y pérdidas como han sufrido, lo que agrava la actitud esquizofrénica de los gobernantes. Y estos, a su vez, pretenden contentar a todos, sin cometer graves errores que comprometan su continuidad política. Por eso se miran unos a otros y exigen del Gobierno de España medidas a la carta para cada uno de ellos. Madrid quiere que las farmacias realicen test de autodiagnóstico de anticuerpos, Andalucía pide ser ya, si no la primera, de las primeras en vacunar a la población, cuando la Agencia Europea del Medicamento aún no ha autorizado ninguna vacuna; otras anuncian autorizar reuniones familiares de hasta diez personas, entre convivientes y allegados, mientras otras las limitan a seis miembros, sólo de convivientes; y, así, hasta 17 propuestas de cara a las próximas fiestas, incluyendo, claro está, las distintas normas de aforo, horarios comerciales y movilidad ciudadana que cada una quiere adoptar en su respectiva comunidad.  

La segunda ola de la pandemia evidenció la imprudencia del relajo social permitido durante el verano. Los expertos epidemiológicos advierten de que repetirlo ahora en navidad supondría facilitar la llegada de una tercera ola, cada vez más aguda en contagios, aunque no en mortandad, pero que puede a volver a saturar los hospitales y las ucis. La crisis económica derivada de la pandemia no deja de hacer estragos en el empleo, las empresas y hasta en las cuentas del Estado, a pesar de las ayudas -Ertes, aplazamientos de impuestos y tasas, subvenciones, préstamos con aval estatal, etc.- implementadas para amortiguar su impacto en la actividad económica. Tal generosidad, que resulta insuficiente y no contenta a nadie, sólo se explica por el ingente apoyo acordado por la Unión Europea para la recuperación de los estados miembros.

Entre tantas improvisaciones y contradicciones, pensadas más para la confrontación política que para la solución del problema, lo único que perciben los ciudadanos es, simplemente, la apelación constante a la responsabilidad individual para que se respeten las normas generales que exige la situación, es decir, que se consuma pero que no se salga, que se guarde la distancia interpersonal que no se mantiene en muchos bares ni en el transporte público, que no se quite la mascarilla pero que se coma y beba para contribuir a recuperar la economía, que se mantenga el confinamiento perimetral del municipio, provincia o comunidad, incluso la de la zona básica de salud que alguna comunidad contempla como unidad territorial, mientras prolifera la publicidad institucional promocionando el turismo de cada región, etc.

En definitiva, esta esquizofrenia en la actuación gubernamental genera desconfianza e inseguridad en la ciudadanía y alimenta la tendencia hacia el negacionismo y la incredulidad en crecientes sectores de la población sobre autoridades, leyes y el conocimiento científico. La confusión que crea es peligrosa y dañina para el comportamiento social. Porque, mientras los expertos recomiendan este año no lanzarse a celebrar la navidad, los gobiernos regionales todavía discuten si aumentar las restricciones o evitar castigar aún más la economía, siendo conscientes, además, de que el Gobierno central propone endurecer las medidas, pero deja en manos de las autonomías cualquier decisión al respecto. Una auténtica esquizofrenia gubernamental.     

martes, 15 de diciembre de 2020

Pueblos condenados al olvido

La historia, más que del acúmulo de datos, es reflejo del olvido. Por eso se dice que la historia la escriben los ganadores, los que condenan al olvido a los perdedores para glorificar la gesta, siempre sesgada, parcial e incompleta, de los que triunfan en la lucha de las ideas, los pueblos, el poder. Así es la historia del mundo y de cualquiera de sus pedazos, constituidos ya como naciones o estados que se suponen estructura administrativa de los pueblos que habitan el planeta. Y en ese relato histórico, que aún se escribe y se modifica a gusto del vencedor de turno, algunos pueblos tienen predeterminado su destino, condenados al olvido.

En estos días no ha sido casualidad que dos de esos pueblos sufran, de manera casi simultánea, el desprecio y el abandono de los que practican la hermenéutica histórica en unos tiempos en que escasea la decencia y se rinde culto a la obscenidad. Tanto el pueblo palestino como el saharaui acaban de recibir la puntilla a sus aspiraciones nacionales y han sido relegados a la condición de figurantes de los poderes aliados en la región, por decisión arbitraria, pero determinante, del mediocre cabecilla del imperio que hoy escribe la narrativa mundial: el presidente de los Estados Unidos de América (EE UU), Donald Trump.

Con todo el poder que otorga gobernar la única superpotencia mundial, modelo imperante tanto de lo político como de lo económico, cultural y sobre todo militar, el dirigente menos cualificado de EE UU ha optado por saltarse a la torera la legalidad internacional y desoír las resoluciones de la ONU que amparan y legitiman el derecho que asisten a Palestina y Sahara Occidental para dotarse de un Estado independiente y soberano, reconocido y admitido en el concierto global de naciones. Por la fuerza de los hechos consumados, Donald Trump, a punto de abandonar la Casa Blanca tras perder, aunque no lo quiera reconocer, las elecciones, ha querido sembrar de obstáculos el mandato del próximo presidente electo, Joe Biden. Y lo hace con tan malos modos y de forma tan obscena como corresponde al estilo faltón, impetuoso y sobrado de soberbia del mandatario derrotado.

Porque, desde que asumió la presidencia, Donald Trump ha otorgado a Israel no sólo el beneplácito sino apoyo para completar la anexión de los territorios palestinos ocupados y considerar ciudadanos de segunda clase a la población árabe del país, contraviniendo las resoluciones de la ONU, los acuerdos internacionales y hasta la propia posición de EE UU, mantenida hasta la fecha sobre el conflicto palestino-israelí, al distanciarse de la canónica “solución de dos Estados” y patrocinar un plan que atiende exclusivamente a los intereses judíos. Con él ratifica la política sionista para la disolución social del pueblo palestino, consistente en la progresiva desnaturalización de Cisjordania mediante la proliferación de colonias judías en su interior, la declaración de la totalidad de Jerusalén como capital del Estado hebreo, sin respetar su estatus jurídico internacional, y el férreo control militar de cualquier actividad de los palestinos, tanto en Cisjordania como en la Franja de Gaza. Tal política cuenta con la plena avenencia de Donald Trump, quien mantiene un absoluto cabildeo con las autoridades judías más intransigentes, radicales y corruptas, como la que representa Benjamín Netanyahu, actual primer ministro hebreo, procesado por la justicia de su país.

Ese mal llamado “Plan de paz”, patrocinado por Trump y elaborado por su yerno, Jared Kushner, ha sido la penúltima traición a las aspiraciones de los palestinos de erigirse en nación soberana. Un plan que no sólo fragmenta Cisjordania, reduce su tamaño y la mantiene bajo soberanía israelí con autonomía limitada, sino que consolida y extiende la diseminación de colonias judías en su seno y la separa aún más, administrativamente, de la Franja de Gaza. Todo ello supone, en la práctica, la anexión definitiva de los enclaves palestinos en el Estado de Israel, incumpliendo los parámetros internacionales y las resoluciones de la ONU.

Pero la puntilla última, esperemos que no definitiva, ha consistido en desunir y enfrentar a los aliados árabes de la causa palestina para que establezcan relaciones con Israel y dejen de apoyarla, a cambio de suntuosas contraprestaciones económicas avaladas por EE UU. El frente homogéneo que todos los países árabes mantenían contra el Estado judío y a favor de las demandas palestinas ha quedado, así, resquebrajado. Además de Egipto (1979) y Jordania (1994), los únicos países árabes con los que Israel mantenía relaciones, acordadas con la firma de la paz tras enfrentamientos bélicos, Trump ha conseguido en sus últimas horas que Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos establezcan relaciones diplomáticas con el otrora acérrimo enemigo, el estado sionista de Israel.

Esta “normalización” de relaciones, olvidando las viejas demandas del fin de la ocupación de Palestina y la creación de un Estado palestino independiente y viable, circunscrito a los límites acordados antes de 1967, cuando se desató la Guerra de los Seis Días, parece responder antes a una estrategia defensiva contra la influencia de Irán, en la que Israel actuaría como paraguas militar, que al desistimiento de la causa palestina, ahora relegada a las prioridades geoestratégicas del tablero de Oriente Próximo. Sin embargo, este plan, promovido por Trump y denominado enfáticamente Acuerdos de Abraham, no acaba de atraer la adhesión de Estados árabes más significativos en la región, como Arabia Saudí, pero supone una puñalada mortal a las pretensiones del pueblo palestino. Se trata del enésimo bofetón a un pueblo que no ha dejado nunca de ser considerado perdedor en la narrativa de la historia que escriben los vencedores, es decir, los que disponen de la fuerza.

Perdedores como lo son, también, los saharauis desde que fueron vergonzosamente abandonados a su suerte, bajo la presión de la bota marroquí (marcha verde), por la España entonces potencia colonizadora (administradora) de aquel territorio africano, allá por el año 1975, en los estertores del franquismo. Víctimas del mismo atropello injustificable, moneda de cambio en las transacciones geopolíticas que interpretan la historia sin contar con sus protagonistas, el pueblo saharaui está también predestinado al olvido y el desprecio. Son tratados como calderilla en las manos de Donald Trump, válida para poner chinitas a su sucesor, engrosando adhesiones “compradas” a esos Acuerdos de Abraham que persiguen el reconocimiento de Israel por parte de países árabes. Magro triunfo de la diplomacia trumpista que sirve, además, para ignorar a España, país con responsabilidad en el conflicto, otra vez a la ONU, incapaz de organizar el acordado referéndum de autodeterminación, y al consenso y legalidad internacionales, manifiestamente pisoteados e inoperantes.

Dando expreso reconocimiento a la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental, EE UU ha conseguido que el reino alauita se sume a los países árabes que mantendrán relaciones con Israel. Si ya el pueblo saharaui vivía en un limbo legal que los recluía en los campamentos desérticos de Tinduf, desde donde se podía acoger a niños en vacaciones como acto de consoladora solidaridad, que no compromete a nada, ahora se le condena al olvido definitivo, tras aquel acuerdo de 1975 con el que España dividió en dos al Sahara para entregarlo a Mauritania y Marruecos, declarado nulo por la ONU.

En este caso, Trump no ha hecho más que aprovechar una situación de hecho consentida, la colonización marroquí del Sahara ocupado, para reforzar su “diplomacia” personal, su venganza por la derrota electoral y su obsesión incondicional con Israel. Y en ese relato del poder, algunos pueblos llevan la de perder, como el palestino y el saharaui. Están, desgraciadamente, condenados al olvido.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Introspectivo diciembre

Desde hace más de una década invito a escuchar las melodías al piano que interpreta George Winston en su disco December, que incluyo entre las recomendaciones del mes. Y lo hago por dos motivos: porque el mejor momento para deleitarse con una música que nos contagiará su atmósfera de soledad y aislamiento es este mes, el que da título, precisamente, al disco. Y segundo, porque este año, además, nos vemos obligados a guardar mayor recogimiento que de costumbre, por las restricciones a la movilidad y las reuniones que nos impone la pandemia, lo que nos hace disponer de sobrados momentos de tranquilidad para pensar en las musarañas y hacer introspección de nuestras vidas. Añadiría una tercera razón: la calidad de una música que nos eleva el espíritu por encima de las mezquindades y miserias a las que nos enfrentamos cotidianamente. No hay que ser un melómano para apreciar a un artista y la calidad de su obra cuando nos deleita el oído. Aproveche, pues, este rato y déjese llevar por las suaves notas de un piano, sin ningún otro acompañamiento, hasta ese lugar tan próximo a lo que llamamos felicidad. Su alma se lo agradecerá.    

 


 

martes, 8 de diciembre de 2020

El “puente” de las patrañas

Hoy finaliza el puente festivo que se forma entre el Día de la Constitución y el de la Inmaculada Concepción, que se celebran el 6 y el 8 de diciembre, respectivamente. Son dos festividades distintas: una civil y otra religiosa, separadas entre ellas por un día supuestamente laboral que en casi todos los sectores económicos se suele “saltar” y disfrutar como si fuera festivo, encadenándolo a las fechas oficialmente festivas entre las que se halla. Es lo que se conoce como el “puente” de la Constitución y la Inmaculada. O, simplemente, el puente de la Inmaculada.

La primera jornada conmemora la aprobación de la actual Constitución que, tras la muerte del dictador, consagró la democracia en España, consolidando un régimen de monarquía parlamentaria. Aparte del sistema político, configurado como un Estado Social y democrático de derecho, el texto constitucional recoge los derechos y libertades reconocidos a los españoles, como la igualdad de todos ante la ley, y los derechos al trabajo y a la vivienda, por citar algunos ejemplos.

La segunda festividad conmemora el dogma de la Iglesia católica que considera que la Virgen María concibió a Jesucristo sin pecado original, es decir, sin perder la virginidad ni ser fecundada por ningún hombre.  

Ambos motivos son indiferentes para la inmensa mayoría de los ciudadanos que aprovechan estas fiestas para el descanso y el ocio, sin entrar en disquisiciones legales o religiosas. Las asumen y las viven como lo que son, excusas para disfrutar de días libres, remunerados y exentos de la obligación de trabajar. Piensan que son artificios legales que sirven para descansar, puesto que la Constitución no garantiza el derecho al trabajo a los millones de españoles que no tienen empleo, engrosando las listas del paro, ni la vivienda a quienes cada día, por ser víctimas de esta crisis económica que trajo consigo la pandemia, son desahuciados de sus hogares.

De igual modo, una inmensa mayoría de españoles, sean creyentes o no, tampoco se detiene a valorar un dogma religioso, tan fantástico como irracional, de un embarazo sobrenatural que se construye para “encajar” elucubraciones divinas con ambiciones terrenales, como son todas las religiones y su afán de dominio, no sólo moral sino también material, en este mundo, cual simple poder humano más.

Consideradas así, estas fiestas conmemoran patrañas que se aceptan por tradición, sumisión, inconsciencia o indiferencia ante lo que significan o pretenden validar socialmente. Mientras permitan cierto provecho para la población en forma de descanso, no se discuten ni se cuestionan. Se disfrutan, sin más. Por eso, este puente es calificado por muchos como el puente de las patrañas. Y no sin razón

lunes, 7 de diciembre de 2020

Arecibo

Cuando era un atolondrado adolescente, época en que mis aficiones más absorbentes eran la astronáutica, la astronomía y la ufología, tuve conocimiento de la existencia del mayor radiotelescopio del mundo, construido precisamente en mi país natal. Ambos hechos, una tecnología a escala gigantesca y su emplazamiento en territorio familiar, hicieron que sintiera el anhelo, durante toda mi vida, de conocer “in vivo” aquel inmenso instrumento de escucha cósmica.

El radiotelescopio de Arecibo había sido construido en la década de los sesenta del siglo pasado y estuvo en funcionamiento hasta el año pasado. Su espejo, de 305 metros de diámetro, era fijo y ocupaba una depresión entre montañas. Sobre él, sostenida por cables de acero anclados a tres torres, estaba suspendida a 150 metros de altura una antena (espejo secundario o reflector) de más de 820 toneladas de peso. Esa antena, a causa de la desidia, la mala conservación o el interés por otros proyectos, finalmente se precipitó sobre el espejo principal, ocasionando graves daños, cuantiosos de reparar. Debido a esos daños estructurales, se ha decidido desmantelar lo que fue una joya técnica de la investigación espacial. Y uno de mis sueños vitales, tardíamente satisfecho.

Porque cuando ya peinaba canas pude, al fin, visitar en Arecibo aquella construcción, aún más impresionante físicamente ante los ojos que a través de fotografías o películas. Recorrí sus instalaciones y el espacio expositivo anexo de fotos y paneles informativos sin poder cerrar la boca, embobado. Estaba haciendo realidad un sueño, como ya he dicho, pero también rindiendo un emocionado homenaje a mi padre, fallecido hacía poco, que había sido médico, precisamente, en aquel pueblo de Arecibo. Ya no era sólo el radiotelescopio, sino que Arecibo había sido el lugar donde mi progenitor consumió su vida profesional entregado a la medicina.

Todo lo que uno es, todo lo que somos, objetos, personas y paisajes que nos constituyen, acaba por desaparecer y caer en el olvido, formando parte de la nada. Mi aventura en la vida va dejando un rastro, cada vez más extenso, de pérdidas y desapariciones. Mi país o patria natal y mis padres son los primeros trozos de mi propia corteza que he ido dejando por el camino. Ahora, además, se desprende de mí lo que había sido en gran parte de mi vida un orgullo onírico, aquel inmenso radiotelescopio que, desde un rincón remoto de mi país de origen, enviaba señales al universo, buscando rastros de vida inteligente. Ahora ese sueño desaparece, y lo siento como si me arrancaran algo de mi propio organismo.

Colapso de la antena.
Si desgraciadamente estamos solos en el Universo, de igual modo nos vamos quedando solos en el mundo, hasta que todo lo existente vuelva a ser la nada de la que surgimos, tras aquel primer petardazo del Big Bang, cuyo eco podía todavía escucharse gracias, entre otros aparatos, al radiotelescopio de Arecibo, el que fascinó mi adolescencia y determinó, en algún sentido, mi vida.

Adiós, pues, a todo lo que ese ingenio, esa época y esos recuerdos significaron para mí y en lo que fui, soy y seré. Arecibo se difumina de la ciencia y, lo que es más doloroso, de mi vida. Arecibo fue, para mi, mucho más que un radiotelescopio.

    

martes, 1 de diciembre de 2020

Sombras de diciembre

Diciembre inicia su recorrido por el calendario para despedir el año más dramático de la historia reciente, el que recordaremos por consumir las horas soñando con recuperar hábitos gregarios, asuetos compartidos, alegrías corales. Días de horas sombrías, llenos de nostalgia y resignación, que cubren nuestra mirada de nubes plomizas, como si en nuestros ojos se instalara la penumbra de esas jornadas de lluvia y frío que suelen acompañar a este mes postrero. Así son los días de diciembre en el año del virus, en el que nos vemos sorprendidos por un enemigo microscópico pero terrible que nos asedia en nuestros propios domicilios. El miedo, la desconfianza, los bozales y la distancia frente a propios y extraños tiñen de sombras este mes en que nos entregábamos confiados a los abrazos, las reuniones, las dádivas y el dispendio, dando sentido a unas fiestas que sólo se celebran en compañía. Sombras que nos enfrentan a la soledad de unas existencias que no soportan el aislamiento, el silencio y la ausencia de interlocutores con los que compartir preocupaciones y alegrías. Sombras de diciembre que nos hacen abrigar la esperanza de un futuro más luminoso en cuanto arranquemos la hoja del calendario.