Dime por qué no podemos vivir juntos, Qué importan el color de la piel, las creencias, las ideologías, el dinero o las fronteras si todos desean la paz y compartir la vida, juntos como hermanos. Puede ser una canción, pero también un anhelo.
Dime por qué no podemos vivir juntos, Qué importan el color de la piel, las creencias, las ideologías, el dinero o las fronteras si todos desean la paz y compartir la vida, juntos como hermanos. Puede ser una canción, pero también un anhelo.
He ido porque tenía miedo y un hastío enervante. Un miedo
comprensible de morir a causa de alguna complicación que podría evitarse con
una simple inyección subcutánea. Y hastiado hasta el fastidio por el bombardeo
de información, bulos y propaganda con el que los responsables gubernamentales intentan
culpar a la población de la propagación y la gravedad de esta nueva ofensiva de
la epidemia, como si ellos hubieran hecho todo lo que estaba en sus manos para afrontarla
y controlarla. Porque, tal como llevan gestionando este nuevo ataque, parece
que no han aprendido nada después de enfrentarse al primer embate de una
enfermedad que cogió a todos los países sin saber qué hacer. Ahora ya se sabe y
no caben disculpas ni discusiones.
Han sido esos responsables gubernamentales de la sanidad los
que permitieron una “desescalada” del confinamiento, que había logrado reducir
los contagios, y un progresivo, tal vez acelerado, retorno a la actividad económica
y social, enfáticamente calificada de nueva “normalidad”, que ha facilitado el
actual rebrote de la enfermedad y su transmisión comunitaria. Tras prometer
recursos y medios, ni la sanidad ni las residencias de ancianos ni los colegios
ni los transportes públicos, ni la investigación, ni prácticamente nada, ha
sido reforzado y preparado para enfrentarse a este reto pandémico con eficacia.
Las medidas adoptadas, con las que constantemente se les
llena la boca, son meros parches que nada resuelven. Se limitan al uso de
mascarillas, geles desinfectantes y distancia interpersonal. Pero las que de
verdad erradican o aíslan al virus, y que exigen personal y medios, no se
implementan con la fuerza debida. El personal sanitario es insuficiente, por
causas de sobra conocidas porque son consecuencias de la anterior crisis financiera;
los rastreadores de contagios son escasos para el volumen de la población a
controlar; la “medicalización” de las residencias es un juego semántico
(¿disponen de más profesionales sanitarios, camas de hospitalización y
farmacias a los que alude el eufemismo?); los aislamientos no son controlados rigurosamente
por ninguna autoridad; la distancia social no se cumple ni en bares ni en el
transporte público (por mucha megafonía informativa que dispongan pero sin que
nadie contabilice la entrada de viajeros). Y así, en casi todos los sectores de
la economía, salvo en aquellos donde estas normas favorecen la rentabilidad económica
y la contención del gasto en personal y servicios.
Y es que, mientras advertían de la obligación de cumplir con
las medidas de higiene dictadas (las más fáciles y baratas), las autoridades
gubernamentales estaban al mismo tiempo implementando el reinicio de la
actividad económica. Todos los sectores exigían empezar a producir y a solicitar
ayudas por las pérdidas sufridas. El debate en el Gobierno, en todos los
gobiernos, era equilibrar la balanza entre la salud (de los ciudadanos) y la
economía (de los empresarios y medios de producción). Abrir la mano por un lado
significaba un perjuicio para el otro lado.
Eso es lo que explica que la segunda ola de la Covid-19
afecte fundamentalmente con mayor intensidad a los países más desarrollados del
mundo, como Europa y Estados Unidos, aquellos que no pueden prescindir de su
actividad económica y de una sociedad consumista. Ni en Vietnam ni en África la
tasa de nuevos contagios es tan elevada como en tales países desarrollados.
Me hastía y me enfurecen esas acusaciones a una juventud irresponsable,
a las reuniones familiares y a las aglomeraciones callejeras porque se
comportan según lo permitido y, hasta ahora, de alguna manera incentivado por
esos mensajes contradictorios de las autoridades. No hace falta recordar que se
consistió la movilidad para salvar la temporada de verano (por algo el turismo
es la primera industria de este país) y las ciudades abrieron todos sus
comercios, con las formales limitaciones mencionadas, para compensar el “parón”
económico del confinamiento. Y, ahora, la culpa la tienen, naturalmente, los
ciudadanos por no saber enfrentarse al nuevo ataque de esta incurable pandemia.
Por todo eso he decidido ir a vacunarme. Para no explotar de
ira y evitar que me culpen, encima, de mi probable fallecimiento por
negligencia mía, no de quienes tienen la responsabilidad de velar por la salud
de toda la población. Aun así, y con lo que está pasando, todavía hay
gobernantes que dudan si supeditar la economía a la salud de la gente. ¡Qué asco!
Hoy nos levantamos temprano, no por estar desvelados y perder el sueño, sino porque la hora ha sido cambiada esta madrugada. A las tres hemos tenido que retrasar una hora en el reloj. Y cuando hemos abandonado la cama a las nueve de la mañana, en realidad eran las ocho. El día, por tanto, hoy nos parecerá muy largo y nos sentiremos un poco confundidos hasta que nos adaptemos -también nuestro estómago- al nuevo horario de invierno.
Estos cambios vienen produciéndose desde hace décadas. El
primero lo realizó Francisco Franco para hacer coincidir nuestro horario con el
de la Alemania nazi, país que por aquel entonces apoyaba al régimen dictatorial
que impuso en España, durante 40 años, el general sublevado que provocó y ganó
una guerra civil. Gracias a ese cambio llevamos una hora de adelanto del que
nos corresponde por el huso horario en que se halla nuestro país, justo el del meridiano
de Greenwich.
En los años setenta del siglo pasado, a raíz de una crisis
en el abastecimiento de petróleo, tuvimos que intentar ahorrar energía y
aprovechar al máximo la luz solar. Europa en su conjunto, con algunas
excepciones, decidió adelantar una hora más durante el horario de verano, con
objeto de tener más horas de sol por las tardes. Con tal cambio, todavía
vigente y que hoy se corrige, nuestro país acumula dos horas de adelanto sobre
el que le correspondería por la luz solar. Por ese motivo, en los días
veraniegos, cuando más calor hace, el sol luce sobre nuestras cabezas hasta
cerca de las diez de la noche. Una excelente circunstancia para el turismo,
pero para quien tiene que madrugar al día siguiente para trabajar, las casas
recalentadas no le permiten conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada.
Evidentemente, la medida estaba pensada para los países nórdicos, en los que
oscurece más temprano y así aprovechan mejor la luz diurna.
Nunca me han convencido ni gustado estas modificaciones
horarias. Además de ilógicas, por lo ya expuesto, me parecen contraproducentes,
dado los trastornos innecesarios que ocasionan. Ni siquiera entonces, cuando se
adoptaron, estos cambios contribuían a ningún ahorro energético. Y menos en un
país ubicado en latitudes tan al sur, donde los rayos del sol inciden de manera
más directa. Porque lo que ahorramos en bombillas que no hay que encender, nos lo
gastamos en aires acondicionado que hay que mantener a pleno rendimiento hasta
bien entrada la noche. Sin embargo, todavía continuamos practicando tales
cambios horarios. ¿Por qué?
A veces las medidas se mantienen por pura inercia. Otras
veces, porque nadie evalúa sus efectos y logros. Además, existe una cierta resistencia
a modificar lo establecido, si no es a causa de una fuerte presión social que
lo demande. Y, en este caso, la presión que ejercen las industrias del turismo
es en el sentido de mantener los cambios, ya que beneficia al negocio. Y una parte
de la población, acostumbrada a veranos largos y al disfrute vacacional, es
sumamente reacia a recuperar el horario más natural, aunque ello suponga más
gasto energético para el país. Un país, no lo olvidemos, en el que el turismo
es la primera fuente de riqueza de una economía, como la nuestra, enfocada al
sector servicios. Más que por aquellas excusas ahorrativas iniciales, los
cambios se mantienen fundamentalmente porque favorecen a la hostelería, el
negocio hotelero y al turismo.
Hacer coincidir nuestros ritmos biológicos y los relojes
internos con los ciclos de luz y oscuridad del día, cuyas alteraciones
ocasionan trastornos en los hábitos alimenticios, los de sueño y descanso, y en
la actividad que desarrollamos en función de ellos, no es tenido en cuenta en
absoluto. Dos veces al año nos vemos sometidos a cambios horarios que nos
obligan a cambiar conductas y hábitos biológicos. Y quienes más los sienten -y
los sufren- son los ancianos y los niños, que continuamente han de aclimatarse
a estos cambios horarios.
Como en todo, existen partidarios y detractores de un
horario y otro. Si no se puede ya adoptar el huso horario que nos corresponde
geográficamente, yo particularmente prefiero que se mantenga definitivamente,
durante todo el año, el actual horario de invierno. Es cierto que oscurecerá
más temprano, casi al término de la jornada laboral, pero también amanecerá más
temprano, justo cuando emprendemos nuestras actividades cotidianas y los niños
han de acudir a los colegios. Y en verano, cuando el sol derrite sin piedad el
asfalto, la noche empezará antes a refrescar calles y casas, permitiéndonos
disfrutar o descansar más cómodamente, sin estar empapados en sudor. Y es que, a estas alturas de mi vida, estoy
más a gusto sin tantos cambios y disfrutando del fresco antes que padeciendo
calor. Será cuestión de edad.
La herejía es una práctica condenada por el poder establecido, cualquier poder. Pero es en el ámbito religioso donde cobra toda su nefasta significación, porque era la acusación más recurrente para condenar al disidente de las normas o los dogmas al silencio, en el mejor de los casos, o la muerte. Todas las religiones, inevitablemente intolerantes al creerse únicas en la verdad, tienen manchadas de sangre las manos por castigar con la muerte a sus herejes. Desde Lutero, Calvino, Mahoma o la Inquisición católica, las grandes religiones monoteístas cargan con una negra historia de asesinatos y violencia inhumana a sus espaldas en nombre de Dios. A pesar de tanta violencia, nunca han podido acabar con los reiterados brotes de herejía que surgen entre sus fieles menos aborregados, entre quienes les daba por pensar además de creer. Son pensadores a contracorriente que desde joven han despertado mi fascinación. Me atraían por ser ejemplos de personas que pensaban por su cuenta y morían por sus ideas. Y me resultaba admirable ese afán por cuestionarlo todo, entre otras cosas, porque yo siempre he dudado de lo que se me ofrecía -normas, ideas, costumbres, disciplinas, etc.- como algo incuestionable e inmutable. Pero, en comparación con ellos, he tenido más suerte: mi actitud sólo me ha causado ser considerado un indisciplinado, no carne de hoguera.
Los que ponen en duda ideas preconcebidas, los que disienten
de lo establecido, lo que discuten el pensamiento dominante, los que niegan
argumentos de autoridad y los que someten a razón todo constructo humano suelen
ser tachados de herejes. Sin embargo, son ellos, con sus dudas y sus críticas a
las reglas y usos establecidos, los que hacen avanzar el pensamiento y las
instituciones, los que traen la modernidad, la racionalidad y la justicia a los
ámbitos donde faltaban. Y los que tenían razón frente al inmovilismo
anquilosante de lo establecido. Muchos de ellos murieron por decir y mantener
lo que pensaban, sin retractarse ante los ignorantes que los juzgaban y
condenaban. El tiempo y la historia demostraron que los equivocados fueron los
jueces y los dogmáticos, y que los disidentes eran los que alumbraron la verdad más limpia y
acertada, aunque unos pocos de ellos participaran de la insolencia del soberbio.
Hoy sabemos con certeza que la Tierra gira, como ha hecho siempre, alrededor
del Sol, aunque la Iglesia haya condenado a Giordano Bruno a la hoguera por
proclamarlo y afirmar que nuestro mundo no era el centro del Universo. Bruno murió
porque no se retractó como hizo, años más tarde, Galileo Galilei (“Eppur si
muove”) para salvar la vida.
Los herejes son los discrepantes con lo asumido ciegamente. Son
rebeldes con lo dado, evidencian las contradicciones de lo que se nos ofrece
como verdad. Son, en suma, los que hacen mejorar nuestros conocimientos con sus
dudas y amplían nuestras visiones de la realidad. En absoluto representan un
peligro, sino una oportunidad para repensarlo todo, para avanzar. Y hoy, en que
estamos sometidos a la dictadura del pensamiento único y con el temor de
expresar lo políticamente incorrecto, la presencia de herejes, en el más amplio
de los sentidos, es más necesaria que nunca. En medio de la confusión que nos
provoca la sobreinformación continua, los bulos malintencionados y las mentiras
bien construidas, el pensamiento herético sirve de guía para iluminarnos y
aclararnos las ideas, ayudándonos a ser críticos y desconfiados. A pensar,
investigar y no dar nada por sentado.
Antonio Pau, un curioso jurista y escritor, acaba de
publicar un interesante librito titulado Herejes (Editorial
Trotta, 2020), en el que reseña las breves biografías de veintidós de ellos,
junto a las ideas que mantuvieron y que provocaron sus condenas. Desde Marción de
Sínope hasta Miguel Servet, pasando por Valentín el Gnóstico y el Maestro
Eckhart, descubrimos los rasgos esenciales de esas personas que se alejaron de
la ortodoxia por ser fieles a lo que pensaban con honradez y con el mejor de
los propósitos: aproximarse racionalmente a la verdad. Conociendo sus vidas,
nos percatamos que no era recomendable ser un hereje. Incluso hoy seguimos
considerando a quien se aparta de lo establecido como un excéntrico que quiere
distinguirse estando disconforme con todo. El prejuicio con el hereje se
mantiene intacto, lo que hace aumentar mi admiración y simpatía por él.