jueves, 29 de octubre de 2020

¿Por qué no podemos vivir juntos?

Dime por qué no podemos vivir juntos, Qué importan el color de la piel, las creencias, las ideologías, el dinero o las fronteras si todos desean la paz y compartir la vida, juntos como hermanos. Puede ser una canción, pero también un anhelo.



 

miércoles, 28 de octubre de 2020

La vacuna del hastío


En esta anormalidad que llamamos “nueva normalidad”, en la que nos hallamos otra vez vapuleados por un segundo ataque de una pandemia que asola el planeta, asumimos conductas que anteriormente despreciábamos, bien por cabezonería, ignorancia o mera discrepancia. Ahora, que ya estamos atenazados de miedo y llenos de incertidumbres, obedecemos los consejos que nos hacen y nos comportamos como nos demandan. Ayer, sin ir más lejos, fui a vacunarme de la gripe. No era la primera vez que me vacunaba, pero sí la primera que lo hacía de forma voluntaria. Esta confesión resultará sorprendente, por contradictoria, si aclaramos que procede de quien ha sido un profesional sanitario hasta hace pocos años. Tampoco es que fuera un negacionista de las vacunas, puesto que todos mis hijos han sido vacunados según el calendario establecido por los médicos. Pero en el caso de la gripe, cuyo patógeno muta cada dos o tres años, siempre dudaba si la vacuna estaría inmunizándome contra una cepa que ya habría desaparecido. Pero, aparte de esta débil excusa, era mi estado físico, poco dado a padecer la gripe, lo que me envalentonaba a no actuar como debía, a pesar de pertenecer a los grupos de riesgo (por ser sanitario) en los que es indicado la vacunación. Mi excentricidad duró hasta ayer. Porque ayer me convertí en un abuelito más, en la cola del centro de salud, totalmente convencido de que, poniendo mi brazo ante la enfermera, estaba haciendo lo que debía de hacer: vacunarme. Y lo hice por miedo. Por miedo a caer enfermo y ser presa fácil de ese maldito virus “chino”, como lo denomina el aún más letal Trump, que aprovecha una crisis sanitaria mundial para hacer política y negocios.

He ido porque tenía miedo y un hastío enervante. Un miedo comprensible de morir a causa de alguna complicación que podría evitarse con una simple inyección subcutánea. Y hastiado hasta el fastidio por el bombardeo de información, bulos y propaganda con el que los responsables gubernamentales intentan culpar a la población de la propagación y la gravedad de esta nueva ofensiva de la epidemia, como si ellos hubieran hecho todo lo que estaba en sus manos para afrontarla y controlarla. Porque, tal como llevan gestionando este nuevo ataque, parece que no han aprendido nada después de enfrentarse al primer embate de una enfermedad que cogió a todos los países sin saber qué hacer. Ahora ya se sabe y no caben disculpas ni discusiones.

Han sido esos responsables gubernamentales de la sanidad los que permitieron una “desescalada” del confinamiento, que había logrado reducir los contagios, y un progresivo, tal vez acelerado, retorno a la actividad económica y social, enfáticamente calificada de nueva “normalidad”, que ha facilitado el actual rebrote de la enfermedad y su transmisión comunitaria. Tras prometer recursos y medios, ni la sanidad ni las residencias de ancianos ni los colegios ni los transportes públicos, ni la investigación, ni prácticamente nada, ha sido reforzado y preparado para enfrentarse a este reto pandémico con eficacia.

Las medidas adoptadas, con las que constantemente se les llena la boca, son meros parches que nada resuelven. Se limitan al uso de mascarillas, geles desinfectantes y distancia interpersonal. Pero las que de verdad erradican o aíslan al virus, y que exigen personal y medios, no se implementan con la fuerza debida. El personal sanitario es insuficiente, por causas de sobra conocidas porque son consecuencias de la anterior crisis financiera; los rastreadores de contagios son escasos para el volumen de la población a controlar; la “medicalización” de las residencias es un juego semántico (¿disponen de más profesionales sanitarios, camas de hospitalización y farmacias a los que alude el eufemismo?); los aislamientos no son controlados rigurosamente por ninguna autoridad; la distancia social no se cumple ni en bares ni en el transporte público (por mucha megafonía informativa que dispongan pero sin que nadie contabilice la entrada de viajeros). Y así, en casi todos los sectores de la economía, salvo en aquellos donde estas normas favorecen la rentabilidad económica y la contención del gasto en personal y servicios.

Y es que, mientras advertían de la obligación de cumplir con las medidas de higiene dictadas (las más fáciles y baratas), las autoridades gubernamentales estaban al mismo tiempo implementando el reinicio de la actividad económica. Todos los sectores exigían empezar a producir y a solicitar ayudas por las pérdidas sufridas. El debate en el Gobierno, en todos los gobiernos, era equilibrar la balanza entre la salud (de los ciudadanos) y la economía (de los empresarios y medios de producción). Abrir la mano por un lado significaba un perjuicio para el otro lado.

Eso es lo que explica que la segunda ola de la Covid-19 afecte fundamentalmente con mayor intensidad a los países más desarrollados del mundo, como Europa y Estados Unidos, aquellos que no pueden prescindir de su actividad económica y de una sociedad consumista. Ni en Vietnam ni en África la tasa de nuevos contagios es tan elevada como en tales países desarrollados.

Me hastía y me enfurecen esas acusaciones a una juventud irresponsable, a las reuniones familiares y a las aglomeraciones callejeras porque se comportan según lo permitido y, hasta ahora, de alguna manera incentivado por esos mensajes contradictorios de las autoridades. No hace falta recordar que se consistió la movilidad para salvar la temporada de verano (por algo el turismo es la primera industria de este país) y las ciudades abrieron todos sus comercios, con las formales limitaciones mencionadas, para compensar el “parón” económico del confinamiento. Y, ahora, la culpa la tienen, naturalmente, los ciudadanos por no saber enfrentarse al nuevo ataque de esta incurable pandemia.  

Por todo eso he decidido ir a vacunarme. Para no explotar de ira y evitar que me culpen, encima, de mi probable fallecimiento por negligencia mía, no de quienes tienen la responsabilidad de velar por la salud de toda la población. Aun así, y con lo que está pasando, todavía hay gobernantes que dudan si supeditar la economía a la salud de la gente. ¡Qué asco!    

domingo, 25 de octubre de 2020

El cambio horario

Hoy nos levantamos temprano, no por estar desvelados y perder el sueño, sino porque la hora ha sido cambiada esta madrugada. A las tres hemos tenido que retrasar una hora en el reloj. Y cuando hemos abandonado la cama a las nueve de la mañana, en realidad eran las ocho. El día, por tanto, hoy nos parecerá muy largo y nos sentiremos un poco confundidos hasta que nos adaptemos -también nuestro estómago- al nuevo horario de invierno.

Estos cambios vienen produciéndose desde hace décadas. El primero lo realizó Francisco Franco para hacer coincidir nuestro horario con el de la Alemania nazi, país que por aquel entonces apoyaba al régimen dictatorial que impuso en España, durante 40 años, el general sublevado que provocó y ganó una guerra civil. Gracias a ese cambio llevamos una hora de adelanto del que nos corresponde por el huso horario en que se halla nuestro país, justo el del meridiano de Greenwich.

En los años setenta del siglo pasado, a raíz de una crisis en el abastecimiento de petróleo, tuvimos que intentar ahorrar energía y aprovechar al máximo la luz solar. Europa en su conjunto, con algunas excepciones, decidió adelantar una hora más durante el horario de verano, con objeto de tener más horas de sol por las tardes. Con tal cambio, todavía vigente y que hoy se corrige, nuestro país acumula dos horas de adelanto sobre el que le correspondería por la luz solar. Por ese motivo, en los días veraniegos, cuando más calor hace, el sol luce sobre nuestras cabezas hasta cerca de las diez de la noche. Una excelente circunstancia para el turismo, pero para quien tiene que madrugar al día siguiente para trabajar, las casas recalentadas no le permiten conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada. Evidentemente, la medida estaba pensada para los países nórdicos, en los que oscurece más temprano y así aprovechan mejor la luz diurna.

Nunca me han convencido ni gustado estas modificaciones horarias. Además de ilógicas, por lo ya expuesto, me parecen contraproducentes, dado los trastornos innecesarios que ocasionan. Ni siquiera entonces, cuando se adoptaron, estos cambios contribuían a ningún ahorro energético. Y menos en un país ubicado en latitudes tan al sur, donde los rayos del sol inciden de manera más directa. Porque lo que ahorramos en bombillas que no hay que encender, nos lo gastamos en aires acondicionado que hay que mantener a pleno rendimiento hasta bien entrada la noche. Sin embargo, todavía continuamos practicando tales cambios horarios. ¿Por qué?

A veces las medidas se mantienen por pura inercia. Otras veces, porque nadie evalúa sus efectos y logros. Además, existe una cierta resistencia a modificar lo establecido, si no es a causa de una fuerte presión social que lo demande. Y, en este caso, la presión que ejercen las industrias del turismo es en el sentido de mantener los cambios, ya que beneficia al negocio. Y una parte de la población, acostumbrada a veranos largos y al disfrute vacacional, es sumamente reacia a recuperar el horario más natural, aunque ello suponga más gasto energético para el país. Un país, no lo olvidemos, en el que el turismo es la primera fuente de riqueza de una economía, como la nuestra, enfocada al sector servicios. Más que por aquellas excusas ahorrativas iniciales, los cambios se mantienen fundamentalmente porque favorecen a la hostelería, el negocio hotelero y al turismo.

Hacer coincidir nuestros ritmos biológicos y los relojes internos con los ciclos de luz y oscuridad del día, cuyas alteraciones ocasionan trastornos en los hábitos alimenticios, los de sueño y descanso, y en la actividad que desarrollamos en función de ellos, no es tenido en cuenta en absoluto. Dos veces al año nos vemos sometidos a cambios horarios que nos obligan a cambiar conductas y hábitos biológicos. Y quienes más los sienten -y los sufren- son los ancianos y los niños, que continuamente han de aclimatarse a estos cambios horarios.

Como en todo, existen partidarios y detractores de un horario y otro. Si no se puede ya adoptar el huso horario que nos corresponde geográficamente, yo particularmente prefiero que se mantenga definitivamente, durante todo el año, el actual horario de invierno. Es cierto que oscurecerá más temprano, casi al término de la jornada laboral, pero también amanecerá más temprano, justo cuando emprendemos nuestras actividades cotidianas y los niños han de acudir a los colegios. Y en verano, cuando el sol derrite sin piedad el asfalto, la noche empezará antes a refrescar calles y casas, permitiéndonos disfrutar o descansar más cómodamente, sin estar empapados en sudor.  Y es que, a estas alturas de mi vida, estoy más a gusto sin tantos cambios y disfrutando del fresco antes que padeciendo calor. Será cuestión de edad.

jueves, 22 de octubre de 2020

Simpatía por la herejía

La herejía es una práctica condenada por el poder establecido, cualquier poder. Pero es en el ámbito religioso donde cobra toda su nefasta significación, porque era la acusación más recurrente para condenar al disidente de las normas o los dogmas al silencio, en el mejor de los casos, o la muerte. Todas las religiones, inevitablemente intolerantes al creerse únicas en la verdad, tienen manchadas de sangre las manos por castigar con la muerte a sus herejes. Desde Lutero, Calvino, Mahoma o la Inquisición católica, las grandes religiones monoteístas cargan con una negra historia de asesinatos y violencia inhumana a sus espaldas en nombre de Dios. A pesar de tanta violencia, nunca han podido acabar con los reiterados brotes de herejía que surgen entre sus fieles menos aborregados, entre quienes les daba por pensar además de creer. Son pensadores a contracorriente que desde joven han despertado mi fascinación. Me atraían por ser ejemplos de personas que pensaban por su cuenta y morían por sus ideas. Y me resultaba admirable ese afán por cuestionarlo todo, entre otras cosas, porque yo siempre he dudado de lo que se me ofrecía -normas, ideas, costumbres, disciplinas, etc.- como algo incuestionable e inmutable. Pero, en comparación con ellos, he tenido más suerte: mi actitud sólo me ha causado ser considerado un indisciplinado, no carne de hoguera.

Los que ponen en duda ideas preconcebidas, los que disienten de lo establecido, lo que discuten el pensamiento dominante, los que niegan argumentos de autoridad y los que someten a razón todo constructo humano suelen ser tachados de herejes. Sin embargo, son ellos, con sus dudas y sus críticas a las reglas y usos establecidos, los que hacen avanzar el pensamiento y las instituciones, los que traen la modernidad, la racionalidad y la justicia a los ámbitos donde faltaban. Y los que tenían razón frente al inmovilismo anquilosante de lo establecido. Muchos de ellos murieron por decir y mantener lo que pensaban, sin retractarse ante los ignorantes que los juzgaban y condenaban. El tiempo y la historia demostraron que los equivocados fueron los jueces y los dogmáticos, y que los disidentes eran los que alumbraron la verdad más limpia y acertada, aunque unos pocos de ellos participaran de la insolencia del soberbio. Hoy sabemos con certeza que la Tierra gira, como ha hecho siempre, alrededor del Sol, aunque la Iglesia haya condenado a Giordano Bruno a la hoguera por proclamarlo y afirmar que nuestro mundo no era el centro del Universo. Bruno murió porque no se retractó como hizo, años más tarde, Galileo Galilei (“Eppur si muove”) para salvar la vida.

Los herejes son los discrepantes con lo asumido ciegamente. Son rebeldes con lo dado, evidencian las contradicciones de lo que se nos ofrece como verdad. Son, en suma, los que hacen mejorar nuestros conocimientos con sus dudas y amplían nuestras visiones de la realidad. En absoluto representan un peligro, sino una oportunidad para repensarlo todo, para avanzar. Y hoy, en que estamos sometidos a la dictadura del pensamiento único y con el temor de expresar lo políticamente incorrecto, la presencia de herejes, en el más amplio de los sentidos, es más necesaria que nunca. En medio de la confusión que nos provoca la sobreinformación continua, los bulos malintencionados y las mentiras bien construidas, el pensamiento herético sirve de guía para iluminarnos y aclararnos las ideas, ayudándonos a ser críticos y desconfiados. A pensar, investigar y no dar nada por sentado.

Antonio Pau, un curioso jurista y escritor, acaba de publicar un interesante librito titulado Herejes (Editorial Trotta, 2020), en el que reseña las breves biografías de veintidós de ellos, junto a las ideas que mantuvieron y que provocaron sus condenas. Desde Marción de Sínope hasta Miguel Servet, pasando por Valentín el Gnóstico y el Maestro Eckhart, descubrimos los rasgos esenciales de esas personas que se alejaron de la ortodoxia por ser fieles a lo que pensaban con honradez y con el mejor de los propósitos: aproximarse racionalmente a la verdad. Conociendo sus vidas, nos percatamos que no era recomendable ser un hereje. Incluso hoy seguimos considerando a quien se aparta de lo establecido como un excéntrico que quiere distinguirse estando disconforme con todo. El prejuicio con el hereje se mantiene intacto, lo que hace aumentar mi admiración y simpatía por él.

miércoles, 21 de octubre de 2020

El crepúsculo en la mirada


Hace cerca de cinco años que me he jubilado. Con ello señalo que soy viejo, pero no anciano. Conservo ilusiones para afrontar algunos retos que tengo pendientes, pero reconozco que el cansancio -y hasta el aburrimiento- limitan mis fuerzas y expectativas. Ese fue el motivo por el que clausuré el blog Lienzo de Babel que mantenía activo y en constante actualización desde hacía más de diez años. Requería una dedicación permanente para cumplir con la periodicidad que me había impuesto desde el principio. Los asuntos que abordaba y las opiniones que exponía me resultaban redundantes, cada vez más reiterativas. Había llegado el momento de cambiar. Cambiar de formato y de enfoque. De un blog de actualidad que no rehuía ningún aspecto de la realidad (cultural, política, social) a una bitácora personal, más íntima y sosegada, que asume una visión del mundo y de sí misma desde el crepúsculo de la existencia, casi desde el último recodo del camino. Tal es el empeño de este nuevo diario que hoy inicia su recorrido en el espacio digital. Un blog con una mirada crepuscular de la vida y sus contradicciones, sinsentidos y asombros. Pero con el barniz de la experiencia que permite una percepción más comprensiva, sin las prisas de lo coyuntural, de cuanto apenas ofrece alguna novedad que sólo entusiasma a los desmemoriados o novatos incautos. Con tal propósito nace hoy esta “Mirada crepuscular”, orientada a exponer cómo ve antes que explicar lo que ve. A mirar hacia adentro más que hacia afuera. Y con más deseos de descubrirse y reconocer sus condicionantes que de explicar lo que incita su curiosidad descreída. Tal vez esto persiga un objetivo peregrino que no atraerá interés alguno. O tal vez no, y existan seguidores que valoren la sinceridad de esta mirada postrera con la que se observa lo que nos sucede y lo que somos. Esta es la propuesta.