martes, 21 de noviembre de 2023

La cara del rey

Pedro Sánchez, tras merecer la confianza por mayoría absoluta del Congreso de los Diputados para ser proclamado presidente del Gobierno, prometió ante el rey Felipe VI, en un acto celebrado en el Salón de Audiencias del Palacio de la Zarzuela, “cumplir con las obligaciones del cargo con lealtad al rey, guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado y mantener en secreto las deliberaciones del Consejo de Ministros”. 

Era la tercera vez, desde que promovió la moción de censura contra Mariano Rajoy en julio de 2018, que el líder socialista protagoniza este trámite protocolario sobre un ejemplar de la Carta Magna, asistido por la ministra de Justicia en funciones, Pilar Llop, como notaria mayor del Reino. Y del que fueron testigos la presidenta del Congreso, Francina Armengol; el presidente del Senado, Pedro Rollán; el del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido; y el del Consejo General del Poder Judicial por suplencia, Vicente Guilarte.

Aunque se trata de un acto de escasa duración, de poco más de dos minutos, indistinguible de los anteriores, esta vez destacó por un detalle que a nadie pasó inadvertido: el semblante excesivamente serio y circunspecto del rey. El monarca mantuvo una expresión de ceño fruncido desde que recibió a la presidenta del Congreso con la comunicación del resultado del proceso de investidura y durante el acto del juramento constitucional del presidente del Gobierno. Una expresión inédita, entre enfado y preocupación, que se presta a ser relacionada con alguna circunstancia que no parece ser de su agrado.

A falta de una explicación oficial, es plausible especular con que al rey le disgustase la elección de Sánchez como presidente del Gobierno. Si ese fuese el motivo, su gesto delataría una reacción inoportuna que contrasta con la que lució en enero de 2020, cuando la entonces presidenta del Parlamento, Meritxell Batet, le informó también que Sánchez había sido investido. ¿Qué le molesta, hoy, al rey para poner esa cara?

Ante la ausencia de aclaraciones fidedignas, y siguiendo el hilo argumental arriba expuesto, cabría suponer que el rey se sentiría contrariado con la concesión de una amnistía a quienes él mismo había amonestado de manera expresa, en alocución televisada en octubre de 2017, por el “inaceptable intento de secesión en una parte del territorio nacional”, en la que advirtió, además, que “es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional”.

Si tal fuera el caso, sería comprensible que Su Majestad se sintiera especialmente molesto con un Gobierno que nace llevándole la contraria y que, en cierto modo, premia a los que él recriminó por su conducta inaceptable y condenable. Un enfado comprensible pero injustificable, por cuanto, como Jefe de Estado de una monarquía parlamentaria, su función se limita a ejercer un papel moderador y tasado, en el que todos sus actos han de ser refrendados por el Gobierno. Mostrar disconformidad con una decisión gubernamental no cabe entre sus atribuciones  ni es acorde con una democracia que establece que la soberanía reside en la ciudadanía española, que es la que elige a quienes la gobernarán. De ahí que el rey reine, pero no le está permitido gobernar.

Con todo, lo más grave sería que el rictus facial del rey ponga en evidencia sus simpatías ideológicas, legítimas a título personal para depositar su voto secreto en unas elecciones, pero en modo alguno para insinuar públicamente sus preferencias políticas, coincidentes o no con los postulados o actuaciones de cualquier formación representada en el Parlamento. Al rey no se le está permitido evidenciar ni adoptar decisiones políticas. Si así lo hiciera, el régimen de España no sería una democracia, pues la soberanía popular dejaría de estar en el pueblo español sino en el rey, y el rey no es elegido. Es un símbolo, sin más, y así ha de comportarse: absoluta y escrupulosamente neutral.

Por eso la Constitución establece que el rey “no tiene responsabilidad” sobre lo que firma, incluido, si se le presentase, la futura ley de amnistía. Su función se limita a “sancionar las leyes con su firma”, puesto que esas leyes llevarán consigo el refrendo del cargo político competente y del Gobierno surgido de la voluntad popular.

Poner caras que denoten su estado anímico durante un acto oficial, más allá de las que diplomáticamente sean pertinentes y hasta aconsejables, no entra en su cometido como rey ni en el ejercicio profesional de su alta magistratura como Jefe de Estado. Esas caras han de reservase para el ámbito privado de su intimidad. A menos que, como sugiere Javier Aroca en un comentario publicado en elDiario.es, el rey sea incapaz de disimular una dolorosa situación, la del estreñimiento. En ese caso, tiene suerte Su Majestad de vivir en Madrid, la ciudad que dispone de la mejor fruta de España. Sería aconsejable que el rey coma fruta, como pregona Isabel Díaz Ayuso desde la galería de invitados del Congreso, porque la fibra de las frutas ayuda a evitar esa calamidad intestinal que le tuerce el rostro.  

viernes, 17 de noviembre de 2023

El damero de la investidura (y III)

Al fin se ha completado el damero. Había comenzado a completarse cuando Pedro Sánchez admitió por primera vez la amnistía en una reunión del Comité Federal del PSOE. Ha transcurrido algo más de un mes entre la investidura fracasada del candidato conservador  Alberto Núñez Feijóo y la exitosa del socialista. Tal ha sido el tiempo que ha necesitado este último para rellenar las casillas que le permitirían resolver el damero de su investidura. Pero no ha sido sin dificultades y obstáculos, como corresponde a la política de altura: negociar, ceder, exigir y pactar hasta lograr consensos.

El juego comenzaría el pasado 23 de julio, cuando el Partido Popular cosechó mayor número de votos en las elecciones, pero no consiguió ni los escaños suficientes ni los apoyos parlamentarios necesarios para formar gobierno de coalición con VOX. Tal imposibilidad permitiría al candidato del PSOE optar a la investidura, iniciando negociaciones y alcanzando acuerdos con las formaciones que no apoyaron al candidato conservador, haciendo depender su éxito al pacto con partidos nacionalistas e independentistas más pequeños, además de Sumar, que agrupa a Podemos y un rosario de formaciones izquierdistas.

Conforme sellaba pactos con todos esos partidos, aumentaba  el enfado de la derecha derrotada en las urnas que, con la excusa de la amnistía que se barruntaba, incendiaba las calles con manifestaciones, concentraciones y mítines. Una reacción exagerada y a veces violenta destinada a abortar la investidura del socialista con la finalidad de que se convoquen nuevas elecciones. Sólo en dos ocasiones se han tenido que repetir elecciones en España, en el período democrático, ante la imposibilidad de investir un candidato, y tal era el objetivo de las movilizaciones convocadas por el PP y Vox. Núñez Feijóo no dudó en expresarlo de manera meridiana: “no nos vamos a callar hasta que hablen las urnas”, haciendo caso omiso a que las urnas ya habían hablado, dando como resultado el rechazo a su investidura. Una reacción nacida de la frustración por no detentar el poder. Su enfado no era, pues, por la amnistía, sino por un poder se les vuelve a escapar. A las derechas les enerva que vuelva a gobernar Sánchez, como explicaba The Economist a sus 27 millones de lectores.

De este modo, las manifestaciones semanales por toda España y las concentraciones diarias frente a la sede madrileña del PSOE, muchas de las cuales acabaron en enfrentamientos violentos con la Policía, han servido de prolegómeno y acompañamiento al debate de investidura del candidato socialista, Pedro Sánchez, como presidente del Gobierno.  Un debate que arrancaba con el pacto previo suscrito por el PSOE con ERC, Junts per Catalunya (independentistas y nacionalistas catalanes), PNV (soberanista vasco) y CC (nacionalista canario) que garantizaba el éxito, por 179 votos, a la investidura del socialista. Había una enorme expectación ante el discurso de Sánchez por su promesa de promover una amnistía a los encausados del procés, es decir, a los autores (políticos, civiles, funcionarios) que promovieron un referéndum ilegal y una declaración fugaz de independencia en Cataluña, incumpliendo la legalidad, alterando la convivencia entre catalanes y el resto de España y deteriorando profundamente las relaciones políticas e institucionales entre aquella comunidad y el Estado.

Para las derechas la amnistía, en vez de ser contemplada como una medida excepcional para superar el profundo desencuentro que nunca debió de judicializarse y como una oportunidad para encauzar el problema territorial con Cataluña a través del diálogo, la negociación y la política, basados en el respeto a la legalidad y la Constitución, la apreciaban llanamente como una traición a la patria y una ruptura, una vez más, del país. Máxime cuando el pacto entre el PSOE y Junts incorpora el término lawfare (persecución judicial), referido a las comisiones parlamentarias que prevé sobre los casos `Pegasus¨ (escuchas telefónicas a políticos catalanes e, incluso, al presidente del Gobierno) y el denominado  `policía patriótica´ (utilización de la policía durante los gobiernos de Mariano Rajoy para criminalizar a políticos catalanes, entre otros), pero que nada tiene que ver con controles parlamentarios sobre decisiones judiciales. Las derechas ven en la amnistía una extinción del Estado de Derecho y un ataque a la igualdad de todos ante la ley. Esta crítica se ha visto acompañada por toda clase de políticos conservadores, togados corporativistas y demás partidarios del enardecimiento callejero por cualquier motivo. Es sorprendente que jueces y magistrados se concentren exigiendo la independencia del Poder Judicial en protesta por una iniciativa política del Poder Ejecutivo, que se coinvertirá en ley de acuerdo con el procedimiento legal del Poder Legislativo. Tal es el batiburrillo que las derechas han organizado en las calles.      

Descontado, por los acuerdos previos, el éxito de la investidura, lo que más expectación suscitaba del debate eran las explicaciones y argumentos que ofrecería el candidato sobre la cuestión que más recelos y críticas ha generado y que ha polarizado a buena parte de la sociedad: la amnistía. Pero en la primera sesión, de once horas de duración, Pedro Sánchez defraudó. La amnistía sería abordada fugazmente y sin convicción. Se limitó a ofrecer dos razones, a su juicio, nacidas de una necesidad convertida en virtud: atender el resultado de las urnas, que otorgaron mayoría a un gobierno progresista  frente a otro sostenido por la extrema derecha.  Y en la conveniencia de apostar por la convivencia y el cierre de heridas, gracias al perdón de la medida de gracia, para finalizar la situación anómala de la representación política en Cataluña, donde cerca de la mitad de la población respaldó las iniciativas ilegales promovidas por los independentistas. Que estos pacten, a partir de ahora, la defensa de sus ideas con sujeción a las leyes y dentro del marco de la Constitución, comprometiéndose con la gobernabilidad del país y renunciando a la unilateralidad, es una medida que medios como Finanfcial Times, The Econoimist o The Guardian, relevantes en sectores económicos moderados y liberales, estiman muy positivo para resolver el conflicto.  

Sin embargo, esas razones no convencieron ni al PP ni a Junts, tampoco, por supuesto, a Vox. El primero exhibió su rechazo frontal al próximo Gobierno de Sánchez y a la ley de amnistía. Y el segundo expresó las dudas que le merecían lo expuesto por el candidato durante su intervención. Núñez Feijóo avisó de emprender una batalla contra la amnistía en todos los frentes, incluyendo el filibusterismo en el Senado. Acusó al presidente del Gobierno en funciones de cometer “fraude electoral” y “corrupción política”, a cambio de ambiciones personales,  por impulsar una medida que no figuraba en su programa electoral. Y se erigió defensor de esa España supuestamente  humillada y traicionada por el candidato socialista. Al menos reconoció, después de que  el candidato le enumerase las veces que la derecha ha esgrimido la amenaza de ruptura de España cuando la izquierda asume el poder. que la mayoría parlamentaria que sustentará al Ejecutivo es legítima, aunque esos votos, añadió inmediatamente, no los consiguió limpiamente, “sino que los ha comprado firmando cheques que pagarán todos los españoles”.  La extrema derecha, por su parte, calificó al futuro Gobierno de Sánchez de ilegal y comparó al candidato con Hitler: “Hitler también llegó al poder mediante elecciones y después maniobró para liquidar la democracia”. Y acusó a Sánchez de preparar un golpe de Estado en connivencia con las minorías separatistas. La presidenta del Congreso le conminó a rechazar las alusiones antidemocráticas y, al negarse el portavoz, ordenó que se retiraran del diario de sesiones. Tras la furibunda intervención de su líder, los integrantes de Vox abandonaron sus escaños y no esperaron siquiera la respuesta del candidato.

Pero quien se mostró más contrariada con los mensajes de Sánchez, que consideraba como un perdón a la medida de gracia para los autores del procés, fue la portavoz de Junts per Catalunya, Miriam Nogueras. Esta le recordó al candidato desde la tribuna que el pacto suscrito entre PSOE y Junts no era para iniciar ningún diálogo, sino para entablar negociaciones de igual a igual, como dos naciones, para resolver un conflicto político. Y que si no se cumplían todos los acuerdos firmados, la legislatura no estaría garantizada. Por unos instantes,  los votos de Junts para la investidura parecieron estar en el aire, y de hecho se celebraron reuniones por los pasillos del hemiciclo para restablecer la confianza. La portavoz reclamó a Sánchez el compromiso de cumplir las 1.486 palabras firmadas en el pacto de Bruselas, cosa que hizo Sánchez en su respuesta.

Con los apoyos garantizados, a pesar de las desconfianzas y las dudas, el candidato sólo tuvo que esperar la votación nominal de los 350 miembros del Congreso de los Diputados, que le nombraron presidente por mayoría absoluta, con 179 votos a favor y 171 en contra. Era la tercera vez que el líder socialista ganaba una investidura, iniciando una legislatura que se espera complicada y en tensión. El damero, al fin, se había completado.

viernes, 10 de noviembre de 2023

Seguimos para bingo

Con la frase del título no me refiero (solo) al juego que es tan popular en España, en especial entre quienes tienen edad de pasar las tardes perdiendo tiempo en sus salas de juego. Pero hago analogía del mismo para comparar lo que nos jugamos todos por el mero hecho de nacer. La vida es una especie de bingo que nos dispone estar al capricho de la arbitrariedad de lo que nos suceda hasta completar nuestra particular cartilla. Yo ya he conseguido línea, con la que he alcanzado el triunfo de la jubilación, y sigo para bingo, aguardando la suerte que me depare la bolita vital. Pero en el bingo de la vida todos conseguimos, tarde o temprano, completar nuestra cartilla. La gracia del juego consiste en demorar lo máximo posible ese bingo con el que ganamos el premio de la guadaña: la vida eterna en la nada. Yo sigo para bingo, confiando en que la próxima bolita le sirva a otro para completar su cartilla. Mientras tanto, ¡llene aquí, maestro!  

domingo, 5 de noviembre de 2023

Ni católico ni monárquico

Espero no espantar a nadie si admito que no soy católico (y de ninguna otra religión) ni monárquico. Pertenecer a ellas por tradición o costumbre –como suele la mayoría de sus acólitos- me parece ilógico y acomodaticio. Soy arisco a ambas sectas por personal elección racional. He de reconocer, no obstante, que mis padres me prestaron ayuda, pues no corrieron a bautizarme hasta que yo fuera capaz de tener una opinión al respecto. Y, evidentemente, elegí no hacerlo. Pero la elección de la monarquía no ha estado a mi alcance ni a la de nadie, pues nos la incluyeron de manera inseparable, como los suplementos dominicales de los periódicos,  con la Constitución. Ello no obsta para que siga prefiriendo la república a una monarquía.

Porque, por un parte, para mí, creer en un ser sobrenatural y eterno que, en función de mandamientos y normas sospechosamente humanos, nos impone una tutela moral a nuestras vidas más allá de cualquier consideración ética del bien y del mal, me parece de un infantilismo supino, más propio de supersticiosos y miedosos de la soledad ontológica que producto de un razonamiento crítico.

Y por otra, pienso que la máxima representación del Estado de un país civilizado –un símbolo convenido en democracia- recaiga por herencia  en el linaje de una familia determinada, me resulta no sólo ingenuo sino un arcaísmo que se arrastra desde cuando considerábamos, por ignorancia o fantasías de poder, que los reyes eran encarnaciones de los dioses. Por todo ello, no creo ni en dios ni en el rey. Es más, desconfío de religiones y de coronas inviolables y sucesorias, por muy parlamentarias que sean estas últimas.

Dicho lo cual, creo que, desde esa percepción externa carente de vínculos afectivos o tradicionalistas, podría aportar algún comentario, tal vez menos subjetivo que el de los acólitos aludidos, acerca de la curiosa coincidencia temporal y espacial (aquí y ahora) que se ha producido hace unos días con la presentación del informe del Defensor del Pueblo sobre la pederastia en el seno de la Iglesia Católica de nuestro país y el juramento (que no promesa, que sería lo correcto en un acto civil y no religioso) de la Constitución, realizado por la heredera al trono de España, la princesa Leonor de Borbón Ortiz.

Son dos hechos distintos, pero no distantes ni nimios, que afectan a los símbolos de los poderes, divino y terrenal, que aun subyugan nuestra convivencia como comunidad supuestamente libre y democrática. Aparte de rituales y anécdotas, la monarquía y la iglesia son instituciones atávicas que han controlado -y controlan- a veces con hierro y otras con guantes de seda, los destinos de los españoles desde hace siglos, incluido el largo paréntesis de la dictadura, de la que la iglesia formó parte imprescindible para ahormar el espíritu religioso e ideológico de varias generaciones de españoles, y de la también emanó, por capricho arbitrario del dictador, la restauración de la actual dinastía borbónica que reina España, con la bendición "a posteriori" de la Constitución. De ahí que no sorprendan esos cuatro minutos de aplausos que dedicaron sus señorías parlamentarias al discurso de la princesa.

Ha sido un hollywoodense espectáculo de márketing, con salva de cañonazos, paseos en Rolls Royce, calles llenas de banderolas en las farolas, pantallas de televisión gigantescas en plazas madrileñas, reparto gratis de pastelitos con los colores de la enseña de España y empalagosos reportajes de televisión y prensa, la soporífera ceremonia de juramento a la Constitución de la princesa Leonor al cumplir 18 años, su mayoría de edad. Se alimentaba así, entronizándola como heredera al trono y a la futura Jefatura del Estado, la añoranza de una institución obsoleta que ha perdido casi todo el prestigio que consiguió cuando el rey Juan Carlos I hizo lo que tenía que hacer, apoyar la legalidad constitucional frente al golpe de Estado del teniente coronel Tejero, pero que ese mismo rey, ahora exiliado en una monarquía "hermana" árabe, dilapidó con sus desmanes personales y económicos.

Aunque quisiéramos, es un régimen del que no podemos libranos democráticamente porque nos está vedado gracias a la práctica imposibilidad de modificar la Constitución. En vez de votar un Jefe de Estado en unas elecciones o destituirlo en virtud de un proceso parlamentario, los españoles "disfrutamos" de una monarquía que solo tiene dos salidas: la abdicación o el derrocamiento, ninguna de ellas por decisión soberana del pueblo en las urnas. Mientras tanto, los ciudadanos hemos de asumir como elementos intrínsecos de la institución los privilegios que rodean a la familia real, las desigualdades que entraña y los insoportables cultos a la personalidad del monarca y su prole, como el que se ha producido con el acto de la princesa Leonor. ¿Todavía alguien estima más conveniente la monarquía que una república? ¿Qué miedos nos han inoculado para creer tal cosa?

Pero si el poder terrenal es motivo de desconfianza, el "divino", representado y ejercido por la Iglesia, no es más tranquilizador. Y entre los muchos miedos que genera la iglesia, católica en este caso, figura no el de arder en el infierno sino el daño físico y psíquico que causa en los niños, criaturas indefensas y vulnerables que son víctimas de pederastia cuando se acercan con ingenuidad e inocencia a las sotanas de algunos de sus pastores. Un daño que, por otra parte, siempre se ha sospechado o sabido y nunca denunciado, pero que a raíz de un informe del Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, realizado por encargo de las Cortes Generales, se ha podido conocer, cuantificar y señalar responsabilidades.

El amplio informe, fruto de un trabajo no exento de obstrucción y opacidad por parte de muchas diócesis, recopila los abusos que se produjeron entre los años 60 y 90 del siglo pasado en el ámbito religioso, lo que permite hacer una extrapolación estadística y sociológica que arroja un resultado de más de 400.000 víctimas de agresiones sexuales en el seno de la Iglesia Católica española, casi el uno por ciento de la población total. Pero la jerarquía eclesial, lejos de asumir el resultado del informe, con el cinismo con el que siempre ha procurado ocultar estos hechos acaecidos en su seno, ha intentado ahora minimizarlos y "contextualizarlos" con los producidos en otros ámbitos, como si eso restara gravedad y responsabilidad a lo sucedido tras los muros de las iglesias, parroquias, colegios religiosos, seminarios, etc.

Sin embargo, los datos revelan, para sonrojo de feligreses y ateos, que la Iglesia Católica española encabeza las iglesias del orbe católico en las que los depredadores sexuales de niños vestían hábitos religiosos y tenían colgados crucifijos del pecho. Y en la que era común encubrir a estos pederastas trasladándolos de parroquia o diócesis para negar los hechos. La propia iglesia cometía, de este modo, un doble pecado: el de encubrimiento y el de complicidad, que se añadían a la crueldad que se perpetraba en sus templos y demás espacios e instituciones dependientes de la Iglesia Católica de nuestro país.

La hipocresía exhibida por la Conferencia Episcopal ha sido inmensa, a la hora de valorar el alcance de un problema que, en cualquier otro ámbito, hubiera acarreado importantes consecuencias penales y sociales. Y la ha mostrado porque, como entidad privada que disfruta de enormes privilegios, trata de eludir su responsabilidad, negar reparación a las víctimas y ser reacia a pedir perdón de modo sincero y honesto. Una actitud sorprendente, pues, aunque sea sabido que este asunto de la pederastia en la Iglesia Católica es global y en cada país se ha abordado y tratado de forma desigual, la resistencia de la jerarquía eclesial española no tiene comparación con la reacción que ha tenido en otros países. Hasta el Papa se ha visto obligado a convocar a los obispos españoles a una reunión extraordinaria en el Vaticano, prevista para finales de noviembre. Si bien el objeto de la misma es abordar la inspección de los seminarios en España, no pasa desapercibido que se produce en el contexto de la investigación de los abusos a menores en la iglesia.

Está visto que, por mucho que lo nieguen, el reino de las religiones -de todas ellas- está en este mundo, donde cometen los mismos abusos y atropellos que cualquier otro poder, aunque se escuden en las aspiraciones espirituales y morales con las que intentan adoctrinar a creyentes y no creyentes. Miedo me dan. Pero, con todo, todavía no sé de qué desconfío más: si de las religiones o de las monarquías. Mirándolo bien, asemejan idéntico tinglado. Es para pensárselo un rato, ¿no creen?