viernes, 27 de noviembre de 2020

La muerte de un futbolista

Acaba de fallecer un renombrado futbolista y medio mundo llora su desaparición. Su fama se extendía por todos los países donde ese deporte mueve multitudes, como Italia, España, Brasil y, naturalmente, su propio país, Argentina, donde colas kilométricas de paisanos se formaron frente al Palacio presidencial, La Casa Rosada en la que instaló su féretro, para tributar un último homenaje al jugador. Un gentío enfervorizado desbordó el perímetro policial y asaltó el Palacio, obligando a trasladar el ataúd hasta otro lugar más seguro. La gente quería despedirse del Maradona que recordaban cuando sus gestas con el balón hacían bramar de admiración a los estadios. Querían despedirse de un recuerdo ya mitificado. Algo lógico entre los amantes del fútbol y del personaje en cuestión, cuya trascendencia sobrepasaba su indiscutible talento deportivo.

Pero de ahí a dedicar a esta noticia toda la duración de un Telediario es excesivo. Máxime si se trata de una televisión pública, de ámbito nacional y generalista. La lucha por la audiencia genera este tipo de comportamientos en los medios de comunicación, independientemente de la titularidad privada o pública de los mismos. Compiten como si todos estuvieran obligados a generar beneficios, cosa que sorprende en las cadenas que se financian con los impuestos de todos los españoles y cuya finalidad fundamental es prestar un servicio público, también en sus espacios de noticias, mediante una información veraz, diversa, equilibrada y de interés general, sin que esté supeditada a la rentabilidad inmediata o la demanda de moda. Que la televisión pública reproduzca la estrategia mediática de las privadas, elaborando reportajes espectaculares sobre acontecimientos que merecen una mera referencia en el bloque pertinente, tal vez la referencia más notable en su sección, es cuando menos preocupante, por lo que supone de tendencia por la cantidad y superfluo en vez de por la calidad en lo relevante para la sociedad en su conjunto, que debería constituir el objetivo de unos medios públicos de comunicación.

Es indudable que la trayectoria del futbolista muerto despierta el interés de la audiencia por la significancia y trascendencia que ha supuesto para este deporte, pero que, en su conducta personal, aparte de la deportiva, no representa ningún ejemplo ni para los seguidores del fútbol ni para los jóvenes que buscan en la práctica deportiva una meta para sus proyectos de vida. Mitificar a un personaje hasta convertirlo en leyenda, obviando los aspectos cuestionables de su conducta, es validar un comportamiento no aconsejable ante quienes buscan modelos a seguir. Que Maradona haya surgido de los arrabales, dotado con una habilidad especial desde niño para jugar al fútbol, hasta encumbrarse como una figura excepcional en ese deporte, sin saber administrar el éxito conseguido para dedicarse a los excesos de droga y alcohol con los que desperdició su don, no engrandece su figura ni genera motivos para el culto a su personalidad. Mayor interés mediático, al menos para los medios públicos, debería representar la historia de esfuerzos y lucha que muchos niños, en la misma Latinoamérica del futbolista fallecido, hacen para acceder a la educación y la cultura, por emanciparse de la pobreza y el analfabetismo a que estaban destinados por su origen, sin sucumbir al atajo fácil del juego callejero o, lo que es peor, la delincuencia, el alcoholismo y las drogas. Ello es algo que debería tener en cuenta todo medio de titularidad pública. Ya que, por muchos seguidores que atraiga el fútbol, deporte que desata pasiones, el que ha muerto ha sido un futbolista, muy famoso, es cierto, pero no el descubridor de la buscada vacuna contra la Covid, por ejemplo.

Es preocupante que desde los medios de comunicación, especialmente desde los de titularidad pública, se contribuya al enardecimiento de actitudes que valoran lo popular frente a lo importante, lo relacionado con el entretenimiento frente a los problemas reales que nos agobian, por un mero afán de competición comercial. El tratamiento informativo del fallecimiento del jugador argentino es, a todas luces, desproporcionado para una televisión pública, puesto que el hecho, más allá de su significancia deportiva, resulta irrelevante para la formación de una opinión pública sobre lo que nos sucede como sociedad. Supone la prestación de un mal servicio público, lo que incumple la función u objeto de los medios de carácter público.

Es triste que haya muerto un futbolista que hizo historia en ese deporte, pero más lamentable es la utilización de ese suceso como coartada emocional en la estrategia comercial por la publicidad en unos medios de comunicación de masas que se definen como serios y son de financiación pública. En vez de diferenciarse de la ordinariez televisiva, Televisión Española ha preferido compartir la misma tendencia de manera espectacular. Así no gana credibilidad ni consigue ser identificada con un medio serio y de calidad. Una pena en tanto en cuanto la sufragamos entre todos.      

lunes, 23 de noviembre de 2020

Desconciertos

La inmediata actualidad, una redundancia porque la actualidad siempre es inmediata, no deja de depararnos motivos para el desconcierto. Los hechos que nos presenta provocan más confusión y desconfianza que certidumbres y seguridad. Nos mantienen en vilo a la espera de alguna “verdad” que no sea discutida, que no cause recelo y no sirva para la confrontación y la polarización de la sociedad. Llevamos en esta situación de desconcierto y desesperanza demasiado tiempo, aunque últimamente con mayor intensidad que nunca.

Es cierto que vivimos unos tiempos de excepcionalidad por causa de una pandemia que jamás antes en nuestra historia reciente habíamos conocido. Pero, en vez de permanecer unidos en la lucha contra ese enemigo invisible y letal (más de un millón de contagios y 50 mil muertos), siguiendo las directrices de gobiernos que recaban el asesoramiento de expertos y de la ciencia, nos dedicamos a utilizar el problema, que afecta a la salud de toda la población y a la economía del país en su conjunto, para exhibir nuestras diferencias, cuestionar las iniciativas y desobedecer las recomendaciones con las que no estamos de acuerdo. Todo lo cual provoca tal estado de ansiedad e incredulidad que la gente se vuelve insegura y desconfiada. No sabe a quién creer ni qué hacer sin tener la sensación de que la están engañando o que, por lo menos, no le cuentan toda la verdad. Los mal pensados -¿acaso equivocados?- consideran, incluso, que están siendo utilizados con fines torticeros de intencionalidad política.

Y es que, entre las directrices de unos y las contramedidas de otros, el espectáculo que ofrece esta confrontación entre administraciones es, cuando menos, de asombro. La vergüenza y el desconcierto que generan la discusión y el incumplimiento de normas adoptadas para frenar las altísimas tasas de transmisión en determinados territorios es inaudito. Si no fuera porque lo que está en juego es la salud, cuando no la vida, de los ciudadanos, sería para refugiarse en la desafección y la indiferencia de quienes parecen buscar sólo un provecho partidista del mayor reto que afronta la salud pública en nuestro país. Por eso resulta increíble que la comunidad de Madrid, la que mayor índice de contagios por cada cien mil habitantes ha registrado hasta hace poco, consiga ahora una súbita mejoría que hace descender sus cifras de manera espectacular, a pesar de que los negocios de hostelería no han seguido las indicaciones sanitarias que con mayor rigor acatan las demás comunidades. ¿Acaso los expertos que asesoran al gobierno regional disponen de mayor y mejor información que los de la OMS, el resto de Europa y el Ministerio de Sanidad? Es desconcertante.

Como también es desconcertante que la regulación legal de la educación en España siga siendo materia de enfrentamiento ideológico, nunca objeto de un consenso estatal para fijar definitivamente la mejor educación de niños y jóvenes, a fin de garantizar una óptima preparación a la generación que deberá sustituirnos, de la que dependerá el futuro de nuestro país. Pues no, cada cambio de color en el Ejecutivo supone una nueva ley de educación, y para peor. Ya el principal partido de la oposición ha anunciado que, cuando acceda al gobierno, revocará la ley que acaba de aprobar el Parlamento. Así no hay manera ni formación ni progreso. Seguiremos siendo un país de servicios que desperdicia su talento en servir copas, hacer camas y pegar ladrillos, sin interés por la ciencia, la investigación, los idiomas y el emprendimiento. Tal vez sea lo que se proponen los que diseñan los planes educativos, para que los futuros votantes no se interesen por exigir responsabilidades. Causa pavor.

Casi tanto como la diatriba generada para aprobar unos presupuestos que son imprescindibles para la gobernanza y la gestión de nuestro país. No importa que llevemos tres años con unas cuentas prorrogadas que ya no son válidas para afrontar los retos, máxime en una situación de excepcionalidad como la que estamos sufriendo, a que nos enfrentamos hoy y cara a los próximos años. Nos jugamos nuestro papel como nación en Europa y en el mundo. Pero no disponemos de estadistas con capacidad de actuar de cara al futuro, sino de politiquillos que ejercen en función de sus intereses del presente, incapaces de subordinar sus avaricias al interés general. Y lo peor es que no se vislumbra a nadie en el ruedo político con semejante generosidad y altura de miras. Porque si los que hay no defienden siquiera, sin maniqueísmos, el sacrosanto derecho a la salud de todos en plena amenaza de un patógeno sumamente contagioso, todavía menos hallaremos que velen por la viabilidad presupuestaria del país y el respeto a la democracia y sus instituciones. Escasean políticos que sean honestos con los ciudadanos a los que dicen representar. Tal es la razón por la que ningún partido se presta a priorizar los puntos de acuerdo, en pos de un bien superior, en vez de parapetarse tras vetos que magnifican los de desacuerdo. Exigen todo o nada, y así no hay manera de construir ni avanzar. Así no se hace país, por muy patriota que uno se declare. Es desconcertante.

Pero el mayor desconcierto lo provoca el atrincheramiento de Donald Trump en la Casa Blanca, quien se niega reconocer su derrota electoral. Lo increíble es que, como excusa, esgrime un supuesto fraude electoral y trampas en las votaciones, como si USA fuera un república bananera. Ninguna de sus graves acusaciones se basa en pruebas fehacientes, a pesar de que un ejército de abogados a su servicio presente impugnaciones en aquellos estados cuyos votos podrían revertir un resultado que le es adverso. Ni en Michigan, Georgia, Nevada, Arizona, Wisconsin y Pensilvania ha logrado que el recuento de votos le proporcione la victoria que le ha sido negada. En ese último estado, el juez federal que ha fallado contra sus alegaciones, a pesar de ser republicano, no ha podido evitar señalar en su escrito que éstas se basaban en “argumentos legales torcidos sin mérito y acusaciones especulativas” para construir un argumentario que es “como el monstruo de Frankenstein”. Mientras tanto, Trump no ceja en destruir la confianza en la democracia norteamericana y el prestigio de sus instituciones, insinuando todo tipo de manipulaciones, fraudes y trampas que le arrebatan su victoria. No liga su permanencia en el cargo al número de votos, a la voluntad popular, sino a su intuición y al engreimiento patológico que padece. Por ello saldrá de la Casa Blanca tal como gobernó: con soberbia, desconsideración, infantilismo, intolerancia y mediocridad intelectual. Deja una sociedad polarizada, dividida, más desigual y abandonada a su suerte frente a una crisis sanitaria que ha causado más muertes que la guerra de Vietnam. Si desconcertante fue su elección, mayor lo es su salida del poder. Aunque sabiendo las causas que tiene pendiente con la Justicia, no es de extrañar que se aferre con los dientes a un cargo que le proporciona inmunidad.

La actualidad, pues, se empeña en ofrecernos un panorama que provoca una fuerte sensación de desconcierto. Lo cual es muy preocupante y da miedo.           

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Premio al poeta de las desgarraduras

Francisco Brines, poeta modesto, nada pretencioso, perteneciente a la generación de los cincuenta del siglo pasado, acaba de ser galardonado con el premio Miguel de Cervantes, el más importante de la literatura castellana, en su 46º edición. Se trata de un premio merecido para un poeta que no busca el reconocimiento de los demás, sino descubrir la pasión de la vida, desde la propia biografía, con su fugacidad y degradación, que incluye la inutilidad última de la pasión, pero también la belleza, el amor y los aspectos sensuales y eróticos en que la pasión se expresa en plenitud. El rememorar elegíaco de Brines se transforma en un “amor profundo a la vida”.

Comencé a leer la poesía de Francisco Brines a finales de los ochenta, cuando adquirí su poemario El otoño de las rosas, aquel que lo convirtió, como dijo Carlos Barral, en “un clásico vivo”.  Quedé subyugado, me conmovió profundamente. Acudí a una presentación que hizo en Sevilla en el salón de actos de una caja de ahorros en la calle Martín Villa. Me impactó escucharlo en persona no sólo por la hondura de los versos que escuchamos de sus propios labios, sino por la timidez, sencillez y honestidad que irradiaba, que denotaban a un ser nada pretencioso ni fatuo.

Brines canta a la pasión desde la desolación, desde las desgarraduras de un sentimiento de frustración que huye del idealismo trascendente para aferrarse a la experiencia sensible, como describe Juan Carlos Abril en su edición del Jardín nublado briniano. Entre esa experiencia vital y la reflexión ética, con la que formula una construcción pagana, alejada de todo contagio religioso, discurre la poesía del flamante premio Cervantes, en la que el amor, el fracaso, las heridas, la soledad, la condición inesquivable del tiempo que acota esa quimera hecha de plenitud y vacío que llamamos ser humano, forman parte de sus motivos más recurrentes.

Este premio, uno más, concedido cuando Brines, delicado de salud pero mentalmente lúcido, alcanza los 88 años de edad, le fue otorgado por ser el poeta que “más ha ahondado en la experiencia del ser humano individual frente a la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital”. De hecho, sigue trabajando en un nuevo libro titulado “Donde muere la muerte”, en el que posiblemente volverá a exponer su artesanía poética sobre la aventura efímera de la vida que es el hombre. Pero su epitafio ya nos lo dejó escrito en “Mi resumen”*:

“Como si nada hubiera sucedido”

.Ese es el resumen

y está en él mi epitafio.

 Habla mi nada al vivo

y él se asoma a un espejo

que no refleja a nadie.       

 

*: Último poema de Jardín nublado, de Francisco Brines, edición de Juan Carlos Abril. Colección La cruz del sur, antologías, de la editorial Pre-Textos. Valencia, 2016.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Envejecer

Envejecer es alcanzar una edad en la que se sufren limitaciones, amputaciones y putrefacciones que deterioran el organismo y son repudiadas por la mente. Si no es la artrosis o la sordera, son extirpaciones diversas, problemas de visión, pérdidas dentales, quebrantos viscerales u olores nauseabundos que emanan con los efluvios líquidos, sólidos o gaseosos de nuestros desechos orgánicos, cada vez más agrios. Es desagradable llegar a viejo, aunque sea una fortuna conseguirlo cuanto tantos no han podido superar la prueba inesquivable del tiempo. Pero cuando se es consciente de alcanzar una edad provecta, no logras aceptar de buen grado la decrepitud que trae consigo, la humillación que acarrea (como sentenciara Wagensberg: “Vivir envejece, envejecer humilla y la mayor humillación es morirse”), porque tu mente se aferra a una imagen de ti de tiempos dominados por el vigor, cuando podías correr, pensar con lucidez, vivir deprisa o contener la orina, sin echar cuenta de ello y sin esfuerzo alguno más que el de la simple voluntad.

La vejez, con su continua caída hacia el deterioro físico y psíquico, es el preludio de esa fatalidad siempre inesperada, poco deseada, que es desaparecer para siempre del mundo, como si no hubieras existido nunca. Llegar a viejo es una achacosa venganza contra esos burócratas que cuantifican la sostenibilidad de la supervivencia para el sistema económico y social, con pretensión de que cada vida sea siempre rentable. Pero es un triunfo que soportas como si fuera una condena que el cuerpo se encarga cada día de recordar, con quejumbres y fatigas, al prohibirte muchas de aquellas rutinas y apetitos que hacían brillar tus ojos.

Envejecer es recordar lo que fuimos, demorando con inquietante paciencia el último acto, restándole todo dramatismo y trascendencia, mientras se apura la compañía y los afectos que nos ha deparado nuestro paso por el “mar, que es el vivir”, según verso de Jorge Manrique.    

viernes, 13 de noviembre de 2020

Pieles a la basura

Esta imagen es la muestra más contundente del deprecio humano por los animales. Si no sirven, se sacrifican y tiran a la basura. Y si enferman y ya no valen para lo que se criaron, se les incinera por representar un peligro de transmitir enfermedades. Es lo que se hace con todas las especies animales que utilizamos para aprovecharnos de ellas, sea para divertirnos, como los toros de lidia, alimentarnos, como los pollos o los cerdos, o para presumir, como estos visones de piel tan pulcra y cotizada. 

Los de la imagen se contagiaron del virus que actualmente mantiene al mundo en vilo y, por tal motivo, fueron condenados. Ya estaban condenados de antemano para arrancarles su apreciado pelo, y sometidos a una vida enjaulada que es mucho más cruel y angustiosa que los confinamientos con que los humanos combatimos la pandemia. Para ellos no existe vacuna que valga ni ninguna cuarentena que algún biólogo, estudiante de estos mamíferos, pudiera descubrir válida para preservar sus vidas. Simplemente sucumben ante las leyes del mercado. Si representan un gasto y no son rentables, se eliminan como cualquier mercancía. Que sean seres vivos es sólo una particularidad indiferente al sistema mercantil. Al final, van al exterminio. Sus estimadas pieles, a la basura. ¡Pobres animales! ¡Y que imagen tan contundente de nuestro insensible desprecio por todo lo que no nos depare ganancias, es decir, dinero!  

martes, 10 de noviembre de 2020

Lo bueno y malo de lo cotidiano

Los días transcurren como la vida, con momentos buenos y momentos malos, aunque la mayoría sean grises, inocuos y vacíos, que no dejan ningún recuerdo malo ni bueno. Pero a veces amanecen días que son una explosión de lo bueno y lo malo, todo a la vez, como el de ayer. Ayer celebrábamos la victoria en EE UU del candidato demócrata Joe Biden, quien ya anuncia sus primeras medidas cuando asuma la presidencia: volver al acuerdo de París contra el cambio climático, revisar las políticas de Trump contra la inmigración ilegal (el acto, no la persona, porque quien no tiene “papeles” no es ilegal sino una persona con todos sus derechos), recuperar el diálogo multilateral y gobernar para todos los norteamericanos (lo que significa para todo el mundo), sin el sectarismo (ni los aranceles) del infame presidente maníaco, que se niega aceptar su derrota, creyéndose un iluminado. Todo esto es bueno: supone un soplo de sensatez.

También es bueno que los herederos consanguíneos del sanguinario dictador Francisco Franco se vean obligados por la Justicia a abandonar el palacete del pazo de Meirás, en Galicia, de donde era oriundo. Aquella propiedad, fruto de un chantaje económico al pueblo tras la Guerra Civil para obsequiar al general sublevado, pertenece a Patrimonio Nacional, es decir, al Estado, es decir, a todos los españoles. Pero como pretendían apropiarse de las obras de arte saqueadas que ocultaba en su interior, extraídas de hasta la Catedral de Santiago de Compostela, la Justicia, otra vez, ha tenido que paralizar la mudanza hasta que se elabore el inventario de tales bienes y se esclarezca la propiedad de cada objeto. Es otra noticia buena: impedir que los saqueadores sigan apropiándose de lo ajeno, ese auténtico botín de guerra y de una postguerra de cuarenta años. Seguían considerando que la “finca” (España) era del abuelo.

Y como no hay dos sin tres, también ha venido a sumar como positivo que la multinacional farmacéutica Pfizer anunciase que las pruebas de la vacuna contra la Covid-19 que está elaborando, y que se encuentra en la última fase de ensayos, ofrecen datos sumamente esperanzadores. La inmunidad que induce la vacuna es de un noventa por ciento, tras administrarse dos dosis en el plazo de 21 días. Y anuncia que, si consigue la homologación de las autoridades de Sanidad, para finales de año estará en condiciones de fabricar millones de unidades de una vacuna capaz de combatir la pandemia. Para una población confinada al borde de la desesperación, esta noticia es recibida como una luz al final de esta pesadilla. Tanta ha sido la alegría general que la Bolsa de Valores española subió más de un ocho por ciento, sobre todo en acciones de empresas relacionadas con el turismo, como las del transporte aéreo y el sector hotelero. Otro buen dato, sin duda, aunque para unos signifique pingues beneficios y para otros, mejores expectativas de vida. Hay que alegrarse, en todo caso. Nada es gratis. Tampoco vivir.

Pero lo bueno se alternó con lo malo. Esa tenue esperanza por una futura vacuna no ocultó que la segunda oleada de la pandemia está provocando que los contagios y las muertes vuelvan a multiplicarse de manera incontrolada. Los registros diarios del avance de la enfermedad no dejan de crecer, poniendo a los hospitales en una situación límite, cercana al colapso de sus unidades de cuidados intensivos. Y, otra vez, son los mayores, los ancianos residentes en asilos, los que pagan el peor precio: pierden la vida no sólo a causa de un virus para ellos letal, sino por la falta de medidas eficaces para mantenerlo a raya en espacios donde la vulnerabilidad de las personas es un peligro de sobra conocido. ¿Qué se ha hecho desde marzo, cuando se reconoció el azote del coronavirus, hasta hoy? Lo que se ha hecho ha sido insuficiente y mal coordinado, útil sólo para la confrontación política, no para reforzar la salud pública. Es cierto que ya no faltan respiradores ni equipos de protección y mascarillas, pero seguimos sin la dotación en recursos humanos necesaria en hospitales y centros de atención primaria, sin los rastreadores precisos para delimitar la cadena de contagios y supervisar el seguimiento de los enfermos que deben guardar cuarentena en sus domicilios, etc. Tampoco se han contratado los maestros adicionales que se requieren para rebajar el aforo de aulas en escuelas y universidades. Se ha hecho, en definitiva, lo fácil: ordenar confinamientos, procurando perjudicar lo menos posible la actividad económica, y se ha elaborado un discurso propagandístico de cara a la población. El resultado de tanta vacuidad implementada se puede comprobar en las residencias de ancianos. La muerte se pasea ufana por sus pasillos. Es el contrapunto negro que acompaña la cotidianeidad de nuestros días.

Y es tan malo como esa lacra que parece estar incrustada de manera indeleble en nuestra sociedad: la de la violencia machista. Un nuevo asesinato, cometido en Gerona, acabó ayer con la vida de una mujer de 49 años (otra más: ¿se enterará la ultraderecha de que no se trata de violencia doméstica, con víctimas de ambos sexos?) de manos de su pareja, ambos de nacionalidad belga. Son ya 38 las mujeres asesinadas en España en lo que va de año por sus parejas o exparejas, lo que eleva a más de mil el número de víctimas mortales, todas de sexo femenino, desde que comenzara la contabilidad oficial de esta violencia, a partir de 2008. Un cómputo superior al de víctimas del terrorismo etarra, pero que no acaba de ser percibido con la misma magnitud y gravedad. Vox, las siglas de los negacionistas ultras, cree que se trata sólo de una campaña ideológica promovida por el feminismo radical, del mismo modo que la memoria histórica es fruto del rencor de los vencidos. ¿Cuánto dolor y odio gratuitos hay que seguir soportando en este país? ¿Cuándo la tolerancia, el respeto, la dignidad y la justicia se convertirán en valores preponderantes de nuestra forma de convivencia?

Es insufrible que lo malo acompañe inseparablemente a lo bueno en lo cotidiano. Lo primero no nos deja disfrutar de lo segundo, amargándonos los días con el desasosiego y la frustración que nos provoca. E impide que la esperanza y la confianza en el futuro resplandezcan de manera absoluta. Es un reto que hay que superar. Y una forma de hacerlo es asumiendo que lo bueno y lo malo conforman la realidad que nos ha tocado vivir. Hay que ser conscientes de ello.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Los hijos

Llegamos a ser padres sin un libro de instrucciones. Improvisamos la crianza de los hijos imitando lo que vimos en nuestros padres, aunque ese recuerdo esté tergiversado por proceder de una experiencia infantil. El grueso del comportamiento paternal descansa en el sentido común y lo que hace nuestro entorno. Así, guiamos a nuestras criaturas, esos locos bajitos, con la mejor de las voluntades y la más deficiente formación. Y cuando llegamos a ser abuelos, intentamos enmendar nuestros errores siendo más tolerantes con los nietos o interviniendo con consejos no solicitados. Entonces tropezamos, en algunas ocasiones, con criterios de sus padres, nuestros hijos, que difieren de los nuestros. Y nos reprenden: “Papá, déjalo”. No acabamos de aprender a ser padres. Porque los hijos son seres que nos obligan a darles lo que somos, pero mejorado. Nos arrebatan nuestro ser, nuestro tiempo, nuestra sabiduría y nuestra libertad, sin ser culpables de ello. Su inocencia es proporcional a nuestra responsabilidad. Y en sus ojos ingenuos se refleja nuestro temor a fallarles. Son unos extraños adorables en los que nos vemos a nosotros mismos. Por eso nos hacen felices.  



jueves, 5 de noviembre de 2020

El mal perder de un trapalero


Pendiente aun del recuento de los votos por correo en algunos estados clave para decantar la victoria, todo indica que el ganador de las elecciones presidenciales de Estados Unidos de América (EE UU) será el candidato demócrata Joe Biden, la persona de más edad (78 años) que ha competido por el cargo y el que mayor número de votos ha cosechado nunca en la historia de aquel país. Y el que, sin el carisma de Barack Obama ni la agilidad dialéctica de otros contrincantes, expulsará del Despacho Oval de la Casa Blanca al imprevisible, sectario y manipulador Donald Trump, quien, como buen trapalero, busca todos los subterfugios legales o alegales para mantenerse en el cargo, insinuando incluso la probabilidad de un fraude que le arrebataría el triunfo. Es el mal perder de un trapalero, acostumbrado a mentir y hacer trampas durante toda su vida. Cree que todos hacen lo que él haría.

Lo grave de su actitud, poco respetuosa con las instituciones y los procedimientos democráticos que él está obligado salvaguardar, es la desconfianza y el deterioro que ocasiona en ellos, provocando una profunda división en el país que podría acarrear violentas consecuencias. Los infundios que propala y las simpatías que exhibe sin recato hacia los sectores “militarizados” de la extrema derecha, dispuestos “defender” con las armas a quien se presenta, cuando no convence ni gana, como víctima de los ardides de un adversario político, son sumamente peligrosos para la convivencia y la paz del país, hasta el extremo de que una guerra civil sea una opción no descartable. Esa actitud denota, además, las inclinaciones de una persona autoritaria, soberbia, nada respetuosa con la democracia, racista y sumamente impetuosa. De hecho, si se confirman los resultados electorales, Trump está a punto de ser considerado el peor presidente de EE UU, cuyo estrambótico mandato sólo pudo ser soportado durante una única legislatura. El mundo entero respirará aliviado con su marcha, salvo por los adláteres populistas que le imitan con igual desfachatez en otras naciones del planeta.

Si no fuera por tales consecuencias y lo que está en juego, resultaría hilarante la conducta de mal perder de un personaje tan trapalero, que utiliza el alto cargo que ocupa para esparcir maledicencias sobre su país y las demás naciones del mundo, con el sólo objeto de conservar el cargo y alimentar su engreimiento. Sin él, América volverá a ser el país de las oportunidades para cualquier ciudadano y el faro de la democracia y los derechos humanos para el resto del mundo. ¡Ojalá se confirmen los resultados que pronostican su fracaso!

martes, 3 de noviembre de 2020

¿Defensores de la libertad?


Decenas de jóvenes, muchos de ellos simples adolescentes, han protagonizado hace una semana, coincidiendo con el último puente festivo, diversos actos de vandalismo en algunas ciudades de España para exigir, a voz de grito e incendios, recuperar la “libertad”. Los hechos, por minoritarios que fueran, surgieron al poco de decretarse el estado de queda que posibilitaba a las Comunidades Autónomas poder establecer confinamientos perimetrales de la población para luchar contra la segunda oleada de la pandemia de covid que ha situado a nuestro país como el que más contagios registra en Europa. Al parecer, estos jóvenes se sienten “apresados” en sus ciudades, impedidos de ejercer sus libertades y derechos. Y exteriorizan su disconformidad con las restricciones de forma colectiva, mediante protestas y desórdenes. No parecen dispuestos a hacer sacrificios individuales en beneficio de un bien común prioritario, cual es la protección de la salud de todos los ciudadanos. Si no lo entienden, con su actitud demuestran que ni siquiera quieren intentarlo.

La mecha de los altercados prendió en una barriada de la periferia de Sevilla, donde en la madrugada del martes pasado una veintena de jóvenes comenzó a lanzar bengalas y quemar contenedores para protestar violentamente contra lo que considera una intolerable limitación de la libertad. No se trataba de una iniciativa original por cuanto emulaba las emprendidas en otros países, en los que se produjeron manifestaciones organizadas por grupos negacionistas de extrema derecha. Pero era la primera vez que acaecía en nuestro país en el contexto de las restricciones impuestas por la lucha contra la pandemia. Por ello, semejaba más un espontáneo acto de imitación con pretensión de “entretenimiento” espectacular que una genuina reivindicación de libertades gravemente recortadas.

Tales muestras de violencia en las protestas, protagonizadas siempre por un escaso número de personas, en su mayoría muy jóvenes, se multiplicaron en días sucesivos por Logroño, Baleares, Murcia, Barcelona, Burgos, Málaga, Vitoria y varias ciudades más, subrayando el carácter imitativo de cada una de ellas. Y también su escasa participación. Ninguna de las algaradas congregó a más de 500 personas, como mucho, lo que no impidió que se desencadenaran algunos actos de vandalismo, como el destrozo de mobiliario público, quema de papeleras y neumáticos, rotura de lunas y asalto y saqueo de establecimientos comerciales. La “libertad” esgrimida consistía, con su proceder, en no respetar la propiedad pública ni la privada para exigir el derecho a congregarse y divertirse sin limitaciones. Tal es el único motivo que se deduce de las algaradas, puesto que el estado de queda no vulnera ningún derecho a la educación, al trabajo, a la salud, a la reunión o a la movilidad, siempre que se restrinja a seis personas y en el ámbito de cada confinamiento municipal, provincial o comunitario establecido de forma temporal en función del índice de contagios en tales territorios.

Lo que llama la atención de estas manifestaciones es que sus protagonistas sean jóvenes que no se han significado anteriormente por luchar contra problemas más graves e hirientes que hipotecan su futuro, como son los escasos recursos para su formación, las regresivas condiciones para el trabajo, los obstáculos económicos para el acceso a una vivienda propia o las tapias de desigualdad de oportunidades que aún se levantan entre ambos sexos. No salir ni reunirse de noche les resulta más ofensivo que todo lo anterior, aunque esa limitación temporal de movilidad y reunión persiga la protección de la salud de toda la ciudadanía, incluidos también ellos.

Antes que defensores de la libertad, se comportan más bien como simples gamberros. Antes que presos, están aburridos y buscan distraerse con actitudes de provocación y violencia. No conocen sacrificios ni penalidades como no sean las que limitan sus salidas y reuniones movidas por el ocio. Ni se sienten compelidos a compartir la responsabilidad de combatir la mayor crisis sanitaria conocida en nuestro país en el último siglo, que puede ser letal, tanto para ellos, pero fundamentalmente para sus familiares de mayor edad vulnerables. No demuestran una actitud de concienciación social, sino de puro egoísmo e insolidaridad.

Pero peor aún que lo anterior, es que son manipulables y están orquestados por fuerzas ocultas que promueven estas expresiones emocionales de descontento desde las redes sociales y la propagación de bulos y mentiras con fines de desestabilización política. Son espoleados por populistas del odio y la confrontación que persiguen réditos electorales. Ello se evidencia en la heterogeneidad apolítica y social de los manifestantes, que sólo convergen en las convocatorias virales a través de las redes sociales. E infiltrados por grupos radicales expertos en transformar cualquier protesta en explosiones de vandalismo y violencia.

Y es una lástima que estos jóvenes, que han vivido toda su vida, aun con estrecheces, en la época más larga de paz, progreso y bienestar de España, sin conocer ni los estragos de una guerra ni las calamidades e indignidades de la dictadura, sólo sientan motivos para protestar por las “quirúrgicas” limitaciones de ciertos derechos a causa de una pandemia que se ha cobrado miles de muertos y más de un millón de contagios en nuestro país. ¿Es que acaso no tienen algo realmente importante por lo que expresar su disgusto? ¿Tan aburridos están?