Decenas de jóvenes, muchos de ellos simples adolescentes, han protagonizado hace una semana, coincidiendo con el último puente festivo, diversos actos de vandalismo en algunas ciudades de España para exigir, a voz de grito e incendios, recuperar la “libertad”. Los hechos, por minoritarios que fueran, surgieron al poco de decretarse el estado de queda que posibilitaba a las Comunidades Autónomas poder establecer confinamientos perimetrales de la población para luchar contra la segunda oleada de la pandemia de covid que ha situado a nuestro país como el que más contagios registra en Europa. Al parecer, estos jóvenes se sienten “apresados” en sus ciudades, impedidos de ejercer sus libertades y derechos. Y exteriorizan su disconformidad con las restricciones de forma colectiva, mediante protestas y desórdenes. No parecen dispuestos a hacer sacrificios individuales en beneficio de un bien común prioritario, cual es la protección de la salud de todos los ciudadanos. Si no lo entienden, con su actitud demuestran que ni siquiera quieren intentarlo.
La mecha de los altercados prendió en una barriada de la
periferia de Sevilla, donde en la madrugada del martes pasado una veintena de
jóvenes comenzó a lanzar bengalas y quemar contenedores para protestar
violentamente contra lo que considera una intolerable limitación de la
libertad. No se trataba de una iniciativa original por cuanto emulaba las
emprendidas en otros países, en los que se produjeron manifestaciones organizadas
por grupos negacionistas de extrema derecha. Pero era la primera vez que acaecía
en nuestro país en el contexto de las restricciones impuestas por la lucha
contra la pandemia. Por ello, semejaba más un espontáneo acto de imitación con pretensión
de “entretenimiento” espectacular que una genuina reivindicación de libertades gravemente
recortadas.
Tales muestras de violencia en las protestas, protagonizadas
siempre por un escaso número de personas, en su mayoría muy jóvenes, se multiplicaron
en días sucesivos por Logroño, Baleares, Murcia, Barcelona, Burgos, Málaga,
Vitoria y varias ciudades más, subrayando el carácter imitativo de cada una de
ellas. Y también su escasa participación. Ninguna de las algaradas congregó a más
de 500 personas, como mucho, lo que no impidió que se desencadenaran algunos actos
de vandalismo, como el destrozo de mobiliario público, quema de papeleras y
neumáticos, rotura de lunas y asalto y saqueo de establecimientos comerciales.
La “libertad” esgrimida consistía, con su proceder, en no respetar la propiedad
pública ni la privada para exigir el derecho a congregarse y divertirse sin
limitaciones. Tal es el único motivo que se deduce de las algaradas, puesto que
el estado de queda no vulnera ningún derecho a la educación, al trabajo, a la
salud, a la reunión o a la movilidad, siempre que se restrinja a seis personas
y en el ámbito de cada confinamiento municipal, provincial o comunitario
establecido de forma temporal en función del índice de contagios en tales territorios.
Lo que llama la atención de estas manifestaciones es que sus
protagonistas sean jóvenes que no se han significado anteriormente por luchar contra
problemas más graves e hirientes que hipotecan su futuro, como son los escasos recursos
para su formación, las regresivas condiciones para el trabajo, los obstáculos económicos
para el acceso a una vivienda propia o las tapias de desigualdad de
oportunidades que aún se levantan entre ambos sexos. No salir ni reunirse de
noche les resulta más ofensivo que todo lo anterior, aunque esa limitación
temporal de movilidad y reunión persiga la protección de la salud de toda la ciudadanía,
incluidos también ellos.
Antes que defensores de la libertad, se comportan más bien
como simples gamberros. Antes que presos, están aburridos y buscan distraerse
con actitudes de provocación y violencia. No conocen sacrificios ni penalidades
como no sean las que limitan sus salidas y reuniones movidas por el ocio. Ni se
sienten compelidos a compartir la responsabilidad de combatir la mayor crisis
sanitaria conocida en nuestro país en el último siglo, que puede ser letal, tanto
para ellos, pero fundamentalmente para sus familiares de mayor edad
vulnerables. No demuestran una actitud de concienciación social, sino de puro
egoísmo e insolidaridad.
Pero peor aún que lo anterior, es que son manipulables y
están orquestados por fuerzas ocultas que promueven estas expresiones
emocionales de descontento desde las redes sociales y la propagación de bulos y
mentiras con fines de desestabilización política. Son espoleados por populistas
del odio y la confrontación que persiguen réditos electorales. Ello se
evidencia en la heterogeneidad apolítica y social de los manifestantes, que
sólo convergen en las convocatorias virales a través de las redes sociales. E
infiltrados por grupos radicales expertos en transformar cualquier protesta en
explosiones de vandalismo y violencia.
Y es una lástima que estos jóvenes, que han vivido toda su
vida, aun con estrecheces, en la época más larga de paz, progreso y bienestar de
España, sin conocer ni los estragos de una guerra ni las calamidades e indignidades
de la dictadura, sólo sientan motivos para protestar por las “quirúrgicas”
limitaciones de ciertos derechos a causa de una pandemia que se ha cobrado miles
de muertos y más de un millón de contagios en nuestro país. ¿Es que acaso no
tienen algo realmente importante por lo que expresar su disgusto? ¿Tan
aburridos están?
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