martes, 10 de noviembre de 2020

Lo bueno y malo de lo cotidiano

Los días transcurren como la vida, con momentos buenos y momentos malos, aunque la mayoría sean grises, inocuos y vacíos, que no dejan ningún recuerdo malo ni bueno. Pero a veces amanecen días que son una explosión de lo bueno y lo malo, todo a la vez, como el de ayer. Ayer celebrábamos la victoria en EE UU del candidato demócrata Joe Biden, quien ya anuncia sus primeras medidas cuando asuma la presidencia: volver al acuerdo de París contra el cambio climático, revisar las políticas de Trump contra la inmigración ilegal (el acto, no la persona, porque quien no tiene “papeles” no es ilegal sino una persona con todos sus derechos), recuperar el diálogo multilateral y gobernar para todos los norteamericanos (lo que significa para todo el mundo), sin el sectarismo (ni los aranceles) del infame presidente maníaco, que se niega aceptar su derrota, creyéndose un iluminado. Todo esto es bueno: supone un soplo de sensatez.

También es bueno que los herederos consanguíneos del sanguinario dictador Francisco Franco se vean obligados por la Justicia a abandonar el palacete del pazo de Meirás, en Galicia, de donde era oriundo. Aquella propiedad, fruto de un chantaje económico al pueblo tras la Guerra Civil para obsequiar al general sublevado, pertenece a Patrimonio Nacional, es decir, al Estado, es decir, a todos los españoles. Pero como pretendían apropiarse de las obras de arte saqueadas que ocultaba en su interior, extraídas de hasta la Catedral de Santiago de Compostela, la Justicia, otra vez, ha tenido que paralizar la mudanza hasta que se elabore el inventario de tales bienes y se esclarezca la propiedad de cada objeto. Es otra noticia buena: impedir que los saqueadores sigan apropiándose de lo ajeno, ese auténtico botín de guerra y de una postguerra de cuarenta años. Seguían considerando que la “finca” (España) era del abuelo.

Y como no hay dos sin tres, también ha venido a sumar como positivo que la multinacional farmacéutica Pfizer anunciase que las pruebas de la vacuna contra la Covid-19 que está elaborando, y que se encuentra en la última fase de ensayos, ofrecen datos sumamente esperanzadores. La inmunidad que induce la vacuna es de un noventa por ciento, tras administrarse dos dosis en el plazo de 21 días. Y anuncia que, si consigue la homologación de las autoridades de Sanidad, para finales de año estará en condiciones de fabricar millones de unidades de una vacuna capaz de combatir la pandemia. Para una población confinada al borde de la desesperación, esta noticia es recibida como una luz al final de esta pesadilla. Tanta ha sido la alegría general que la Bolsa de Valores española subió más de un ocho por ciento, sobre todo en acciones de empresas relacionadas con el turismo, como las del transporte aéreo y el sector hotelero. Otro buen dato, sin duda, aunque para unos signifique pingues beneficios y para otros, mejores expectativas de vida. Hay que alegrarse, en todo caso. Nada es gratis. Tampoco vivir.

Pero lo bueno se alternó con lo malo. Esa tenue esperanza por una futura vacuna no ocultó que la segunda oleada de la pandemia está provocando que los contagios y las muertes vuelvan a multiplicarse de manera incontrolada. Los registros diarios del avance de la enfermedad no dejan de crecer, poniendo a los hospitales en una situación límite, cercana al colapso de sus unidades de cuidados intensivos. Y, otra vez, son los mayores, los ancianos residentes en asilos, los que pagan el peor precio: pierden la vida no sólo a causa de un virus para ellos letal, sino por la falta de medidas eficaces para mantenerlo a raya en espacios donde la vulnerabilidad de las personas es un peligro de sobra conocido. ¿Qué se ha hecho desde marzo, cuando se reconoció el azote del coronavirus, hasta hoy? Lo que se ha hecho ha sido insuficiente y mal coordinado, útil sólo para la confrontación política, no para reforzar la salud pública. Es cierto que ya no faltan respiradores ni equipos de protección y mascarillas, pero seguimos sin la dotación en recursos humanos necesaria en hospitales y centros de atención primaria, sin los rastreadores precisos para delimitar la cadena de contagios y supervisar el seguimiento de los enfermos que deben guardar cuarentena en sus domicilios, etc. Tampoco se han contratado los maestros adicionales que se requieren para rebajar el aforo de aulas en escuelas y universidades. Se ha hecho, en definitiva, lo fácil: ordenar confinamientos, procurando perjudicar lo menos posible la actividad económica, y se ha elaborado un discurso propagandístico de cara a la población. El resultado de tanta vacuidad implementada se puede comprobar en las residencias de ancianos. La muerte se pasea ufana por sus pasillos. Es el contrapunto negro que acompaña la cotidianeidad de nuestros días.

Y es tan malo como esa lacra que parece estar incrustada de manera indeleble en nuestra sociedad: la de la violencia machista. Un nuevo asesinato, cometido en Gerona, acabó ayer con la vida de una mujer de 49 años (otra más: ¿se enterará la ultraderecha de que no se trata de violencia doméstica, con víctimas de ambos sexos?) de manos de su pareja, ambos de nacionalidad belga. Son ya 38 las mujeres asesinadas en España en lo que va de año por sus parejas o exparejas, lo que eleva a más de mil el número de víctimas mortales, todas de sexo femenino, desde que comenzara la contabilidad oficial de esta violencia, a partir de 2008. Un cómputo superior al de víctimas del terrorismo etarra, pero que no acaba de ser percibido con la misma magnitud y gravedad. Vox, las siglas de los negacionistas ultras, cree que se trata sólo de una campaña ideológica promovida por el feminismo radical, del mismo modo que la memoria histórica es fruto del rencor de los vencidos. ¿Cuánto dolor y odio gratuitos hay que seguir soportando en este país? ¿Cuándo la tolerancia, el respeto, la dignidad y la justicia se convertirán en valores preponderantes de nuestra forma de convivencia?

Es insufrible que lo malo acompañe inseparablemente a lo bueno en lo cotidiano. Lo primero no nos deja disfrutar de lo segundo, amargándonos los días con el desasosiego y la frustración que nos provoca. E impide que la esperanza y la confianza en el futuro resplandezcan de manera absoluta. Es un reto que hay que superar. Y una forma de hacerlo es asumiendo que lo bueno y lo malo conforman la realidad que nos ha tocado vivir. Hay que ser conscientes de ello.

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