jueves, 27 de mayo de 2021

Días raros

Supongo que lo que me pasa es normal… Normal para quienes alcanzan una edad en que están curados de espanto y apenas nada les causa sorpresa, pero sí hastío. Y es que cuando se acumula cierta experiencia sobre las espaldas, no es inhabitual que el aburrimiento sea la sensación que despiertan problemas que, no sólo no se resuelven de una vez, sino que vuelven cíclicamente a aparecer con otro ropaje, otras envolturas, sin dejar de ser siempre los mismos asuntos problemáticos a los que no hemos sabido o querido dar respuesta. Es entonces cuando los días se convierten en esas jornadas raras, negras y pesadas que alimentan nuestro pesimismo y nos causan desolación.

Como, por ejemplo, la violencia machista contra la mujer. En la última semana, cinco mujeres y un menor han sido asesinados en nuestro país por parte de sus parejas, exparejas o familiares. Ya no es que no se consiga frenar lo que, a todas luces, es una lacra fuertemente incrustada en nuestra sociedad, sino que, a pesar de los mensajes y campañas de concienciación contra esa mentalidad machista incapaz de percibir a la mujer como una persona que posee igualdad de derechos que el hombre, se perpetúan comportamientos de subordinación de la mujer frente al hombre entre adolescentes y hasta entre estudiantes universitarios que reproducen estereotipos u actitudes machistas. Más aún, representantes de determinado partido político no admiten la existencia de la violencia machista que sufre la mujer por el simple hecho de ser mujer e intentan, cuando se denuncia este hecho, banalizar y hasta negar las cifras que contabilizan una realidad de la que todos deberíamos sentir vergüenza. Es por eso en que días así es raro no sentirse extraño en un mundo que, al parecer, no tiene arreglo, y menos habitado por trogloditas.

Como no tiene arreglo que el poderoso explote, abuse y hasta aniquile al débil. Lo acabamos de presenciar, por enésima vez, en Gaza, en el contexto del eterno conflicto que enfrenta a palestinos e israelíes. Cada cierto tiempo, cuando a Israel le conviene, ataca con cualquier excusa a la población árabe, indefensa y ultrajada que ha sido expulsada de sus tierras en la antigua Palestina y confinada en territorios donde vive en condiciones miserables, sin apenas libertad ni derechos. Una situación de exterminio étnico que se consiente gracias al poder del explotador, que tiene a su favor la fuerza, y a la connivencia de la única superpotencia que existe en el mundo, EE UU, que le presta todo su respaldo… militar, por supuesto. Los palestinos, que sólo cuentan con la razón, están condenados a perder cada combate que les enfrenta a sus opresores, a pesar de que el derecho internacional, las resoluciones de la ONU, la historia y la dignidad moral les asisten. Están destinados a convertirse en uno de los últimos pueblos parias que malviven en el planeta, gracias a la indiferencia mundial y los intereses geoestratégicos de los poderosos. Para llorar.

Más cerca, pero igual de inmoral, es la crisis diplomático-migratoria acaecida en Ceuta por obra y gracia del reyezuelo autoritario de Marruecos, quien no tiene escrúpulos en utilizar a la población más pobre de su reino, facilitándole el paso ilegal de la frontera, para presionar a España en relación con cualquier asunto, en este caso, el conflicto del Sáhara occidental. Si ya en su día promovió una marcha “verde” para enfrentarla a las escasas fuerzas españolas que custodiaban aquella región en proceso de descolonización, ahora hace lo mismo con los desharrapados de su reino para protestar por el acogimiento humanitario que hace nuestro país de un líder de los saharauis, pueblo que también cuenta con la bendición de la ONU para aspirar a un referéndum de autodeterminación, aquejado de la covid-19. Como Israel, Marruecos tampoco acepta que el derecho internacional le niegue lo que considera suyo, posesiones arrebatas a sus dueños por ambiciones imperialistas. Y los representantes del mismo partido que niega la violencia machista, también en este caso se prestan a echar gasolina al fuego de la convivencia que soporta Ceuta por culpa del sátrapa marroquí. Tantos años de negociaciones y diplomacia para nada. Volvemos a la política de las cañoneras y la confrontación más burda y soez que hacen insoportables estos días tan raros.

Raros como uno mismo. Conforme pasan los años, pesan los miedos y el malestar, nos volvemos descreídos y fatalistas. Los años nos hacen sentir raros., desubicados no sólo de la realidad, sino incluso de la familia. Cada vez más lejana y extraña. No esperamos nada bueno de un tiempo que se consume velozmente entre apetitos vulgares, banales, materiales. Las noches ya no son refugio de nada, sino guaridas donde acechan peligros infinitos. Cada vez estamos más envueltos de ausencias, agujereados por vacíos que no sustituye nada ni nadie, y que rellenamos con nuestros propios temores, con un pesimismo cada vez más recalcitrante. Son días raros, mires donde mires, tanto hacia afuera como hacia adentro. Con frecuencia, entran ganas de cerrar los ojos y no abrirlos más. Una pena.    

viernes, 21 de mayo de 2021

El silencio eterno de Francisco Brines

Ha enmudecido para siempre, ha pasado a ser parte de esa nada que todos seremos, un poeta que me ha acompañado toda la vida susurrándome a los oídos del alma la belleza descrita en palabras y presentada en versos, para que la lírica se aprehenda con los sentimientos. En silencio, con la discreción que le caracterizaba, ha muerto a los 89 años Francisco Brines, quien me cautivara con “El otoño de las rosas”, el poemario que a finales de los ochenta del siglo pasado inoculó su veneno de sensibilidad en el joven desorientado por la existencia que yo era entonces, sin dejar de serlo. Desde aquel aguijonazo, no pude dejar de conmoverme con sus cantos a la vida, al amor, a la amistad, a la tierra, a la vejez, a la muerte, de una obra sincera e impregnada de soledad. Nos ha dejado un poeta enorme, el último de los grandes poetas españoles, recién galardonado con el Premio Cervantes, pero nos deja un gran legado, su poesía, con la que seguiremos buscando, como él, esa nada que nos resume y aturde:

“Como si nada hubiera sucedido. / Es ese mi resumen / y está en él mi epitafio”.

Descanse en paz, maestro.

martes, 18 de mayo de 2021

Matanza de palestinos

Todo un programa meticuloso de exterminio del pueblo palestino, confinado durante décadas en zonas acotadas, estrechas y separadas entre sí en lo que antaño fue su país y donde viven hacinados como en una cárcel, sin libertad, apretados, vigilados y periódicamente aniquilados, es lo que se desprende de los bombardeos indiscriminados que está realizando estos días el Ejército israelí sobre la Franja de Gaza, bajo la excusa de defenderse -de forma tan desproporcionada que parece más bien una ofensiva- del lanzamiento de cohetes que la milicia de Hamás dispara desde allí hacia Israel.

Se trata de la enésima escaramuza violenta, en los últimos setenta años, del eterno conflicto palestino-israelí, al que la intransigencia de la parte hebrea, sobre todo, no permite que se solucione pacíficamente para lograr un acuerdo justo, que recoja los derechos de ambos bandos. Al contrario, lo que demuestran los hechos es que Israel no desea la paz mientras obtenga réditos políticos y geoestratégicos, tanto internos como regionales y globales, manteniendo indefinida y periódicamente la tensión. Alberga un objetivo inconfesable, pero conocido: la aniquilación total del pueblo árabe palestino y todo lo que representa la antigua Palestina, con sus símbolos y raíces. Y se aplica a ello con quirúrgica precisión, ejecutando ante la cómplice indiferencia del mundo una auténtica matanza de su población. El mecanismo del que se vale es siempre el mismo: acción, reacción y contundente contrarreacción, de modo que parezca que son los palestinos quienes inician continuamente las agresiones, como pretende ahora, una vez más, hacer con este feroz e indiscriminado ataque a Gaza.    

Es verdad que Hamás, la milicia palestina islamista que inicialmente Israel ayudara a crear para debilitar a la Organización de Liberación de Palestina (OLP), está lanzando toscos misiles desde Gaza hacia Jerusalén y otros enclaves israelíes que, sólo por su número -miles de cohetes- unos pocos de los cuales logran esquivar el escudo antimisiles hebreo. En respuesta a esos lanzamientos, el Ejército judío lleva cerca de dos semanas, de forma desproporcionada, bombardeando la Franja por tierra, mar y aire. El balance hasta la fecha es de 200 muertos e infinidad de heridos palestinos, casi en su totalidad civiles y muchos de ellos niños, y 10 muertos israelíes, entre ellos un militar. Ante la opinión pública, Israel se defiende, y tiene derecho a ello, como no se cansa de repetir su presidente, Benjamin Netanhayu, quien sin embargo se niega considerar ninguna tregua de las hostilidades, como le reclaman la ONU y otros mediadores internacionales, y menos aún a buscar un diálogo que detenga la auténtica carnicería que se está practicando contra la población gazatí.      

Lo que calla Israel es que el origen de esta nueva escaramuza de destrucción y violencia tiene que ver con las provocaciones a los palestinos efectuadas por las autoridades hebreas para obstaculizar su acceso a la Ciudad Vieja de Jerusalén con ocasión del fin del Ramadán. Allí, en torno a la mezquita de Al-Adsa, la policía hebrea ocupó aquel recinto sagrado y se empleó de forma abusiva y desproporcionada, dejando un reguero de más de 170 heridos palestinos y 17 policías lesionados. La brutalidad de la represión policial fue tal que desencadenó múltiples manifestaciones de protesta de palestinos y árabes israelíes, que pronto se extendieron a otros países árabes de Oriente Próximo.

A ello hay que sumar la intención hebrea de desalojar a no menos de setenta familias palestinas de sus hogares, en el barrio de Seikh Jarrah de Jerusalén, que habitaban desde hacía décadas, para entregarlas a supuestos propietarios judíos que presumen de documentos acreditativos ante los tribunales israelíes. Tal enfrentamiento falsamente “inmobiliario” generó crispación en la comunidad palestina y choques con los “invasores” judíos que tratan de arrebatarles sus posesiones. En ese clima de indisimulada limpieza étnica, la muerte a tiros de un joven árabe durante una reyerta entre extremistas judíos y radicales árabes en Lod, encendió la espiral de la violencia entre ambas comunidades y el resurgir de disturbios generalizados, cada vez más graves. Sin estos antecedentes, no es posible explicar el recíproco lanzamiento de misiles y bombas entre Gaza e Israel.

Ya se cuidan las autoridades hebreas de elaborar la narrativa imperante del conflicto. Para ello han bombardeado los edificios donde se ubicaban los medios de comunicación y las agencias de prensa en Gaza. E impiden, además, que ningún periodista tenga acceso a la Franja para cubrir desde allí los hechos. Incluso se han permitido difundir desinformación, como cuando el propio Ejército advirtió de una próxima invasión terrestre, que sirvió para que altos mandos de Hamás, objetivo de los israelíes, se expusieran a abandonar sus escondrijos. Como se ve, la información es la primera víctima de toda guerra, también de esta.

Si todo lo anterior, que emerge súbitamente como el vapor a través de la espita de una olla a presión, lo inscribimos en el contexto de un pueblo que fue expulsado de sus tierras para la creación del Estado de Israel, empujado a campamentos de refugiados en países limítrofes o reducido en espacios limitados (Cisjordania y Gaza), como las reservas indias en Norteamérica, sin que hasta la fecha ni la ONU con sus resoluciones ni las intifadas palestinas hayan conseguido materializar el sueño de construir dos Estados que se reconozcan mutuamente, conviviendo en vecindad, paz y seguridad dentro de las fronteras reconocidas en 1967, según resoluciones de la ONU, el derecho internacional y los acuerdos bilaterales. Toda una utopía ante la intransigencia israelí.

Y al que, como colofón, el último Plan de “paz” promovido por Donald Trump no hacía más que volver a humillar, al satisfacer sólo las aspiraciones israelíes en el conflicto y prometer la consecución de un Estado palestino que se diluía en múltiples condicionantes, mientras sancionaba la “infestación” de sus territorios, que se mantendrían separados, por colonias judías, que no sólo ocupan sus tierras, sino que con su presencia reducen la densidad de la población árabe del territorio de cara a futuros plebiscitos supuestamente democráticos. Además, en contra de su estatus internacional, reconocía Jerusalén como capital del Estado judío, daba por válidas las anexiones israelíes de enclaves ocupados (Altos del Golán, arrebatado a Siria) y hurta a Palestina el Valle del Jordán, que queda bajo control militar israelí.

De ahí que, como describiera la escritora Almudena Grandes, “la iniquidad produce iniquidad que produce iniquidad”. Es lo que contemplamos, hoy, con el enésimo brote de violencia de un conflicto alimentado por una iniquidad histórica y con solo una víctima: el pueblo palestino, por mucho que Israel diga que únicamente está defendiéndose, como quien se defiende de las moscas a cañonazos.   

jueves, 13 de mayo de 2021

Confusión ideológica

En esta época confusa y líquida, las ideas no resultan tan definidas o concretas como antaño, cuando estas servían para diferenciar con meridiana claridad lo bueno de lo malo, la verdad de la falsedad o la derecha de la izquierda, y distinguir nuestras certezas de las ignorancias. Al contrario de lo que sucede hoy, hubo un tiempo en que las cosas no tenían matices, eran claras: el enemigo estaba identificado y todos, excepto sus afines, lo combatían sin establecer equidistancias, no se banalizaban los grandes males y la vida era mucho más dura y menos confortable que en la actualidad, por mucho que nos quejemos.

Para una generación de la que formo parte, en aquellos años se entendía la política y la economía, si es que pueden considerarse cosas distintas, como dos caras de un mismo proyecto, una realidad que se generaba a partir del modelo ideológico predominante en cada lugar y tiempo. Para unos, la política era consecuencia de la economía y, para otros, era la economía la derivada de la política, algo parecido a las infraestructura y superestructura de la teoría marxista. Aquello que nos resultaba tan evidente no procedía de estudios académicos ni siquiera informales, sino de la simple apreciación que cualquier profano en ciencias sociales, pero suficientemente ideologizado por la experiencia y las lecturas, obtenía en la formación de su conciencia política.

Tras la muerte del dictador -pues aquí hubo una dictadura, el mayor estímulo ideológico-, esa visión ideologizada de la realidad se materializó durante décadas en un bipartidismo político que distinguía diáfanamente los modelos sociales enfrentados: el de la derecha y el de la izquierda, el que asumía la política en función de la economía (modelo capitalista) y el que subordinaba la economía a la política (modelo socialista). Para los primeros, la economía y el mercado serían los encargados de modelar la sociedad y satisfacer sus necesidades; y para los segundos, era la sociedad la que controlaría y regularía la actividad económica de manera que sirviese para corregir las desigualdades y las injusticias que soportan los ciudadanos por sus condiciones de origen.

Asumiendo la influencia de tales condiciones, era posible determinar qué modelo social podría convenir a los intereses de los ciudadanos, según la clase social a la que pertenezcan. Los pudientes y afortunados engrosarían las filas de la derecha, la que preconiza que debía prevalecer el capital y la economía sobre el interés social, mientras que los obreros y los sin recursos nutrirían las huestes de la izquierda, que defiende que la economía ha de ser un instrumento de equidad y justicia social. Y entre ambos grupos, se hallaría una amplia zona central, integrada por una clase media a medio camino entre la burguesía y el proletariado, que fluctúa entre un bando y otro, posibilitando la alternancia en el poder de la derecha y la izquierda, según circunstancias coyunturales. Como es obvio, se trata de una lectura simple, pero comprensible, coherente y hasta predecible electoralmente sobre la organización social y económica de la realidad. Del mismo modo, también se percibían simplificados los problemas a los que debía hacer frente la sociedad en su conjunto: riqueza/pobreza, privilegios/derechos, injusticia/igualdad, opresión/libertad, prebendas/oportunidades.

Desde tales esquemas mentales, cuando hoy escuchamos la reivindicación callejera de “libertad” por parte de quienes perciben las restricciones sanitarias a causa de una pandemia como intolerables medidas de opresión, tachándolas incluso de dictadura democrática. no se da crédito a los oídos. Mayor perplejidad provoca, si cabe, que los que pertenecen a clases trabajadoras y humildes, que dependen para la satisfacción de sus necesidades básicas de los servicios públicos que provee el Estado de bienestar, depositen su confianza en partidos que persiguen la prevalencia del capital sobre la política, es decir, priorizan la economía a la protección de la salud de la población. Tales comportamientos resultan chocantes para aquella mentalidad del pasado, al evidenciar la confusión y las contradicciones que caracterizan la visión política en la actualidad. Y, lo que es más grave, la pueril banalización que se hace de conquistas sociales, como la libertad, que no sólo fueron costosas en vidas y sacrificios, sino que aspiran a objetivos de emancipación más elevados para la dignidad humana que la mera distracción lúdica en bares y discotecas.

Tal mezcolanza ideológica, que vuelve indistinguible aquellos enfoques antiguos de economía y política, nos trae a la memoria el fin de la historia, ese negro porvenir que plantease con clarividencia el escritor Fukuyama, en el que desaparecería la evolución del pensamiento humano debido al aplastante dominio del sistema capitalista a nivel mundial. Porque, llegados a ese futuro en el que no hay alternativas, la única lógica imperante será la mercantil. La misma que persigue la derecha neoliberal, que exige rentabilidad o “sostenibilidad” financiera de cualquier servicio público que provea el Estado, ya sea un hospital, una carretera o un colegio, para, acto seguido, ceder los más rentables a la iniciativa privada, cuya finalidad es el lucro, para su construcción y explotación.

Gracias a esa confusión, se ha logrado una especie de desideologización de la ciudadanía que contagia transversalmente a toda la sociedad y que hace que personas de toda condición se sientan convencidas de que el derecho a la vida deba supeditarse a la libertad de ocio, que el liberalismo económico haya de prevalecer sobre la política y que el único sistema que garantiza el bienestar personal y la salvaguarda de derechos y libertades sea el sistema capitalista de libre mercado. Y que todo lo demás (salud, igualdad, seguridad, trabajo, educación, justicia, etc.) habrá de estar subordinado a lo que permita la economía con sus leyes mercantiles.

En esta sociedad “líquida” actual, como la definió Bauman, en que además de la desideologización abundan el individualismo y unas estructuras (trabajo, familia, relaciones, compromisos) cambiantes y efímeras, no resulta extraño que cunda la confusión y la incoherencia, hasta el punto de entregar nuestra confianza a quienes defienden intereses contrarios de los que nos convienen. Y lo hacemos porque ya nada es seguro ni verdadero, como nos han hecho creer las fakenews y quienes las propagan, para que pongamos en duda hasta las vacunas y la existencia de una pandemia vírica. Incluso nos han mentalizado de que todos los partidos y los políticos son iguales, contribuyendo, así, a esa muerte de las ideologías que tanto beneficia a los que predican las bondades de una gestión exclusivamente económica.

Pero esta confusión y desideologización son intencionados, curiosamente tienen motivos ideológicos y económicos precisos por parte de poderes e intereses que se camuflan detrás de palabras, como libertad, de un significado simbólico y real que conmueve con solo escucharlas. Se utilizan como eficaz reclamo entre quienes, no sólo ignoran lo que costó conseguirlas, sino el hondo valor que contienen y que se desprecia al banalizarlo.  Cuando ya ni se conoce nuestro lugar en sociedad ni importan los proyectos o las ideas sobre la mejor manera de organizarnos colectivamente, cuando no se valora lo que nos conviene para que el futuro que se ambiciona dependa sólo de nuestras propias manos, caemos presos de la confusión y la manipulación. Cuando nos incapacitan para todo juicio crítico, fundado en las causas de los hechos, nos dejamos guiar con docilidad por los que siembran confusión y alimentan la desideologización. Justamente, lo opuesto a la curiosidad e inquietud política y económica de quienes sufrieron tiempos peores y más opresivos que los actuales, cuando la libertad era la promesa de un horizonte de expansión para el espíritu humano sin ataduras, no sólo la exigencia de un derecho a emborracharse.

viernes, 7 de mayo de 2021

Vivencias de un (casi) enclaustrado (27)

Ayer me vacunaron, por fin. No creo que lo hicieran tarde o temprano, sino cuando pudieron y me tocaba, a pesar de que yo mismo había solicitado vía telemática la cita. Como dije en otra vivencia, el trámite resultó sencillo y rápido, más eficaz de lo que esperaba. Y el procedimiento mismo del pinchazo me sorprendió por su buena organización y mejor ejecución, en especial por parte de los sanitarios que me atendieron. Y eso que estaba en un vacunómetro que despacha a miles de ciudadanos, cada uno con sus temores y sus prejuicios, a los que hay que tomar la temperatura y obligarlos a respetar las normas establecidas y mantener las distancias interpersonales. Todos vamos suficientemente mentalizados con estas medidas sanitarias después de más de un año esquivando la pandemia. Y cumplirlas una vez más, precisamente en la puerta de entrada para la salida de esta pesadilla, constituía una esperanza largamente soñada. Así que, con una obediencia cercana al borreguismo, seguí escrupulosamente todas las indicaciones que me efectuaron, con mi periódico en la mano por si la espera se hacía larga.

No me dio tiempo. Entre leer los carteles y mirar la cara de la gente, dada mi inclinación a curiosear la sociología del paisaje, pasé de un recinto de espera a otro de inmunización sin poder ojear la prensa. Rápidamente me conminaron a acceder a un box donde te identifican, introducen los datos del lote de la vacuna en tu historial y proceden a inyectarte. Eran tres sanitarios, con sus uniformes, mascarillas y guantes correspondientes, y sobrados de una amabilidad que calmaba todas las suspicacias que pudieras albergar. Una amabilidad que se transformó en camaradería en cuanto les notifiqué que yo también era un sanitario… jubilado. Intercambiamos comentarios e impresiones que me hicieron sentirme honrado de pertenecer a un colectivo que presta tan enorme servicio a la población en una situación realmente excepcional. Les agradecí su trabajo y esmerada atención, percibiendo en sus miradas la satisfacción de que, por unos instantes, alguien no sólo reconociera su trabajo, sino que tuviera conocimiento de su verdadero valor y trascendencia.

Salí de allí feliz. Estaba vacunado. Pero la felicidad surgía más por una sensación de orgullo profesional que por la vacuna que finalmente me fue administrada. Ahora sólo resta que ambas cosas surtan efectos: que la inyección me prevenga de la enfermedad y que la admiración por los sanitarios se extienda en todos los campos de su actividad y a lo largo del tiempo y de los Presupuestos Generales del Estado. Gracias, compañeros.  

jueves, 6 de mayo de 2021

Votos contra aplausos

Se cumplió el pronóstico augurado por las encuestas: el martes pasado Madrid votó, de forma mayoritaria, a la derecha. Otorgó casi mayoría absoluta al Partido Popular, liderado en la región por la `populista´ Isabel Díaz Ayuso, que ya gobernaba en una coalición que rompió con el centro derecha que representaba Ciudadanos, un partido que se esfuma tras estas elecciones al no conseguir ningún escaño. Ayuso podrá, ahora, apoyarse en Vox, la ultraderecha que aumenta un diputado su representación en la Asamblea. Sólo requerirá de su abstención para aprobar cualquier iniciativa que se proponga. La izquierda, en cambio, ha de digerir su derrota, especialmente el PSOE, que cae hasta su peor resultado en la comunidad. Ni sumando entre las facciones izquierdistas se lograría contrarrestar la sólida mayoría conservadora. Sólo puede hacer una oposición testimonial, de ideas y valores progresistas, que sirva para evidenciar un talante y unas alternativas diferentes a las políticas neoliberales que va a imponer la derecha. Por tanto, tal como se preveía, Madrid se entrega a la derecha con inesperado entusiasmo, sin prestar atención a la situación que atraviesa, mientras permanece obnubilada por esa realidad paralela que le han descrito a lo largo de esta campaña electoral y durante la pandemia.

No obstante, existe otra lectura, además de la partidista, de lo acontecido en Madrid. De ese Madrid, ombligo de España, que se cree cuerpo entero del país y que se piensa, incluso, que es algo más que España, la esencia misma de la nación. Lo que decide esta provincia engreída de la meseta, convertida en comunidad autónoma por su idiosincrasia capitalina, se pretende que influya en el resto del Estado. Y que este triunfo electoral, tan regional como unos comicios en Murcia, sea entendido como una derrota anticipada del Gobierno y el aviso de un resurgir conservador que se dispone a conquistar el poder nacional. Pero la lectura que debería causar preocupación y habría que subrayar es la que muestra la hipocresía social de la mayoría de los madrileños, tal vez, incluso, la del resto de españoles, que prefieren confundir, movidos por la hartura de la pandemia, lo que le vendieron como libertad con hedonismo, y no con esa responsabilidad individual tantas veces reclamada.

Porque el mismo pueblo que salió a los balcones a aplaudir a los sanitarios, reconociendo la entrega y los sacrificios que ese colectivo asumía en los hospitales debido a la pandemia, sin más medios que su decencia profesional, es ahora el que apoya mayoritariamente a quienes desoyen las medidas epidemiológicas adoptadas para combatirla y prevenir contagios. El mismo pueblo que prefiere votar a favor de poder salir de cañas que seguir las recomendaciones sanitarias que limitan derechos en beneficio de todos. Un pueblo cansado de restricciones que impiden el asueto, los movimientos y las celebraciones a los que estaba acostumbrado, confiando ciegamente en esa realidad paralela que le pintaron con tanto esmero como éxito.

La actuación polarizadora y demagógica de Ayuso, más interesada en confrontar con el Gobierno que en administrar su región, se ha granjeado sorprendentemente la confianza de los madrileños, pues ha sabido transformar la sensación de impotencia frente a la pandemia en un victimismo del que siempre ha responsabilizado al Ejecutivo nacional, eclipsando la verdadera realidad: una gestión cuando menos vergonzante de la crisis sanitaria. Tan aconsejable no sería tal gestión cuando ha convertido Madrid en la comunidad con una de las mayores tasas de incidencia de la pandemia, la del mayor porcentaje de muertes por coronavirus de España, la que más ancianos en geriátricos han muerto víctimas de la infección pandémica, la que menos rastreos ha practicado para delimitar la extensión de los brotes de contagio y la que menos ha avanzado en la campaña de vacunación masiva de la población.

A pesar de todo ello, los madrileños han valorado más la decidida apuesta del gobierno regional por la economía en vez de priorizar la protección de la salud de los ciudadanos. Han optado por la “libertad” hedonista e insolidaria antes de por la responsabilidad común y colectiva. Les ha convencido el simplismo con el que regaban sus oídos a seguir escuchando la cantinela de una emergencia de la que sólo se puede salir con esfuerzo, sacrificio y seriedad. Los datos ya no les interesaban, sino los relatos útiles para ocultarlos o maquillarlos. Y no es porque el madrileño se haya vuelto insensible o egoísta, sino que ha sido narcotizado con los anuncios de una realidad paralela que a cualquiera, máxime si sufre agobio por la situación, atraería y preferiría. Justamente, lo que hacen todos los populismos en el mundo: engordar los problemas y simplificar unas soluciones que sólo ellos son capaces de materializar.

De hecho, el populismo en política nos desarma de tal forma que hace que nos comportemos sin prejuicios ni frenos culturales o morales. Apelando a nuestras emociones e impulsos primarios, nos disuade a votar contra los derechos humanos para manejar el fenómeno de la migración y el diferente; ser racistas para supuestamente defender nuestra identidad y costumbres; transigir con la injusticia y la desigualdad con tal de preservar presuntos privilegios; optar por la insolidaridad social para salir de copas y recuperar cuanto antes una “normalidad” que tarda en llegar; y elegir a quienes propugnan medidas contrarias a nuestros propios intereses colectivos, seducidos por los cantos de sirenas que anuncian el paraíso terrenal.

Tal es la lectura que también se extrae de las elecciones madrileñas. La que describe que los madrileños han preferido olvidar y abandonar a los sanitarios, a los ancianos y los miles de muertos causados por esta tragedia, sin importarles evidenciar una grave hipocresía cívica y social. Pero la culpa no es de ellos, sino de quienes los disuaden de que es lo que les conviene.   

lunes, 3 de mayo de 2021

Vivencias de un (casi) enclaustrado (26)

Harto de esperar la llamada, deseada y temida al mismo tiempo, de mi centro de salud, y de la que familiares y amigos se extrañaban que no hubiera recibido, puesto que, según ellos, hasta personas más jóvenes que yo ya habían sido convocadas, decidí solicitar cita por internet para ser vacunado de la covid-19. He estado aguardando hasta el último momento porque esperaba pacientemente que, por edad, llegase mi turno, conforme el calendario de vacunación establecido. En vista de que no me requerían en absoluto, como si no existiera, y que los familiares se inquietaban, opté por hacer las gestiones pertinentes. Por teléfono fue una aventura imposible, pero a través de la página web de ClicSalud+ resultó sumamente sencillo y… eficaz. Como reunía los requisitos de edad, me convocaron para dos días más tarde en un vacunódromo habilitado al efecto, a la hora que yo escogí. Ahora que ya tengo mi cita y no me da rubor hablar con nadie, no sólo sigo intranquilo, sino que estoy impaciente, además de preocupado. ¡Mira que si, por ser yo quien ha tentado la suerte para ser inyectado, la vacuna me provoca esa reacción tan improbable que se produce cada millón de dosis! Intento no pensar en ello, pues no soportaría que los mismos que me apremiaban para vacunarme me recriminaran ahora no haber sabido esperar a que me llamaran para ello. Haga lo que haga, la culpa será siempre mía. Y es que no tengo remedio.        

sábado, 1 de mayo de 2021

Día del Trabajo

Cuando el trabajo es precario, cuando el trabajador se considera un gasto prescindible, cuando los salarios son cada vez más insuficientes, cuando las condiciones laborales están supeditadas al mercado, cuando la negociación de convenios protege ante todo al empresariado, cuando cualquier excusa es válida para recortar conquistas laborales, cuando las leyes se olvidan de los derechos de los trabajadores y cuando los gobiernos están más pendientes de los intereses del capital, los mercados financieros y la economía antes que de los ciudadanos y sus necesidades, es precisamente cuando más urgente y oportuno se hace reivindicar y mantener la lucha por el trabajo y la dignidad de los trabajadores. Pero no es una causa de un día, aunque sea tan señalado como el de hoy, sino una exigencia que hay que mantener todos los días del año.