jueves, 6 de mayo de 2021

Votos contra aplausos

Se cumplió el pronóstico augurado por las encuestas: el martes pasado Madrid votó, de forma mayoritaria, a la derecha. Otorgó casi mayoría absoluta al Partido Popular, liderado en la región por la `populista´ Isabel Díaz Ayuso, que ya gobernaba en una coalición que rompió con el centro derecha que representaba Ciudadanos, un partido que se esfuma tras estas elecciones al no conseguir ningún escaño. Ayuso podrá, ahora, apoyarse en Vox, la ultraderecha que aumenta un diputado su representación en la Asamblea. Sólo requerirá de su abstención para aprobar cualquier iniciativa que se proponga. La izquierda, en cambio, ha de digerir su derrota, especialmente el PSOE, que cae hasta su peor resultado en la comunidad. Ni sumando entre las facciones izquierdistas se lograría contrarrestar la sólida mayoría conservadora. Sólo puede hacer una oposición testimonial, de ideas y valores progresistas, que sirva para evidenciar un talante y unas alternativas diferentes a las políticas neoliberales que va a imponer la derecha. Por tanto, tal como se preveía, Madrid se entrega a la derecha con inesperado entusiasmo, sin prestar atención a la situación que atraviesa, mientras permanece obnubilada por esa realidad paralela que le han descrito a lo largo de esta campaña electoral y durante la pandemia.

No obstante, existe otra lectura, además de la partidista, de lo acontecido en Madrid. De ese Madrid, ombligo de España, que se cree cuerpo entero del país y que se piensa, incluso, que es algo más que España, la esencia misma de la nación. Lo que decide esta provincia engreída de la meseta, convertida en comunidad autónoma por su idiosincrasia capitalina, se pretende que influya en el resto del Estado. Y que este triunfo electoral, tan regional como unos comicios en Murcia, sea entendido como una derrota anticipada del Gobierno y el aviso de un resurgir conservador que se dispone a conquistar el poder nacional. Pero la lectura que debería causar preocupación y habría que subrayar es la que muestra la hipocresía social de la mayoría de los madrileños, tal vez, incluso, la del resto de españoles, que prefieren confundir, movidos por la hartura de la pandemia, lo que le vendieron como libertad con hedonismo, y no con esa responsabilidad individual tantas veces reclamada.

Porque el mismo pueblo que salió a los balcones a aplaudir a los sanitarios, reconociendo la entrega y los sacrificios que ese colectivo asumía en los hospitales debido a la pandemia, sin más medios que su decencia profesional, es ahora el que apoya mayoritariamente a quienes desoyen las medidas epidemiológicas adoptadas para combatirla y prevenir contagios. El mismo pueblo que prefiere votar a favor de poder salir de cañas que seguir las recomendaciones sanitarias que limitan derechos en beneficio de todos. Un pueblo cansado de restricciones que impiden el asueto, los movimientos y las celebraciones a los que estaba acostumbrado, confiando ciegamente en esa realidad paralela que le pintaron con tanto esmero como éxito.

La actuación polarizadora y demagógica de Ayuso, más interesada en confrontar con el Gobierno que en administrar su región, se ha granjeado sorprendentemente la confianza de los madrileños, pues ha sabido transformar la sensación de impotencia frente a la pandemia en un victimismo del que siempre ha responsabilizado al Ejecutivo nacional, eclipsando la verdadera realidad: una gestión cuando menos vergonzante de la crisis sanitaria. Tan aconsejable no sería tal gestión cuando ha convertido Madrid en la comunidad con una de las mayores tasas de incidencia de la pandemia, la del mayor porcentaje de muertes por coronavirus de España, la que más ancianos en geriátricos han muerto víctimas de la infección pandémica, la que menos rastreos ha practicado para delimitar la extensión de los brotes de contagio y la que menos ha avanzado en la campaña de vacunación masiva de la población.

A pesar de todo ello, los madrileños han valorado más la decidida apuesta del gobierno regional por la economía en vez de priorizar la protección de la salud de los ciudadanos. Han optado por la “libertad” hedonista e insolidaria antes de por la responsabilidad común y colectiva. Les ha convencido el simplismo con el que regaban sus oídos a seguir escuchando la cantinela de una emergencia de la que sólo se puede salir con esfuerzo, sacrificio y seriedad. Los datos ya no les interesaban, sino los relatos útiles para ocultarlos o maquillarlos. Y no es porque el madrileño se haya vuelto insensible o egoísta, sino que ha sido narcotizado con los anuncios de una realidad paralela que a cualquiera, máxime si sufre agobio por la situación, atraería y preferiría. Justamente, lo que hacen todos los populismos en el mundo: engordar los problemas y simplificar unas soluciones que sólo ellos son capaces de materializar.

De hecho, el populismo en política nos desarma de tal forma que hace que nos comportemos sin prejuicios ni frenos culturales o morales. Apelando a nuestras emociones e impulsos primarios, nos disuade a votar contra los derechos humanos para manejar el fenómeno de la migración y el diferente; ser racistas para supuestamente defender nuestra identidad y costumbres; transigir con la injusticia y la desigualdad con tal de preservar presuntos privilegios; optar por la insolidaridad social para salir de copas y recuperar cuanto antes una “normalidad” que tarda en llegar; y elegir a quienes propugnan medidas contrarias a nuestros propios intereses colectivos, seducidos por los cantos de sirenas que anuncian el paraíso terrenal.

Tal es la lectura que también se extrae de las elecciones madrileñas. La que describe que los madrileños han preferido olvidar y abandonar a los sanitarios, a los ancianos y los miles de muertos causados por esta tragedia, sin importarles evidenciar una grave hipocresía cívica y social. Pero la culpa no es de ellos, sino de quienes los disuaden de que es lo que les conviene.   

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