No obstante, existe otra lectura, además de la partidista, de
lo acontecido en Madrid. De ese Madrid, ombligo de España, que se cree cuerpo
entero del país y que se piensa, incluso, que es algo más que España, la
esencia misma de la nación. Lo que decide esta provincia engreída de la meseta,
convertida en comunidad autónoma por su idiosincrasia capitalina, se pretende
que influya en el resto del Estado. Y que este triunfo electoral, tan regional
como unos comicios en Murcia, sea entendido como una derrota anticipada del
Gobierno y el aviso de un resurgir conservador que se dispone a conquistar el
poder nacional. Pero la lectura que debería causar preocupación y habría que subrayar es
la que muestra la hipocresía social de la mayoría de los madrileños, tal vez, incluso,
la del resto de españoles, que prefieren confundir, movidos por la hartura de
la pandemia, lo que le vendieron como libertad con hedonismo, y no con esa responsabilidad
individual tantas veces reclamada.
La actuación polarizadora y demagógica de Ayuso, más
interesada en confrontar con el Gobierno que en administrar su región, se ha
granjeado sorprendentemente la confianza de los madrileños, pues ha sabido transformar
la sensación de impotencia frente a la pandemia en un victimismo del que siempre
ha responsabilizado al Ejecutivo nacional, eclipsando la verdadera realidad: una
gestión cuando menos vergonzante de la crisis sanitaria. Tan aconsejable no sería
tal gestión cuando ha convertido Madrid en la comunidad con una de las mayores
tasas de incidencia de la pandemia, la del mayor porcentaje de muertes por
coronavirus de España, la que más ancianos en geriátricos han muerto víctimas de la
infección pandémica, la que menos rastreos ha practicado para delimitar la
extensión de los brotes de contagio y la que menos ha avanzado en la campaña de
vacunación masiva de la población.
De hecho, el populismo en política nos desarma de tal forma
que hace que nos comportemos sin prejuicios ni frenos culturales o morales. Apelando
a nuestras emociones e impulsos primarios, nos disuade a votar contra los
derechos humanos para manejar el fenómeno de la migración y el diferente; ser
racistas para supuestamente defender nuestra identidad y costumbres; transigir con la injusticia y la desigualdad con tal de preservar presuntos
privilegios; optar por la insolidaridad social para salir de copas y
recuperar cuanto antes una “normalidad” que tarda en llegar; y elegir a quienes
propugnan medidas contrarias a nuestros propios intereses colectivos, seducidos
por los cantos de sirenas que anuncian el paraíso terrenal.
Tal es la lectura que también se extrae de las elecciones
madrileñas. La que describe que los madrileños han preferido olvidar y
abandonar a los sanitarios, a los ancianos y los miles de muertos causados por
esta tragedia, sin importarles evidenciar una grave hipocresía cívica y social.
Pero la culpa no es de ellos, sino de quienes los disuaden de que es lo que les
conviene.
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