sábado, 29 de abril de 2023

¿Vemos lo que vemos?

No es una pregunta trampa ni retórica. Tampoco filosófica, al estilo de Kant cuando elucubraba sobre los sentidos y los “marcos apriorísticos” mentales, como el espacio y el tiempo, con los que estructuramos el conocimiento, aunque no andaba mal encaminado. Es mucho más y tremendamente más complejo: es científica. La ciencia lleva décadas tratando de averiguar cómo el órgano rector del sistema nervioso -que ni ve ni oye ni saborea ni palpa ni huele lo que hay fuera de su solitaria, silente y oscura cárcel craneal-, interpreta y reacciona a las señales que recibe a través de sensores externos, los sentidos. Según el neurocientífico Anil Seth* (Oxford, 50 años), que investiga desde hace años el cerebro y la conciencia, es nuestro cerebro el que elabora una <<alucinación controlada>> de la realidad que creemos percibir, “que es más y (también) menos que lo que el mundo real es de verdad”.

Percibimos un árbol, olemos un café, oímos el trino de un pájaro, distinguimos lo dulce de lo salado o notamos lo liso de lo rugoso y lo frío de lo caliente cuando nuestro cerebro ya ha acumulado, con toda nuestra experiencia perceptual, datos ingentes de unos “inputs” sensoriales que les llegan desprovistos de color, forma y sonido, y elabora con ellos una conjetura posible, la mejor de muchas -esa “alucinación controlada”-, sobre las causas probables que pueden producirlos. Vemos un árbol cuando nuestro cerebro elabora el “concepto” de árbol. Si no, no lo distinguiríamos de entre la amalgama de ondas electromagnéticas que capta el ojo y procesa el cerebro. Según Eric Kandel, otro neurocientífico, no existe ninguna “mirada inocente”, sino conceptos previamente clasificados para interpretar la información visual. Lo que le sirve a Seth para subrayar que “cualquier percepción es algo que un organismo hace, y no una información pasiva que se le suministra a una ‘mente´ centralizada”.

¿Y por qué nuestro cerebro elabora estas construcciones perceptivas como si fuesen objetivamente reales? Porque la finalidad de la percepción es guiar la acción y la conducta: potenciar las posibilidades de supervivencia del organismo. No percibimos el mundo como es, sino como nos es más útil percibirlo.

¿Y cómo nos “percibimos” nosotros mismos? Mi “yo”, tu “yo”, cualquier “yo” se elabora de idéntico modo, pues también es una inferencia de la percepción, otra alucinación controlada, aunque de un tipo muy especial. La percepción del mundo, a través de los sentidos, se le llama exterocepción. Y a la percepción del cuerpo desde dentro, interocepción. Estas últimas se transmiten desde los órganos internos del cuerpo hasta el sistema nervioso central. Sirven, básicamente, para facilitar información de esos órganos y del funcionamiento del estado general del organismo. Y ello es así porque en lo más profundo del yo se sitúa la experiencia de ser un organismo vivo. De hecho, el principal objetivo de todo organismo es mantenerse con vida. Todos los seres vivos procuran conservar su integridad fisiológica ante los peligros y las oportunidades. Por eso tienen cerebros.

La conciencia de “ser yo” es sumamente compleja. Hay distintos grados de yo: una yoidad corporeizada relacionada con el cuerpo; un yo narrativo, que configura nuestra identidad personal, al hilo de recuerdos autobiográficos, de un pasado recordado y un futuro proyectado; un yo social, relativo a cómo percibo a otros que me perciben a mí. Y un yo volitivo, que nos provoca experiencias de volición, esa especie de “libre albedrío” con el que proyectamos un poder o una influencia causal en el mundo. Todos esos “yo” están unidos entre sí y subsumidos dentro de una experiencia unificada global: la experiencia de ser uno mismo. Pero como toda percepción, esa experiencia de una yoidad unificada no significa la existencia de un “yo” real, como tampoco existe un “color” real en las cosas, sino la mejor conjetura que se infiere de todas esas percepciones. Ninguna percepción es un registro directo de lo que existe, sino una interpretación, una construcción activa. En realidad, el “tú” es la colección de creencias a priori relativas al yo, de valores, de objetivos, de recuerdos y de mejores conjeturas preceptivas que, sumados, componen la experiencia de “ser tú”.

La consciencia (que parece depender de la actividad neuronal del sistema talamocortical) no es algo que tengamos gracias a un poder sobrenatural o divino, sino que surge y es parte de la naturaleza. La evolución ha moldeado y dotado a nuestros cerebros para el control y la interpretación de las percepciones, externas e internas, indispensables para la supervivencia. Ello nos ha permitido manejarnos por los complejos entornos en los que surgimos, crecimos y prosperamos los seres humanos, facilitándonos, también, la capacidad de aprender de actos voluntarios previos para hacerlo mejor la siguiente ocasión. Por eso, no vemos las cosas como son, las vemos como somos. Incluidos nosotros mismos.

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*La creación del yo, Anil Seth, editorial Sexto Piso, Madrid, 2023.

Véase también la entrevista “La consciencia no viene dada por un ser divino, es parte de la naturaleza”. El País, 28/04/2023, pág. 25.     

domingo, 23 de abril de 2023

Día del libro

Hoy se celebra el Día del Libro. Se decidió esta fecha porque un 23 de abril, pero de distintos años, fallecieron o nacieron escritores tan universales como Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Inca Garcilaso de la Vega, Vladimir Nabokov o Josep Pla, entre otros. La UNESCO escogió este día tan simbólico para rendir homenaje al libro y sus autores, y para promover la lectura entre la población de los países que participan en la conmemoración.

Pero el libro no necesita un día concreto con el que recordar la importancia que supone su existencia como vehículo insustituible para la transmisión del saber y la cultura no sólo de una comunidad, sino entre generaciones a lo largo del espacio y el tiempo. De entre todos los inventos de la humanidad, el libro ha sido y es el que más ha contribuido a nuestro bienestar y progreso.

Quienes valoran lo que significa leer, para la formación de las personas y el conocimiento de lo que nos rodea y de nosotros mismos, celebran el Día del Libro diariamente. No existe compañía más gratificante y enriquecedora que ese viejo amigo de papel y tinta abierto entre las manos. Por eso, para mí, todos los del calendario son días en que busco refugio en los libros, sin los cuales no sería el que soy. Constituyen mi bien más preciado. Mi deuda con ellos sólo se satisface con la lectura.          

martes, 18 de abril de 2023

El desierto de Doñana

Todos los desiertos que conocemos en el mundo antes fueron otra cosa: lugares repletos de vegetación, lagos o espacios en los que el agua y la vegetación no escaseaban. No nacieron siendo esos inmensos territorios áridos, llenos de arena o rocas, inhóspidos para la vida, como los del Sahara, Gobi, Australia o Kalahari, entre otros.

El mayor desierto del mundo, el Sahara del norte de África, era hace 6.000 años una región de sabanas y exuberantes y frondosas praderas, con lagos y regada por abundantes lluvias, donde corrían animales de gran tamaño y en la que los seres humanos dejaron sus pinturas rupestres dibujadas en la piedra. También el de Gobi, entre China y Mongolia, era hace milenios un paisaje, a gran altitud, con mesetas de estepas y campos herbáceos, al menos durante la estación húmeda. Y el de Kalahari, en África del Sur, fue anteriormente un gran lago de agua dulce llamado Makgadikgadi. Incluso el de Arabia, que se extiende por Arabia Saudí y Egipto, albergaba hace unas decenas de miles de años un gran número de lagos en los que chapoteaban hipopótamos y búfalos de agua.

Aquellos vergeles originales son ahora páramos desérticos donde las condiciones extremas de calor o frío los convierten en lugares desnudos, secos, despoblados, en los que a la vida le cuesta adaptarse. Al menos, a esa vida cómoda y sedentaria a la que el hombre civilizado está acostumbrado y a la que no renuncia aunque esquilme al planeta. Pero han sido los ciclos geológicos y climáticos los que los han transformado tales espacios en desiertos, cuando se retiraron las últimas glaciaciones y se alteraron las épocas de lluvias. El Sol y el calor completaron la tarea al evaporar cualquier vestigio de humedad que pudiera haber en ellos. Es decir, la disminución de las precipitaciones y el aumento de la evaporación son las condiciones que generan los desiertos que hoy conocemos.

Esas condiciones pueden ser debidas a causas naturales o a la acción del hombre. Tanto es así que, si nadie lo remedia, será el ser humano y su actividad económica lo que condenará al Parque de Doñana, esa joya ecológica Patrimonio de la Humanidad,  a acabar como un desierto más del mundo. Va camino de ello. No importa que sea uno de los más importantes ecosistemas mediterráneos húmedos, con una costa que todavía sigue siendo una franja virgen sin asfaltar, excepto esa espinita letal de Matalascañas, y una marisma que alterna un lago en invierno y un secarral en verano que atrae especies de ambos ambientes. Para muchos, y por muchas razones (ideológicas, económicas, culturales), no es más que un terreno desperdiciado y despreciado que solo sirve para que aniden aves migratorias, se solacen el lince ibérico, los ciervos o el tejón, bajo la mirada escrutadora del águila imperial, y se distraigan unos cuantos turistas amantes de la naturaleza que apenas cubren el coste de los guardas que los guían. No es de extrañar, pues, que para algunas de las poblaciones de su entorno el Coto de Doñana sea, simplemente, un hándicap, un obstáculo o un freno a su economía que lastra el desarrollo y el progreso de aquellas poblaciones y su fuente primordial de ingresos: el cultivo intensivo de la fresa y otros frutos rojos.

 Y hacia esos detractores va dirigida, oportunamente en período electoral, una iniciativa legislativa de la Junta de Andalucía, consistente en aprobar la ampliación del regadío agrícola hasta aquellas fincas que lo tenían prohibido pero que regaban sus tierras con agua de pozos ilegales. Tampoco importa que la zona tenga prácticamente agotados sus recursos hídricos debido a la sobreexplotación del acuífero del subsuelo que nutre a la reserva natural y su comarca. Ni que ello contribuya a acelerar la falta de agua que determina la aparición de un desierto.

Con todo, no es la primera amenaza que acecha a tan emblemático espacio. Ya, en los años 60 del siglo pasado, tuvo que sortear un plan agrario que lo reduciría a su mínima expresión, a un simple jardín forestal. También hubo de enfrentarse al proyecto de una carretera que, como una herida lacerante, lo atravesaría desde Huelva a Cádiz. O a aquel gasoducto para transportar derivados del petróleo que transcurriría desde el puerto onubense hasta una refinería en Badajoz (Extremadura). Sin olvidar a la presión urbanística que aun se cierne sobre la costa, al dragado del río Guadalquivir que nunca se descarta sino que se aplaza o a la contaminación de afluentes que alimentan el parque a causa de residuos agrícolas o escapes de agua ácida y lodos tóxicos procedentes de la minería, como el acontecido en Aznalcóllar, hace justo 25 años, y del que sus responsables salieron impunes.

No hay que ser adivino para predecir que Doñana será un desierto. Y lo será, no por factores climáticos o naturales, sino por obra y gracia de la estulticia humana y del egoísmo materialista de la sociedad en la que vivimos, solo interesada en el rédito inmediato y el máximo beneficio, aunque ello suponga pan para hoy y hambre para mañana. Su transformación en una área estéril, seca, tórrida y vacía no sucederá al cabo de milenios de evolución geológica y climática, sino de forma progresivamente acelerada, de pocas décadas, en virtud de la mano del hombre y su sinrazón económica, medioambiental y política.

Porque, aunque es cierto que la debida preservación del Parque de Doñana plantea problemas sociales y económicos a la comarca, al restringir unos usos y una actividad centrados en la agricultura de regadíos que debería de ser compatible y sostenible con la existencia de un espacio natural protegido, no se consigue escapar a la dicotomía de una cosa o la otra. Al parecer, no hay medios ni voluntad, ni antes ni ahora, para compatibilizar ambas necesidades, las ecológicas y las productivas, y ofrecer alternativas que permitan la conservación de un espacio natural junto a la garantía económica y laboral de los pueblos del entorno que carecen de más medios de vida que la agricultura. Y ello pasa por llevar agua al Parque no para ampliar regadíos sino para alimentar sus recursos hídricos y contrarrestar la falta de precipitaciones. Y por disminuir el número de regadíos, cerrar los pozos ilegales y estimular, con rebajas fiscales, subvenciones e infraestructuras, la instalación de empresas, cuya actividad no sea perjudicial al medioambiente, que ofrezcan una alternativa socio-económica a una población obligada a abandonar sus cultivos tradicionales.

Si en la actualidad no hay agua ni subterránea ni superficial, si los científicos nacionales y foráneos advierten del “insostenible punto crítico” por el que atraviesa la reserva y si una sequía extrema está dejando el acuífero en niveles nunca vistos y los embalses medio vacíos, la sorprendente decisión de la Junta de Andalucía de legalizar cerca de mil hectáreas de nuevos regadíos va en contra del Parque de Doñana y a favor de su transformación irremediable en desierto. Lo que perjudicaría a la postre, aunque parezca contradictorio, a los propios agricultores por la degradación, erosión, aridificación y desertización de un territorio que acabará afectando al suelo limítrofe destinado a labores agrícolas. Asistiremos entonces a un caso más de empobrecimiento y destrucción de ecosistemas bajo el impacto del hombre, que se sumará a los 12 millones de hectáreas que cada año se pierden por la desertización del suelo. Tal será el legado que dejaremos a las generaciones futuras: el desierto de Doñana.

lunes, 10 de abril de 2023

Alquiler de vientres

Un personaje famoso de la prensa del corazón, adicta a los posados veraniegos en biquini, ha puesto de súbita actualidad (si no, no sería actualidad) el asunto de los vientres de alquiler, hasta el punto de haber provocado un debate social y, por ende, también político. No es para menos. El tema de la “gestación subrogada”, como la define la OMS –eufemismo que suaviza la realidad a la que alude-, no deja indiferente a nadie pues remueve las más íntimas convicciones de quienes, incluso, son partidarios de derribar tabúes que todavía cercenan ámbitos de libertad a la mujer y desearían su total emancipación para disponer de su cuerpo, su sexualidad y, por supuesto, para decidir sobre su exclusiva capacidad biológica de engendrar, aun cuando fisiológicamente no pueda.

Sin embargo, a mí personalmente me genera serias reservas éticas el hecho de que algunas mujeres puedan “alquilar” su útero para “incubar” un hijo que no es suyo sino ajeno, con óvulos, espermas o embriones de otra persona que “alquila” su vientre fértil. Se trata, sin duda, de una posibilidad que permite la técnica médica, pero que me cuesta aceptar sin más, sobre todo en aquellos casos en que el componente mercantil o psiquiátrico parece figurar entre las motivaciones para recurrir a ella. De ahí que esta práctica me parezca, en tales supuestos, sumamente obscena, cuanto menos.

Porque no se trata sólo de aplicar un recurso para resolver un problema de fertilidad en parejas que no pueden tener hijos por impedimentos congénitos o derivados de tratamientos farmacológicos (quimioterapia, etc.), quirúrgicos (histerectomías, abortos espontáneos, etc.) o patologías varias, sino de utilizar la fecundación in vitro para injertar unos embriones `de laboratorio´ en una gestante que no tendrá ninguna relación con el hijo que va a alumbrar. Es decir, ese hijo alumbrado tendrá dos madres: la biológica y la genética. Y esto se produce porque lo que empezó siendo una técnica de reproducción asistida ha devenido en comercio sumamente lucrativo allá donde se permite, como en Rusia, Estados Unidos, Ucrania, Israel, Canadá y otros países, hasta el punto de que, según un estudio de The Global Surrogacy Market  Report, genera unos beneficios de 14.000 millones de dólares, en 2022, en el mundo.

¿Y de qué estamos hablando? Del método de reproducción asistida en el que la mujer gestante no será finalmente la madre “oficial” del hijo que alumbre. Según el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico, la mujer que da a luz es la que, “previo acuerdo o contrato, cede su capacidad gestante para que le sea implantado un embrión ajeno, engendrado mediante fecundación in vitro, y se compromete a entregar el nacido al término de su embarazo”.  Tal método se denomina gestación subrogada, gestación por sustitución o, popularmente, vientre de alquiler, y consiste en que una mujer fértil accede a gestar en su vientre al hijo de otra persona o pareja. Estas otras personas son lo que se conoce como padres de intención. Tras el nacimiento, el hijo se entrega a los padres de intención y la gestante renuncia, como estipula un contrato previo, al derecho de maternidad y a la filiación del recién nacido.

Existen distintos tipos de gestación subrogada: la tradicional o parcial y la gestacional o completa, en función de si la inseminación artificial se realiza con material genético (óvulos) de la gestante o si no aporta ningún material genético, sino que proviene de la futura madre o de un banco de óvulos donados. En ambos casos, en función de si la gestante recibe compensación económica por el embarazo o sólo un pago por los gastos del parto, se puede hablar de gestación subrogada comercial o altruista. Y entre las personas que recurren a este método de reproducción suelen destacar las parejas homosexuales, hombres o mujeres solteros y las parejas heterosexuales que no pueden tener hijos.

En España, la gestación subrogada está prohibida desde que se promulgó la primera Ley de reproducción asistida, en 1988, que consideraba de nulo derecho todo contrato de subrogación de útero. Una doctrina que el Tribunal Supremo ratificaría cuando, en una sentencia de la Sala de lo Civil, de 2022, señaló que los “contratos de gestación por sustitución vulneran los derechos fundamentales tanto de la mujer gestante como del propio niño”. Y por si quedaban dudas, la última reforma de la Ley del Aborto recoge, además, que esta técnica es una forma de “violencia contra las mujeres en el ámbito de la salud sexual y reproductiva”.

Legalmente, por tanto, está prohibida en nuestro país y no caben interpretaciones -y mucho menos sentimentales como las que esgrime el personaje de la farándula que ha protagonizado el debate- para considerar que los vientres de alquiler sean una opción más al supuesto “derecho” a tener un hijo. Sólo cabe la posibilidad de acudir, previo pago de los emolumentos correspondientes, a esas clínicas foráneas donde se practica este tipo de intervención, como han hecho Miguel Bosé, Cristiano Ronaldo, Ricky Martin o la artista en el candelero. De hecho, en nuestro país se contabilizan más de 2.500 niños nacidos por gestación subrogada.

No obstante, la fertilización in vitro sí es perfectamente legal, pues está indicada en mujeres o parejas con problemas de fertilidad. Aproximadamente, un 12 por ciento de parejas en edad de procrear (de 15 a 45 años) es estéril. En esos casos, la fecundación in vitro es un válido procedimiento de reproducción asistida que permite a estas parejas cumplir el sueño de tener descendencia. Pero se aplica hasta determinada edad de la madre, por razones obvias. Así y todo, se dan casos de quienes buscan sortear este límite de edad acudiendo también al extranjero, como la mujer de 67 años que dio a luz dos niños y que murió tres años después de ello. O el de aquella otra, de 64 años, que parió gemelos tras una fecundación in vitro y que anteriormente tuvo otra niña por el mismo método, cuya custodia le fue retirada tras declararse una situación de desamparo, por detectar problemas de aislamiento del menor, deficiencias en su higiene, vestimenta inadecuada y absentismo escolar. Los psicólogos que valoran estas peticiones saben que existen componentes obsesivos o trastornos psiquiátricos en el empeño de ser madre cuando la naturaleza o la biología no lo permiten.  

De ahí mis reservas éticas a la extensión de esta técnica reproductiva, más aun si es ilegal, en toda persona de cualquier circunstancia que pueda costeársela. Me despierta especial cuestionamiento ético el papel de la madre gestante y el del hijo “adquirido” a cualquier precio. Considero, sinceramente, que quienes recurren a este procedimiento de “embarazo en diferido” no piensan ni en la mujer que “vende” su útero ni en el ser que viene al mundo en tales condiciones. Ambos son actores forzados (motivación económica en la gestante y egoísta en el niño alumbrado por encargo) que plantean a mi conciencia el interrogante de si lo que la técnica hace posible es aceptable, sin más, desde la ética o la moral. Porque ambos están involucrados en un procedimiento animado por un lucro que recuerda sospechosamente al tráfico comercial de la compra-venta de niños y el de órganos, en este caso vientres, que son mujeres. Ambos actores, en definitiva, son cosificados y discriminados como mercancías al servicio de terceros que instrumentalizan a la gestante y al niño para satisfacer cuestionables deseos, intereses o apetencias no exentas de componentes patológicos. Esa explotación de la función reproductiva y de la instrumentalización del cuerpo (vientre) de la mujer con fines lucrativos, particularmente en mujeres vulnerables (¿existe de verdad alguna mujer que se preste a ello sin necesidad, por puro altruismo?), es una clara afrenta a su dignidad y una forma de violencia contra ella.

Además, también se instrumentaliza al niño así concebido, pues es considerado mero producto resultante de un proceso “fabril”, como si fuera un bien o un servicio, encargado para satisfacer un supuesto derecho, el de los padres intencionales. Más allá del sentimentalismo por tener un hijo o un nieto, no existe en el derecho internacional ningún “derecho al hijo”, sino el hijo como sujeto de derecho. Según la Convención sobre los Derechos del Niño, el interés superior del menor tiene una consideración primordial. La dignidad que lo ampara como ser humano de especial consideración se ve afectada cuando se altera y mercantiliza su filiación, de capital importancia para su identidad, ya que en estos casos viene determinada por quien formaliza el contrato de gestación y no por la madre que realmente lo ha concebido. Máxime cuando en España la filiación de los hijos nacidos por gestación de sustitución será determinada por el parto. Este obstáculo para registrar o inscribir al niño lo sortean los padres comitentes aportando una resolución judicial del país donde han efectuado el procedimiento, certificando la filiación del nacido a favor de los padres intencionales y no de la gestante subrogada.

Pero más allá de estas reservas ético-legales, me plantea una amarga preocupación el hecho de que, en no pocos casos, estos niños de vientre de alquiler sean “encargados” por padres intencionales que difícilmente los verán crecer hasta la adultez, educar y formarse para ocupar su sitio en la sociedad y disfrutar de una vida plena. Carecerán de la compañía, el ejemplo y el apoyo de unos padres que los protegerán hasta que se valgan por sí mismos. Es decir, me entristece que hayan sido concebidos más por el egoísmo obsesivo de quienes, a cualquier precio, pueden permitirse el lujo de comprar un embarazo para colmar el deseo de ser padres o abuelos como sea. Vamos, que no lo tengo claro, a pesar de que la señora Obregón reluzca feliz en la portadas de la prensa rosa, como cuando posaba en bañador.