miércoles, 21 de febrero de 2024

OVNI en la Guerra Civil

Otra vez me veo en la necesidad de hablar de platillos volantes. Era en lo que me entretenía cuando apenas inauguraba la veintena de años. Y nuevamente lo hago por la interpelación de un viejo amigo, recalcitrante ufólogo que no abandona aquella juvenil pasión, José Antonio Galán, quien me obliga a recordar un pasado que creía superado. Todo viene a cuento porque hace más de cincuenta años -¡toda una vida!- realicé una entrevista y elaboré un informe sobre un supuesto  avistamiento OVNI, acaecido durante la Guerra Civil española,  que vio la luz en el Boletín Informativo Andaluz  (Nº 3, año 1972, págs. 10 a 12), un órgano de divulgación que nació de la iniciativa entre la RNC y ADIASA, grupos ufológicos sevillanos, junto a otros investigadores andaluces, que yo coordinaba y editaba por los años 70 del siglo pasado.

José Antonio me recaba ahora datos porque por el año en que ocurrió el caso resulta un precedente aun más antiguo que la fecha con la que suele datarse el origen histórico del  fenómeno ovni: 1947, año en el que el piloto estadounidense Kenneth Arnold informó del primer avistamiento de unos objetos no identificados, planos y brillantes, volando a gran velocidad en el cielo. Mi persistente amigo ufólogo reclama que haga memoria.

Pero lo que recuerdo es que entrevisté al testigo en su domicilio, confeccioné el dibujo del objeto a partir de los bocetos que me hizo y redacté el artículo que finalmente publiqué en el citado boletín (ver abajo). Después, continué con mis actividades como presidente de ADIASA sin prestarle mayor atención, dado lo antiguo del caso (1938), incluso en aquella época. Y acabó acumulando polvo en los archivos de la asociación. Se trataba de un hecho que no se sabe bien por qué se conoció en unos tiempos (finales de la dictadura impuesta en España por el bando vencedor de una guerra) en los que era prudente no profundizar demasiado sobre sucesos acaecidos en plena  Guerra Civil.

Lo que sigue lo conté en otra ocasión en esta misma bitácora. Pocos años después de abordar la investigación del caso disolví ADIASA, perdí interés por la ufología y seguí con mi vida por derroteros más ortodoxos de ganarse la vida, hasta lograr la satisfacción de disfrutar del tiempo de júbilo, propio de los pensionistas. Hasta que hace unas semanas recibí un correo electrónico de mi amigo que resucitaba aquellos hechos. Le contesto lo que acabo de exponer más arriba porque no dispongo de más documentación que los recuerdos de mi memoria. Pero, picado por la curiosidad, compruebo que todo lo que se puede descubrir en internet acerca de aquel suceso no son más que meras reproducciones periodísticas de mi informe original.

Reconozco que el caso, en sí, era interesante. Y el testigo, francamente abierto a contar su visión. También debo confesar que ignoro cómo tuve conocimiento de él ni quién me facilitó su dirección, que, por casualidad, correspondía a un edificio de la misma manzana en la que yo vivía con mis padres. Recuerdo que cuando me cruzaba con él, antes de conocerlo, resultaba un hombre serio, más bien seco, que llamaba la atención por tener una pierna de madera. Después de entrevistarlo, su trato fue cortés cada vez que nos saludábamos. Y que era mayor que yo, no puedo calcular cuánto, y que dejé de verlo al mudarme de vivienda. Nunca más supe de él.

La impresión que conservo es que la especie de “rueda de carro” que el testigo vio volando cuando su batallón defendía un cerro durante la Guerra Civil no parecía ser fruto de ninguna patraña, sino más bien del relato sincero y veraz de quien por fin puede contar un secreto. Sus descripciones de aquello desconocido se basaban en comparaciones con cosas conocidas. Pero poco más. El resto de la historia es lo que queda reflejado en el artículo que, para mi sorpresa, vuelvo a leer gracias a mi amigo ufólogo.

Aunque se puede añadir que, valorado desde la actualidad, aprecio con pesar que podría haber profundizado más en la investigación, recabar más datos y acopiar testimonios y registros documentales que hubieran servido para completarlo y dotarlo de mayor rigor. Pero aquella investigación, cuya repercusión hasta hoy ignoraba, se realizó hace más de 50 años y quien la llevó a cabo no era más que un joven estudiante con ínfulas de detective cósmico. Pero, a pesar de la tardanza aunque con más facilidades para documentarse, bien podría actualizarse con el apunte histórico y geográfico del contexto en que se produjeron los hechos.

Porque el testigo, que por la prudencia referida anteriormente quiso guardar el anonimato y no consentir  que se publicara su nombre, era un soldado que combatía en plena Guerra Civil en el  frente de Granada. Concretamente, en el Peñón de la Mata, una elevación de 1669 metros de altitud que domina la vega granadina y a cuyo pie se halla el pueblo de Cogollos-Vega.  Ese pico fue objeto de ataques por ambos bandos para controlar tan estratégica posición. Los sublevados lo toman el 1 de julio de 1937, y el 5 de febrero de 1938 lo recuperan los republicanos., la misma fecha en la que el testigo afirma haber visualizado un extraño objeto volador en forma de “rueda de carro de cañón”.  ¿A qué bando pertenecía el testigo? No me atreví a preguntárselo.

Lo que sí sé es que, como en toda contienda fratricida como nuestra Guerra Civil, muchos de los que se enfrentan son simples ciudadanos que combaten por pertenecer al territorio ocupado por los bandos beligerantes. Es decir, simples vecinos y hasta familiares empujados a ser enemigos en una guerra que ni siquiera comprenden. Tal fue el contexto en el que se pudo observar un OVNI sobrevolando la cabeza de un soldado, en 1938, en una montaña en Granada. Un caso que parece interesar a quienes investigan en la actualidad el fenómeno OVNI. Y que me hace desempolvar un pasado en el que yo también participaba de esas investigaciones con idéntica y enriquecedora pasión.

Actualización (22/02/24): El artículo aludido en esta entrada.









martes, 20 de febrero de 2024

La limpieza de Gaza

De forma inesperada pero cuando más oportuno era para el primer ministro de Israel por los apuros judiciales que padece y las complicadas relaciones con los socios ultraortodoxos de su Gobierno, una criminal incursión de Hamás a unas fronterizas colonias judías en octubre pasado vino a dar vitalidad bélico-patriotera a Benjamin Netanyahu. Sin pensárselo dos veces, ordenó de inmediato una “ofensiva” militar contra la Franja de Gaza para limpiar de terroristas el enclave de donde partieron los atacantes de la milicia armada palestina. El problema es que terrorista, para el gobernante sionista, es la totalidad de la población palestina que malvive en un espacio que nunca ha sido libre, pues siempre ha dependido del control de Israel para entrar o salir de sus límites

Como cínico oportunista, Netanyahu se empeña en considerar legítima defensa  lo que no es más que la limpieza de palestinos de una tierra que pueblan en condiciones absolutamente intolerables para cualquier país. Pero a los palestinos no se les consiente ningún país propio, como desean y por lo que luchan. Por eso, la comunidad internacional apenas hace nada efectivo contra la expulsión y matanza que se está cometiendo con ellos en Gaza en nombre del derecho a la defensa de un Israel embravecido con los restos de la antigua e histórica Palestina. Ni siquiera la ONU, cuyas misiones en la Franja han sido bombardeadas sin miramiento y que ha sido acusada de amparar a elementos terroristas entre su personal, ha podido no solo frenar sino siquiera condenar la inmoral barbarie que comete Israel contra los hombres, mujeres y niños palestinos de Gaza. Y, de paso, aunque en menor escala, de Cisjordania.

Cerca de 30.000 palestinos han muertos ya por esta ofensiva “defensiva” israelí. Más de 15.000 han resultado heridos. Y otros miles más están todavía por descubrir -sus cadáveres- bajo los escombros. Y aun falta el anunciado ataque final sobre Rafah, el último rincón al sur de la Franja, donde se ha empujado a más de la mitad de la población gazatí para acabar con ella o expulsarla, si Egipto se apiada y facilita su huida forzosa hacia campamentos en su territorio, cosa que las autoridades egipcias tratan de evitar como fuere.

Esta es la venganza que está perpetrando el gobierno sionista de Netanyahu con la excusa del sorprendente ataque de Hamás. Porque eso era lo que él perseguía desde siempre: que jamás exista un Estado palestino, ni en Gaza ni en Cisjordania. No quiere palestinos dentro de lo que considera el gran Israel. Y pretende expulsarlos, por las buenas o las malas, a Jordania, Egipto, Líbano o cualquier país árabe que quiera aceptarlos. Por las buenas, infestando de colonias judías Cisjordania. Y por las malas, emprendiendo una guerra, bajo cualquier oportuna excusa, no contra un ejército enemigo, sino contra los habitantes civiles e indefensos de un enclave que pretende ocupar con población israelí. Y se está saliendo con la suya. Ninguno de los 193 estados que conforman la ONU, juntos o por separado, ha podido frenar esta barbarie. Tampoco los que constituyen la Unión Europea.

El último intento por detener esta locura ha sido la Conferencia de Seguridad de Múnich sobre Oriente Próximo, celebrada hace unas fechas en la capital bávara, que se saldó con buenos deseos pero sin ningún compromiso efectivo que sirva para disuadir a Israel de proseguir con el exterminio de gazatíes. Tampoco el presidente de EE UU, Joe Biden, que autoriza el suministro del arsenal que necesita Israel para sus guerras, ha sido capaz de influir sobre el gobernante hebreo para que apacigüe su ánimo vengativo. Solo ante la anunciada ofensiva a Rafah, donde se halla acorralada la casi totalidad de los gazatíes, ha tenido a bien EE UU presentar una resolución de Naciones Unidas con la que se opone a la misma, siendo la primera vez que respalda un alto el fuego entre Israel y Hamás. Por lo que parece, nada detiene a Netanyahu en su ofuscación sanguinaria. Ni siquiera los rehenes israelíes todavía secuestrados por Hamás en Gaza. De ahí que se haya negado incluso a enviar representantes a las últimas negociaciones que se han llevado a cabo en Egipto, con patrocinio de la CIA y de Qatar. Netanyahu solo quiere la guerra y la pírrica victoria que obtendrá su ejército luchando contra una población cautiva entre las balas de los terroristas y las bombas israelíes. 

Lo único que le importa a Benjamin Netanyahu es que la contienda le permita continuar gobernando, a pesar de mancharse las manos de sangre. Los muertos, sobre todo si son palestinos, serán en cualquier caso un precio inevitable –daños colaterales- para culminar su ambición política e ideológica, esto es, que la Justicia no lo aparte del poder  y que nunca exista un Estado Palestino, aunque su existencia ofrezca garantías de seguridad para Israel y entable relaciones de mutua y pacífica convivencia, como establecen las Resoluciones de la ONU y el Derecho Internacional.

Esta guerra de Gaza es un insulto a la inteligencia, una afrenta a la ética y a la moral y un reto para las democracias decentes del mundo. Porque ni en Gaza ni en Ucrania la fuerza puede sustituir a la razón, a la legalidad y a la inviolabilidad de los estados o países. Hay que parar los delirios criminales de los Netanyahu y Putin que hoy destrozan impunemente la paz y la libertad de los pueblos que agreden por capricho imperialista. Y hay que pararlos gritando cada vez más alto ¡basta!, sin esperar la condena de la historia. No nos está permitido ser equidistantes ni condescendientes con la violencia en ningún lugar, la ejerza quien la ejerza. Ya está bien.      

miércoles, 14 de febrero de 2024

Tractores en las calles

Primero fue Francia, luego otros países de Europa y, por último, España donde los trabajadores del campo, agricultores y ganaderos, decidieron manifestarse sacando sus tractores a las carreteras, calles y plazas de las ciudades. Los convocantes, al principio, eran organizaciones minoritarias del sector a las que, más tarde, se unieron los grandes sindicatos agrarios en una amalgama unida bajo pancartas que reivindicaban menos burocracia, menos restricciones en el uso de plaguicidas y pesticidas, menos importaciones de países extracomunitarios que generan una competencia desleal, menos brecha en los precios de la cadena alimentaria y más agua (o menos sequía o políticas ecológicas).

Es comprensible y hasta justificable esta protesta masiva de los agricultores y trabajadores del campo cuando exigen mejores condiciones y mayores beneficios para su trabajo y medio de vida. Cualquier sector de la actividad económica persigue lo mismo y de vez en cuando lo expresa de manera ruidosa. Todo trabajador aspira a que sus derechos sean respetados y reconocidos. Pero las formas, muchas veces, devalúan y hasta invalidan los motivos de cualquier queja. Los agricultores franceses, por ejemplo, pueden tener argumentos sólidos para sus movilizaciones, pero cuando atacan a los transportistas españoles de paso por las carreteras francesas hacia otros mercados europeos, tirando y destruyendo sus mercancías al asfalto, se ganan el rechazo de sus vecinos también agricultores y no consiguen la solidaridad con sus demandas. Porque no son modos.

Algo parecido está sucediendo en nuestro país en las últimas semanas con las manifestaciones de tractores, muchas no autorizadas, que cortan carreteras, intentan provocar el desabastecimiento de las ciudades, agreden a vehículos particulares que buscan zafarse del bloqueo en alguna vía, tratan de boicotear ceremonias culturales o cinematográficas o, incluso, pretenden concentrarse en las sedes de partidos políticos. Pecan, a mi entender, de ejercer un exhibicionismo de fuerza excesivo para unas reclamaciones que bien podrían abordarse por vía del diálogo y una negociación menos estruendosa y, sobre todo, menos perjudicial para terceros.

A menos, claro está, que lo que se persiga sea algo ajeno a los intereses reales de los hombres del campo. Porque, en primer lugar, en las manifestaciones con tractores confluyen empresarios de multinacionales y terratenientes que acaparan las subvenciones europeas a la producción, ingenieros y autónomos agrícolas cuyos cultivos o cosechas son rentables. Y hay, por supuesto, agricultores modestos y humildes trabajadores de fincas e industrias que malviven con sueldos indignos y condiciones inadmisibles. Podría haber migrantes que, a su pesar, son invisibles porque son ilegales y su contratación es cuanto menos irregular. Es decir, estas tractoradas conjugan intereses distintos y hasta opuestos en una única protesta. Parecen, por tanto, existir objetivos extra-agrícolas que se aprovechan del comprensible descontento de los campesinos.

En segundo lugar, porque las manifestaciones se producen a pocas fechas de unas elecciones europeas, en las que se eligen a los representantes nacionales que constituirán el Parlamento comunitario encargado de aprobar las políticas agrarias que se aplican al sector en todo el continente, como las PAC (Política Agraria Común, que consume más de un tercio del presupuesto europeo), la normativa que busca compatibilizar el desarrollo sostenible con la lucha contra el cambio climático, leyes que protegen la salud del uso masivo de pesticidas, la regulación rigurosa en el uso de anabolizantes y antibióticos en el ganado, protección de acuíferos y aguas superficiales y otras normas que rigen la industria agrícola y ganadera. La coincidencia de estas manifestaciones a escala continental no puede ser casual. Y no lo es porque es precisamente la UE la que decide las políticas estructurales, arancelarias, ambientales y comerciales que afectan al sector primario. Y contra muchas de esas políticas es por lo que salen los tractores a las carreteras, aunque parezca que protestan también contra el Gobierno. Y, de hecho, también lo hacen.

Y, por último, porque entre los convocantes destacan organizaciones de variada ideología que aprovechan las revueltas del campo para alborotar no solo contra Bruselas sino, principalmente, contra el Gobierno de España, con el que se enfrentan en otros ámbitos,  acusándolo incluso de inventar la sequía. No es extraño, por tanto, que la ultraderecha haya encontrado el modo de subirse a los tractores para expandir su ideario antieuropeísta, negacionista del cambio climático, polarizador de la convivencia y de deslegitimación de las instituciones. Ejemplo de ello es la Plataforma 6F (6 de febrero), el movimiento que promovió las primeras tractoradas por toda España. Un miembro activo de esa plataforma es una exmilitante de Vox, famosa por sus  chillidos, insultos y provocaciones, megáfono en mano, en algunas concentraciones. Esta plataforma usa Whatsapp o Telegram para sus convocatorias e intenta competir con sindicatos y asociaciones agrícolas, mezclando bulos y medias verdades, para propalar que la sequía es provocada, que los productos importados de países fuera de la UE no tienen controles, que la estela de los aviones es veneno con el que nos fumigan, que la crisis climática es mentira o que los trámites para las subvenciones europeas son engorrosos e inútiles.  Esta plataforma, casualmente, comparte ideario con Solidaridad, el brazo sindical de Vox, que la apoya, justifica y aplaude los actos vandálicos que comete en algunas concentraciones. Gracias a ambas, la ultraderecha  se ha infiltrado e intenta liderar casi en su totalidad las protestas de unos agricultores que están hartos de rellenar formularios, no les agradan las políticas conservacionistas y desconfían de los acuerdos comerciales con países extracomunitarios.

Si  no hacen lo posible por evitarlo, las tractoradas acabarán siendo dirigidas y manipuladas por elementos extraños a los intereses de los agricultores, a pesar de que el campo tiene grandes motivos para quejarse y exigir ayudas. Sus protestas deberán ajustarse a lo que en justicia es recomendable y oportuno, sin exageradas demostraciones de fuerza.  Y habrán de reconocer que los problemas que les afectan no se resuelven con soluciones  simples e inmediatas porque, entre otros motivos, tales problemas no les afectan sólo a ellos. Es verdad que la transición verde no ha tenido en cuenta al agricultor y ganadero. Pero esa transición hay que hacerla porque hay que combatir el cambio climático. Sería deseable que tales cambios se implementen gradualmente. Pero en ningún caso se pueden dejar de hacer porque es indudable que la crisis climática nos está obligando a modificar nuestro actual modo vida. El de todos: el de la gente del campo y el de las urbes. El de la agricultura y el del consumo. Por eso hay que avanzar hacia un futuro sostenible compatible con unas relaciones equilibradas entre todos los operadores de la cadena alimentaria, como demanda un representante del sindicato gallego Unión de Agricultores.

También se aconsejable, como piden los agricultores, reducir los trámites burocráticos, siempre y cuando ello no facilite el descontrol, la corrupción y los pelotazos de los grandes empresarios del sector en perjuicio del pequeño agricultor y granjero. No se puede eliminar toda la burocracia porque buena parte de ella está diseñada para combatir la corrupción en las subvenciones, lo que beneficia a quienes de verdad precisan de tales ayudas económicas para sus pequeñas y medianas explotaciones.

Y se deberá garantizar un mejor equilibrio entre los productos europeos  y las importaciones  foráneas en relación con unos requisitos comunes que eviten la competencia desleal. Es impensable –y, si así fuera, sería inaceptable- que los responsables comunitarios aprueben directrices que benefician lo importado en detrimento de los productos propios. En un mundo en el que el mercado es global, su regulación ha de cuidar ese delicado equilibrio. No hay que olvidar que la agricultura española, como la francesa, la portuguesa, la italiana, la rumana o la polaca, comparte el mercado europeo y unas políticas agrarias comunes, procurando que ninguna represente una amenaza insoportable para las demás, excepto las de competir en un  libre mercado que premia la eficiente competitividad. Y que ese mercado único ha fortalecido nuestra agricultura y ganadería desde que formamos parte de él, obligando a modernizar y potenciar este sector productivo. Es por ello que constituye todo un despropósito promover una especie de nacionalismo agrario, como desea la ultraderecha antieuropea, puesto que tal regresión sólo acarrearía más pobreza y obstáculos a los trabajadores del campo. De ahí que se equivoquen los franceses cuando atacan a los transportistas españoles. Y cuando los españoles protestamos por las importaciones de productos marroquíes. 

Las reivindicaciones de los campesinos, cuyos problemas son seculares, han de ser atendidas por el Gobierno, pero sobre todo por Bruselas, donde se deciden las principales políticas que les conciernen. Las movilizaciones por sus demandas son comprensibles y necesarias, pero no deberían descuidar la comprensión, la adhesión y la solidaridad del resto de la ciudadanía, procurando todo cuanto sea posible que no sean instrumentalizadas por los que aprovechan el descontento campesino para pescar en rio revuelto a favor de intereses espurios. Y no deberían confundir la diana donde lanzar sus dardos reivindicativos con probabilidad de éxito. Muchos de los que aplauden y jalean sólo pretenden distraer del objetivo.

domingo, 4 de febrero de 2024

La Vox de su Amo

La ultraderecha, con cualquiera de sus caretas, no puede disimular sus genes fascistas tanto en su ideario como en su liderazgo. Tiende, tarde o temprano, al autoritarismo indiscutible de su máximo dirigente, considerado prácticamente como un caudillo no solo ideológico sino también orgánico. Y con derecho a exigir a sus acólitos una fidelidad ciega, cuasi religiosa. Es imposible conocer a ninguna formación ultraderechista sin que de manera inmediata la identifiquemos con su líder carismático, al que es imposible ignorar. Es más, tenemos noticia de tales grupos o partidos porque conocemos sus dirigentes y lo que proponen, incluso hasta los argumentos falaces, por simplistas, que propagan como solución a todos los males de nuestras sociedades.

El ideario de estas formaciones radicales de derecha es aquel que sus máximos dirigentes han expresado desde cualquier tribuna que se ha puesto a tiro. La ultraderecha es reconocida por la imagen de su careta en cada lugar. Los republicanos más ultraconservadores exhiben la efigie de Trump, quien está decidido regresar a la Casa Blanca para vengar la derrota anterior, jamás reconocida por él y, por seguidismo irracional, los suyos. La Liga del Norte italiana adopta el perfil de Salvini y Fratelli d´Italia, el de Meloni, juntos en el Gobierno con la Liga del Norte de Berlusconi, recién fallecido. Viktor Orban aglutina a los ultras de Hungría, renuentes a Europa y a la separación de poderes. La ultraderecha polaca, que se enmascara tras las siglas de Ley y Justicia (¡Qué bonito si fuera verdad!), habla por boca de su líder Morawieckir de limpiar su país de LGTBI y de erradicar el aborto. En Francia, la ultraderecha tiene semblante de mujer, Marine Le Pen, hija del fundador de Agrupación Nacional, antes Frente Nacional, que dirige por herencia. Y en España, por no hacer demasiado extensa esta relación, el ultranacionalismo neofascista está pastoreado por Santiago Abascal, un personaje cuyo único mérito político y laboral es haber sido durante toda su vida exmilitante del Partido Popular hasta que, junto a otros exmiembros de dicho partido, fundaron esa rama escindida del conservadurismo patrio que bautizaron con el nombre de Vox.

Y de Vox se sabe eso: que lo lidera Abascal sin saber por qué ni cómo. Sabemos del partido lo que sabemos de Abascal. Que está en contra del Estado de las Autonomías, que criminaliza la emigración, a la que acusa de la mayoría de los delitos que se cometen en España y de “robar” el trabajo a los españoles. También que despotrica del feminismo, al que tacha de ideología feminazi, de los derechos de los homosexuales y LGTBI y que niega la violencia machista porque, según él, los asesinos son tantos hombres como mujeres en lo que describe con el eufemismo de violencia intrafamiliar. Su partido, como buen partido ultra, lucha “contra la corrección política asfixiante”, defiende la propiedad privada (¡faltaría más!) y un Estado cada vez más delgado que no otorgue “paguitas” a los parados, a los desfavorecidos u orillados social y económicamente. Flaco para los pobres, pero, en cambio, generoso a la hora de subvencionar las corridas de toros y a la iglesia, católica por supuesto. Y para rebajar impuestos a los ricos. Se proclama, en fin, defensor de España, la familia y la vida, pero no acepta otras ideas de España, familia y vida tan legítimas como la suya, aunque distintas. No esconde su odio visceral al comunismo  y los independentistas. De buena gana, si gobernara, prohibiría que esas opciones ideológicas pudieran constituirse en partidos políticos, declarándolos ilegales. Y por eso, no admite un gobierno socialista, aunque haya sido elegido e investido por el Congreso de los Diputados, como establece la democracia de nuestro país y la Constitución.  No ve en ello contradicción alguna con declararse constitucionalista, junto al tronco del que brota y parasita, el PP, creyendo que ambos son los únicos cualificados, aunque la incumplan con su ideario –Vox- o sus bloqueos –PP, que impide renovar el CGPJ- para expender certificados de constitucionalidad al resto de formaciones políticas del arco parlamentario.

En cualquier caso, la ultraderecha española no es un fenómeno nuevo o moderno, como otros populismos. Tiene sus raíces y un claro linaje. La historia reciente fija sus orígenes en el franquismo, la dictadura militar apoyada por los más rancios epígonos de la Falange y de los ultraconservadores fanáticos, bendecidos por el nacionalcatolicismo –católico, por supuesto-, los latifundistas y monopolistas y los uniformados que traicionaron la legalidad republicana. La vieja Falange Española y de la Jons, partido fascista, se visualizaba con la figura de su presidente, José Antonio Primo de Rivera. Y el franquismo, como movimiento, derivaba de la del general golpista que le dio nombre, Francisco Franco, dictador por la gracia de Dios. Los ultras más recalcitrantes de aquel franquismo se ahuecaron bajo las alas de Blas Piñal, fundador de Fuerza Nueva, contrario a la democracia y las libertades. Y todos ellos, muerto el dictador y restaurada la democracia, buscaron cobijo en Alianza Popular, el partido fundado durante la Transición por antiguos jerarcas del franquismo, como su líder Manuel Fraga y sus “siete magníficos”.

Con esos mimbres está tejido Vox, el actual partido de Santiago Abascal. En un resumen apresurado, se puede decir que aquella Alianza Popular mutó a Partido Popular, dirigido por José María Aznar “sin tutelas ni tutías”, que lo aupó al poder durante ocho años imponiendo una dura economía neoliberal. Aznar nombraría sucesor a  Mariano Rajoy, que lo heredó en el poder y, a causa de la corrupción interna, lo dejó en la oposición al perder una moción de censura. Tras un experimento insólito, Pablo Casado, elegido en las únicas primarias celebradas en el partido, tomaría las riendas hasta que fue defenestrado por una baronesa autonómica, con más colmillos y menos escrúpulos que él, y obligaría a sustituirlo por Alberto Feijóo, otro barón regional, esta vez  por Galicia, donde solía consolidar liderazgo por mayorías absolutas.

El caso es que Santiago Abascal abandonaría el Partido Popular en 2014 para fundar Vox, junto a Alejo Vidal-Quadras y otros exdirigentes populares. Desde entonces continúa controlando su partido con mano dura e inevitables tics autoritarios hacia posiciones cada vez más radicales de extrema derecha. Ejerce un hiperliderazgo personalista que emula el caudillismo cesarista (valga la redundancia) que no consiente disenso interno alguno. Pero no hace más que exportar a nuestro país una versión del neofascismo que Trump representa en Estados Unidos y que irradia al mundo, gracias a la mano invisible de Steve Bannon, el principal ideólogo y estratega que posibilitó su llegada a la Casa Blanca. Según Chomsky, la extrema derecha europea y Trump están ligados enormemente, pues se siente identificada con sus modos y maneras. El ejemplo norteamericano es  seguido por las demás formaciones ultras en sus campañas, basadas en un populismo ramplón, el racismo visceral y un enaltecimiento del nacionalismo identitario, junto a el antiabortismo, el antifeminismo y el abuso de las fake news o de burdas mentiras que explayan sin complejos. Es decir, su acción se basa en lo que Umberto Eco describió como “totalitarismo confuso” del fascismo moderno: el culto a la tradición, el miedo a la diferencia, el populismo y el machismo.

Y cierta dosis de suerte, junto a desmemoria ciudadana y oportunismo político. Abascal manejaría su grupo en la irrelevancia si Trump no hubiera  accedido a la presidencia de EE.UU., impulsando una oleada ultraderechista por el planeta, y si, en 2018, el PP de Andalucía no hubiera otorgado a Vox el privilegio de ser socio parlamentario del gobierno. Era la primera vez que la ultraderecha era blanqueada en España, único país de Europa donde permanecía fuera de las instituciones del poder. Y desde entonces, no ha hecho más que aumentar su influencia gracias a la dependencia del PP de sus votos y apoyo. Tanto que su líder, ya de por sí autoritario, no hace más que asegurarse un liderazgo intocable purgando cualquier crítica y todo crítico en su formación. La larga y silenciada lista de defenestrados empieza por el co-fundador Vidal-Quadras y termina, por ahora, con Macarena Olona, tras su fracaso en las elecciones andaluzas de 2022, e Iván Espinosa de los Monteros, que dio portazo argumentando “motivos familiares”. Expulsiones y abandonos que se suceden en un goteo continuo que Abascal considera pura ciencia ficción de los medios de comunicación, a pesar de que su grupo parlamentario haya desaparecido en Baleares, donde cinco de sus siete diputados han echado a los otros dos, mientras la dirección de Abascal ordenaba expulsar a esos cinco que no se plegaban a sus dictados. Y es que en Vox sólo se escucha la voz de su amo.

No es extraño, pues, que Abascal, como buen caudillo, sólo pueda ser “elegido” por aclamación, como sucedió en la última asamblea, celebrada el pasado 27 de enero, en la que renovó su cargo sin la existencia de candidaturas rivales y sin votación de la militancia. Para ello procuró que una Asamblea General Extraordinaria, que él mismo convocó por sorpresa después de las vacaciones de Navidad, se desarrollara como mero trámite, cuya duración no sobrepasó los 15 minutos, y en la que estaba vetada la prensa que considera incómoda o de izquierdas. Nada de preguntas, nada de votaciones, nada de crítica ni de críticos. Los procedimientos internos  democráticos en Vox son tan extraños como la contabilidad transparente de sus cuentas. Así es ese partido nuestro de extrema derecha: la Vox de su amo.