miércoles, 14 de febrero de 2024

Tractores en las calles

Primero fue Francia, luego otros países de Europa y, por último, España donde los trabajadores del campo, agricultores y ganaderos, decidieron manifestarse sacando sus tractores a las carreteras, calles y plazas de las ciudades. Los convocantes, al principio, eran organizaciones minoritarias del sector a las que, más tarde, se unieron los grandes sindicatos agrarios en una amalgama unida bajo pancartas que reivindicaban menos burocracia, menos restricciones en el uso de plaguicidas y pesticidas, menos importaciones de países extracomunitarios que generan una competencia desleal, menos brecha en los precios de la cadena alimentaria y más agua (o menos sequía o políticas ecológicas).

Es comprensible y hasta justificable esta protesta masiva de los agricultores y trabajadores del campo cuando exigen mejores condiciones y mayores beneficios para su trabajo y medio de vida. Cualquier sector de la actividad económica persigue lo mismo y de vez en cuando lo expresa de manera ruidosa. Todo trabajador aspira a que sus derechos sean respetados y reconocidos. Pero las formas, muchas veces, devalúan y hasta invalidan los motivos de cualquier queja. Los agricultores franceses, por ejemplo, pueden tener argumentos sólidos para sus movilizaciones, pero cuando atacan a los transportistas españoles de paso por las carreteras francesas hacia otros mercados europeos, tirando y destruyendo sus mercancías al asfalto, se ganan el rechazo de sus vecinos también agricultores y no consiguen la solidaridad con sus demandas. Porque no son modos.

Algo parecido está sucediendo en nuestro país en las últimas semanas con las manifestaciones de tractores, muchas no autorizadas, que cortan carreteras, intentan provocar el desabastecimiento de las ciudades, agreden a vehículos particulares que buscan zafarse del bloqueo en alguna vía, tratan de boicotear ceremonias culturales o cinematográficas o, incluso, pretenden concentrarse en las sedes de partidos políticos. Pecan, a mi entender, de ejercer un exhibicionismo de fuerza excesivo para unas reclamaciones que bien podrían abordarse por vía del diálogo y una negociación menos estruendosa y, sobre todo, menos perjudicial para terceros.

A menos, claro está, que lo que se persiga sea algo ajeno a los intereses reales de los hombres del campo. Porque, en primer lugar, en las manifestaciones con tractores confluyen empresarios de multinacionales y terratenientes que acaparan las subvenciones europeas a la producción, ingenieros y autónomos agrícolas cuyos cultivos o cosechas son rentables. Y hay, por supuesto, agricultores modestos y humildes trabajadores de fincas e industrias que malviven con sueldos indignos y condiciones inadmisibles. Podría haber migrantes que, a su pesar, son invisibles porque son ilegales y su contratación es cuanto menos irregular. Es decir, estas tractoradas conjugan intereses distintos y hasta opuestos en una única protesta. Parecen, por tanto, existir objetivos extra-agrícolas que se aprovechan del comprensible descontento de los campesinos.

En segundo lugar, porque las manifestaciones se producen a pocas fechas de unas elecciones europeas, en las que se eligen a los representantes nacionales que constituirán el Parlamento comunitario encargado de aprobar las políticas agrarias que se aplican al sector en todo el continente, como las PAC (Política Agraria Común, que consume más de un tercio del presupuesto europeo), la normativa que busca compatibilizar el desarrollo sostenible con la lucha contra el cambio climático, leyes que protegen la salud del uso masivo de pesticidas, la regulación rigurosa en el uso de anabolizantes y antibióticos en el ganado, protección de acuíferos y aguas superficiales y otras normas que rigen la industria agrícola y ganadera. La coincidencia de estas manifestaciones a escala continental no puede ser casual. Y no lo es porque es precisamente la UE la que decide las políticas estructurales, arancelarias, ambientales y comerciales que afectan al sector primario. Y contra muchas de esas políticas es por lo que salen los tractores a las carreteras, aunque parezca que protestan también contra el Gobierno. Y, de hecho, también lo hacen.

Y, por último, porque entre los convocantes destacan organizaciones de variada ideología que aprovechan las revueltas del campo para alborotar no solo contra Bruselas sino, principalmente, contra el Gobierno de España, con el que se enfrentan en otros ámbitos,  acusándolo incluso de inventar la sequía. No es extraño, por tanto, que la ultraderecha haya encontrado el modo de subirse a los tractores para expandir su ideario antieuropeísta, negacionista del cambio climático, polarizador de la convivencia y de deslegitimación de las instituciones. Ejemplo de ello es la Plataforma 6F (6 de febrero), el movimiento que promovió las primeras tractoradas por toda España. Un miembro activo de esa plataforma es una exmilitante de Vox, famosa por sus  chillidos, insultos y provocaciones, megáfono en mano, en algunas concentraciones. Esta plataforma usa Whatsapp o Telegram para sus convocatorias e intenta competir con sindicatos y asociaciones agrícolas, mezclando bulos y medias verdades, para propalar que la sequía es provocada, que los productos importados de países fuera de la UE no tienen controles, que la estela de los aviones es veneno con el que nos fumigan, que la crisis climática es mentira o que los trámites para las subvenciones europeas son engorrosos e inútiles.  Esta plataforma, casualmente, comparte ideario con Solidaridad, el brazo sindical de Vox, que la apoya, justifica y aplaude los actos vandálicos que comete en algunas concentraciones. Gracias a ambas, la ultraderecha  se ha infiltrado e intenta liderar casi en su totalidad las protestas de unos agricultores que están hartos de rellenar formularios, no les agradan las políticas conservacionistas y desconfían de los acuerdos comerciales con países extracomunitarios.

Si  no hacen lo posible por evitarlo, las tractoradas acabarán siendo dirigidas y manipuladas por elementos extraños a los intereses de los agricultores, a pesar de que el campo tiene grandes motivos para quejarse y exigir ayudas. Sus protestas deberán ajustarse a lo que en justicia es recomendable y oportuno, sin exageradas demostraciones de fuerza.  Y habrán de reconocer que los problemas que les afectan no se resuelven con soluciones  simples e inmediatas porque, entre otros motivos, tales problemas no les afectan sólo a ellos. Es verdad que la transición verde no ha tenido en cuenta al agricultor y ganadero. Pero esa transición hay que hacerla porque hay que combatir el cambio climático. Sería deseable que tales cambios se implementen gradualmente. Pero en ningún caso se pueden dejar de hacer porque es indudable que la crisis climática nos está obligando a modificar nuestro actual modo vida. El de todos: el de la gente del campo y el de las urbes. El de la agricultura y el del consumo. Por eso hay que avanzar hacia un futuro sostenible compatible con unas relaciones equilibradas entre todos los operadores de la cadena alimentaria, como demanda un representante del sindicato gallego Unión de Agricultores.

También se aconsejable, como piden los agricultores, reducir los trámites burocráticos, siempre y cuando ello no facilite el descontrol, la corrupción y los pelotazos de los grandes empresarios del sector en perjuicio del pequeño agricultor y granjero. No se puede eliminar toda la burocracia porque buena parte de ella está diseñada para combatir la corrupción en las subvenciones, lo que beneficia a quienes de verdad precisan de tales ayudas económicas para sus pequeñas y medianas explotaciones.

Y se deberá garantizar un mejor equilibrio entre los productos europeos  y las importaciones  foráneas en relación con unos requisitos comunes que eviten la competencia desleal. Es impensable –y, si así fuera, sería inaceptable- que los responsables comunitarios aprueben directrices que benefician lo importado en detrimento de los productos propios. En un mundo en el que el mercado es global, su regulación ha de cuidar ese delicado equilibrio. No hay que olvidar que la agricultura española, como la francesa, la portuguesa, la italiana, la rumana o la polaca, comparte el mercado europeo y unas políticas agrarias comunes, procurando que ninguna represente una amenaza insoportable para las demás, excepto las de competir en un  libre mercado que premia la eficiente competitividad. Y que ese mercado único ha fortalecido nuestra agricultura y ganadería desde que formamos parte de él, obligando a modernizar y potenciar este sector productivo. Es por ello que constituye todo un despropósito promover una especie de nacionalismo agrario, como desea la ultraderecha antieuropea, puesto que tal regresión sólo acarrearía más pobreza y obstáculos a los trabajadores del campo. De ahí que se equivoquen los franceses cuando atacan a los transportistas españoles. Y cuando los españoles protestamos por las importaciones de productos marroquíes. 

Las reivindicaciones de los campesinos, cuyos problemas son seculares, han de ser atendidas por el Gobierno, pero sobre todo por Bruselas, donde se deciden las principales políticas que les conciernen. Las movilizaciones por sus demandas son comprensibles y necesarias, pero no deberían descuidar la comprensión, la adhesión y la solidaridad del resto de la ciudadanía, procurando todo cuanto sea posible que no sean instrumentalizadas por los que aprovechan el descontento campesino para pescar en rio revuelto a favor de intereses espurios. Y no deberían confundir la diana donde lanzar sus dardos reivindicativos con probabilidad de éxito. Muchos de los que aplauden y jalean sólo pretenden distraer del objetivo.

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