Más tarde, conseguí leer la primera parte del Quijote gracias a la versión actualizada del castellano realizada por el escritor Andrés Trapiello (Ediciones Destino, 2015), con la que pude entender, al fin, en su literalidad la primera frase inicial de la novela: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo de los de lanza, ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor”. Entonces comprendí lo de “lanza en astillero” y ”adarga antigua” (Edición del Instituto Cervantes).
Pero, aun así, seguía sin captar ni el sentido irónico de la novela ni por qué se la considera una obra maestra de Cervantes, ejemplo fundacional del arte novelesco, hasta el extremo de haber influenciado a autores como Melville, Balzac, Joyce, Stendhal, Thomas Mann o Mark Twain, entre otros, quienes, a partir de ella, consolidaron el género literario de la novela como la forma narrativa suprema. Para mí, Don Quijote no era más que una serie de cuentos estrambóticos.
Y no logré aclararme hasta que este verano me sumergí en las luminosas páginas del libro de Antonio Muñoz Molina: “El verano de Cervantes” (Seix Barral, 2025). A él debo que me haya enseñando a leer con ojos nuevos, entrenados a percibir lo esencial, el Don Quijote de Cervantes, impulsándome a retomar, una vez más, la relectura de esa obra universal de nuestra literatura clásica. Y es que soy así de cortito: sin ayuda (sin maestros) soy incapaz de acceder al conocimiento.
De esta forma, como explica Muñoz Molina, he podido considerar la novela de Cervantes como un relato de ficción y una crítica literaria. A valorar la parodia utilizada por su autor para resaltar el contraste entre la realidad y la forma siempre imprecisa de abordarla o apresarla, y percibir cómo satiriza las novelas pastoriles, inventando un género nuevo con el que retrata la sociedad de su tiempo a través de los ojos de un entreverado loco, lleno de lucidos intervalos. No obstante, Don Quijote no adoctrina nunca, pues toda opinión expresada en la novela pertenece a algún personaje y se corresponde con su carácter, su educación y sus peripecias. De ahí que la razón narrativa prevalezca siempre, como afirma Muñoz Molina. O como asegura Fernando Pessoa: todas nuestras opiniones son de otros.
Además, Antonio Muñoz Molina, con enorme sensibilidad y una prosa cautivadora, va mezclando su análisis del Quijote con los recuerdos de infancia en el mundo rural de su Úbeda natal y sus primeras lecturas. Descubrimos, así, que leía Don Quijote igual que leía todo lo que cayera en sus manos, hasta los papeles rotos de las calles. Y nos revela que sus lecturas de niño vivificaban la novela que comenzaba a escribir, en la que la propia voz de Cervantes contenía el secreto de lo que iba a estar desde el inicio en el corazón de aquel texto: Después de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido .Es decir, que un libro no se plantea, se engendra, y empieza a hacerlo mucho antes de que el autor lo sepa, en ese espacio de oscuridad y silencio del habla Proust. Y es que, para Muñoz Molina, leer y escribir, además de su afición y oficio, ha sido el refugio literal de supervivencia. Gracias al cual he aprendido a leer Don Quijote de la Mancha. Y se lo agradezco sinceramente.
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