domingo, 28 de enero de 2024

¿Amnistía para el terrorismo?

Ha causado cierta alarma que la ley de amnistía que está discutiéndose en el Congreso de los Diputados, a propuesta del PSOE -alarma sobreañadida a la generada por la propia ley-, parezca orientada a que se puedan amnistiar los delitos de terrorismo que supuestamente se cometieron durante las manifestaciones y concentraciones desarrolladas con ocasión del proceso soberanista catalán de 2012 por la autodeterminación y la independencia de Cataluña. Aquellos hechos es lo que se conoce como el procés. Aparte de las iniciativas legislativas para viabilizar una “desconexión”  con la legalidad constitucional, aquel procés significó, en la calle, múltiples algaradas y altercados públicos, con enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, que tuvieron mayor efervescencia durante la celebración de una consulta no autorizada a los catalanes sobre la independencia y la consiguiente actuación de la policía para impedirla.

Desórdenes públicos, manifestaciones, quema de contenedores, cortes de carreteras y concentraciones frente a instituciones y organismos varios que, en algún momento, parecían descontrolados, pero que nunca traspasaron la delgada línea que separa lo realmente violento de lo pacífico y ruidoso. Es decir, no fueron más violentos que las movilizaciones y cortes del puente de Cádiz que protagonizaban los huelguistas de Astilleros de Puerto Real, o que el bloqueo de la autopista A-6 ejecutada por la ultraderecha de Madrid, ni los rezos, gritos, empujones, lanzamiento de piedras y quema de muñecos con la imagen del presidente del Gobierno durante las concentraciones diarias frente a la sede madrileña del PSOE tras las últimas elecciones. Ninguna de tales manifestaciones de protesta, reivindicativas o de provocación, ha sido calificada, hasta ahora, como actos de terrorismo. Excepto las del procés, y después de mucho tiempo.

En España, desgraciadamente, sabemos muy bien qué es terrorismo. Tenemos memoria de los centenares de muertos y heridos causados por las violentas acciones mortales de ETA, los Grapo, el Gal y el yihadismo islámico, que han dejado cicatrices que aun supuran dolor y exigencia de justicia. Pero lo sucedido en Cataluña, donde se han criminalizado unas decisiones políticas que requieren corrección también política, no puede calificarse, de manera objetiva, como terrorismo. Todo el mundo, incluida la legalidad internacional, lo percibe así, salvo un juez, Manuel García Castellón, titular del  juzgado central  número 6 de la Audiencia Nacional, que instruye el caso Tsunami Democrátic con el que intenta imputar por terrorismo a los líderes del procés, como el expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, y a la exsecretaria general de ERC, Marta Rovira, exiliados en Bruselas precisamente para evitar esta ofensiva judicial.

Y no lo es porque la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo, que impuso penas por delitos de rebelión y malversación, fue excesiva, ya que rebelión nunca existió: no hubo ningún “alzamiento político y violento”, como lo define el Código Penal.  Se pretendía otra cosa: acordar la prisión de los imputados, a pesar de que el conflicto podía ser abordado y atajado por la vía del artículo 155 de la Constitución, como sostiene el también  juez ya jubilado, José Antonio Martín Pallín.

Estos son los motivos por los que el PSOE y sus socios independentistas han pactado una ley de amnistía que trata de corregir un desaguisado judicial que ha sido cuestionado por la doctrina jurídica internacional y por una Europa que niega reiteradamente la detención y entrega de los encausados exiliados en Europa, falsamente tachados de fugados, huidos o prófugos cuando en realidad salieron de España antes de que se iniciara causa alguna y se hallan en un espacio de seguridad, libertad y justicia del que forma parte nuestro país, a la espera de que se resuelva su situación judicial.

No hay que ser un lince para colegir que no se hubiera imputado por terrorismo a estos encausados si no fuera una manera de paralizar u obstaculizar la aplicación de la ley de amnistía que tramita el Congreso. Y que, una vez materializado tal supuesto, se haya tenido que corregir el texto de la ley para incluir en la amnistía los delitos de terrorismo en los que no existan “violaciones graves de los derechos humanos”.

Aunque al mundo de la toga le escueza el término “lawfare”, la verdad es que algunos de sus integrantes han actuado de esa forma, practicando una ofensiva judicial contra decisiones políticas. Y el juez García Castellón es uno de ellos. Protagoniza con el sumario del caso Tsunami un pulso al poder legislativo para impedir la tramitación de la ley de amnistía. Actúa como ariete judicial de aquellos sectores que no aceptan el resultado electoral y encarnan una ofensiva dispuesta a revertir la decisión de las urnas y los subsiguientes acuerdos parlamentarios. Así, la instrucción del sumario avanza en paralelo a la tramitación de la ley, en una secuencia que los medios de comunicación ya han podido establecer.

Durante cerca de cuatro años, el juez García Castellón ha mantenido en secreto la causa Tsunami Democrátic, que investiga como terrorismo las protestas posteriores a la sentencia del procés, hasta que la propia Audiencia Nacional lo llamara al orden por dicha tardanza. Y la ha activado cuando se cruzó en su camino el resultado electoral de julio pasado, con la negociación entre PSOE y juntis para promover la ley de amnistía. El objetivo de la ley es borrar las nefastas consecuencias de unas decisiones políticas que nunca debieron ser criminalizadas y recuperar, de una vez, el diálogo, la negociación y los acuerdos pacíficos, en el marco de la Constitución, que garanticen la convivencia en un país democrático, como España.

Sin embargo, parece que el juez García Castellón está decidido a dificultar tal objetivo. A cada iniciativa gubernamental en ese sentido, el magistrado responde con una decisión sumarial que la entorpece. Si Puigdemont y el resto de encausados no estaban implicados en el caso Tsunami, el instructor los señala en el sumario por su “liderazgo” en unos hechos que califica como terrorismo, lo que dificulta que puedan beneficiarse de una probable amnistía. Y si la ley amplía su proyección hasta los delitos de terrorismo que no hayan supuesto violaciones graves de los derechos humanos, el juez atribuye a los implicados en el Tsunami la violación del “derecho a la vida e integridad física reconocidos en el artículo 15 de la Constitución y el artículo 2 del Convenio Europeo de los Derechos Humanos”. Se excusa, para ello, en que un viajero francés falleció por infarto durante el bloqueo al aeropuerto del Prat, una muerte que un juzgado de Barcelona estimó como “muerte natural”, derivada de su cardiopatía congénita grave, y que los Servicios de Emergencias Médicas desvincularon de las protestas. Y, también, en que las lesiones graves que sufrió un policía en una protesta en la plaza Urquinaona “no pueden minimizarse” ni descartar, a tenor del instructor, “el ánimo homicida”.

Estos son los argumentos “jurídicos”  de los que, como el juez, no comparten la ley de amnistía y piensan que, de aprobarse, no debería beneficiar a los encausados por el procés. La opinión de García Castellón acerca de la amnistía es conocida porque él mismo se encargó de aclararla en una conferencia organizada por un periódico de Orense. Pero que los jueces tengan opiniones e ideología no constituye ningún problema. Lo que adquiere la categoría de problema, y grave,  es que esas opiniones e ideologías condicionen e interfieran en la labor de impartir justicia de manera imparcial y en la independencia del juez.

Convertir en terrorismo unos actos de protesta que desencadenaron desórdenes públicos más o menos graves es, simplemente, utilizar la justicia con fines torticeros. Es hacer lawfare, pues lo que se persigue es disponer de una causa que permita al juez presentar una prejudicial al TJUE y paralizar, así, el procedimiento y no aplicar la amnistía. Se persigue, en fin, un resultado de clara intencionalidad política: pretender evitar que el poder legislativo apruebe una ley que no le agrada al magistrado, por lo que procura, por todos los medios, torpedear su aplicación.

Ese es el “terrorismo” –y sólo ese- que busca amnistiar la futura norma. Y lo hará porque se parte de la convicción de que esa ley es el camino idóneo para “desjudicializar” el conflicto catalán, un conflicto que nunca debió criminalizarse y que tanto daño ha causado a las relaciones políticas, institucionales, sociales, económicas y de gobernanza entre aquella región y el resto de España. Si García Castellón mantiene su empecinamiento, como parece, la ley servirá para amnistiar un “terrorismo” que solo él percibe en las actuaciones de los  líderes del procés.

miércoles, 17 de enero de 2024

La Biblia o Cicerón

En el Museo de Bellas Artes de Sevilla cuelga una obra de Valdés  Leal que ilustra la flagelación de San Jerónimo, realizada junto a otras, en 1657, para el convento de San Jerónimo de Buenavista. Aparte de sus valores pictóricos, ejemplo del Barroco sevillano, lo que me llamó la atención del cuadro es esa escena en la que el santo es azotado por unos ángeles como castigo por haber leído a autores latinos, como Cicerón, en vez de los textos sagrados. Se trata de una visión que el propio San jerónimo había descrito a una discípula suya y que forma parte de su iconografía, tratada también por Zurbarán.

Valdés Leal centra sus pinceles en el acto de expiación, cuando, en un ambiente de gran tensión y dramatismo, el santo rechaza el libro, que aparece en el suelo, en la parte inferior izquierda del lienzo, y de rodillas, ante el tribunal de Dios, acepta resignado el castigo en muestra de su arrepentimiento. Algo verdaderamente piadoso, pero incomprensible. Porque, ni siendo creyente, tal ira divina contra la sabiduría racional no me parece propia de un dios omnipotente y omnisapiente, sino más bien de un ser ignorante que se vale de la violencia para que sus fieles no accedan al conocimiento y se conformen con escudriñar las leyendas de un libro que han de considerar sagrado.

No es que me sorprenda de las intransigentes y absurdas “verdades” que la religión –cualquier creencia- impone a los hombres, las mismas que condenaron a la hoguera a quienes se atrevieron a pensar sin vendas dogmáticas, como el astrónomo y filósofo Giordano Bruno,  y obligaron a Galileo a retractarse de que la Tierra giraba en torno al Sol, una estrella más del firmamento. Lo que me llamó la atención del cuadro es que resalte a través del arte, como modelo de fe, la visión acongojada por el fanatismo de quien fuera un erudito filólogo que tradujo la Biblia del hebreo y del griego al latín. Sus conocimientos de las lenguas clásicas y sus autores le permitieron acometer una traducción latina de la Biblia, conocida como la Vulgata, que es considerada, desde el Concilio de Trento, la edición auténtica para el catolicismo.

Que a la Iglesia Católica le parezca congruente con sus creencias y coherente con sus dogmas la consideración de pecado o herejía el interés y el afán de conocimiento de un sacerdote por autores latinos como Cicerón, filósofo, maestro de la oratoria, defensor de la justicia, maestro de la ley y pensador humanista de la antigua Roma, me resulta ominoso.  No creo que sea digno de ensalzar como conducta cristiana que un estudioso de los clásicos abandone, a raíz de un sueño, esa noble dedicación a la sabiduría –considerada profana- para consagrarse a Dios, hasta el punto de formar parte de la iconografía –propaganda- que utiliza la iglesia para adoctrinar a sus feligreses sobre la fuerza de la fe para vencer las tentaciones.  No confío en ninguna religión que castiga a sus creyentes por amar la sabiduría o disfrutar de la obra de Cicerón, el primer humanista del imperio romano*.

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*: La descripción de Cicerón la tomo de la obra de Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad (Editorial Acantilado).

lunes, 15 de enero de 2024

¿Legítima defensa o genocidio?


Desde el pasado 7 de octubre, en que milicianos del grupo terrorista propalestino de Hamás atacaron por tierra a Israel, matando a 1.200 personas, la mayoría civiles, y secuestrando a otras 240, el país agredido, Israel, esgrime el derecho a la legítima defensa y protagoniza una ofensiva sobre la Franja de Gaza, territorio desde el que partieron los terroristas y en el que se apretujan algo más de dos millones de gazatíes, para castigar y eliminar a los autores confesos del ataque.

La Franja de Gaza y Cisjordania son enclaves donde se concentra la población palestina que Israel ha ido desplazando para desalojar el espacio que hoy ocupa el país hebreo en la histórica y milenaria tierra de Palestina. Desde que en 1948 la ONU decidiera la existencia del Estado de Israel, en pacífica coexistencia con el de Palestina, y delimitara sus fronteras después de la Guerra de los Seis Días –según Resolución 242 de 1967, ignorada por Israel, que exige “la retirada (.) de los territorios ocupados” y “el respeto y reconocimiento de la soberanía y la integridad territorial y la independencia política de cada Estado”-,  Israel no ha dejado de expandir su territorio a costa de ocupar y arrebatar espacio a los palestinos, obligándolos a concentrarse en los enclaves mencionados, cada vez más reducidos . Tal situación tiene su origen en ese acuerdo de la ONU para crear un Estado hebreo que resolviera la diáspora judía tras la Segunda Guerra Mundial, ubicándolo en Oriente Próximo, en tierras palestinas, donde el Antiguo Testamento anunciaba la Tierra Prometida por Dios, según Abraham. Ello ha dado lugar a numerosas guerras y escaramuzas entre ambos pueblos que, por desgracia, son también seculares enemigos religiosos y raciales.

Es en ese contexto histórico en el que se produce el ataque de Hamás. Mientras Cisjordania está administrada por la Autoridad Nacional Palestina, en Gaza gobierna, tras unas elecciones, el partido islamista Hamás, promovido y sostenido por Irán. Con sus diferencias, ambas organizaciones políticas comparten un mismo objetivo: la soberanía de Palestina y su independencia de Israel, al que consideran una potencia ocupante y violenta. Y es que Israel reconoce ambos enclaves como parte de su territorio, administrándolos de facto y tutelando sus recursos. Las autoridades palestinas se limitan a gestionar las ayudas donadas por organizaciones internacionales, actuando como gobiernos simbólicos sin atribuciones reales.

La sorprendente ofensiva de Hamás contra israelíes civiles e indefensos no tiene justificación alguna y es considerada, por toda la comunidad internacional, como crimen de guerra y de lesa humanidad. Pero la contundente respuesta de Israel contra un territorio bajo su control, como es Gaza, que ha producido hasta la fecha más de 24.000 gazatíes muertos, la mayoría de ellos niños y mujeres, heridos más de 65.000 palestinos y otros miles desaparecidos bajo los escombros, que ha destruido o dañado más del 70 por ciento las viviendas y casi la totalidad de hospitales, escuelas, carreteras y otras infraestructuras básicas para la población, unido al desplazamiento forzoso de prácticamente los dos millones de habitantes de la Franja, está siendo percibido por esa misma comunidad internacional como una forma deliberada de aniquilamiento y exterminio del pueblo palestino de Gaza.

La brutal desproporción de la fuerza empleada y los bombardeos indiscriminados de la población hacen que sea ampliamente cuestionado lo que Israel considera como “legítima defensa”, puesto que el Derecho Internacional Humanitario establece que la defensa debe hacerse bajo el principio de proporcionalidad, a fin de “evitar causar incidentalmente muertos o heridos entre la población civil que sean excesivos con la ventaja militar concreta y directa”..

Si a ello se añaden las declaraciones de autoridades, ministros y mandos militares israelíes en las que explicitan la voluntad de eliminar a la población de Gaza, a la que acusan de ser responsable colectivamente de los atentados, queda patente que la legítima defensa no es tal, puesto que no se limita a repeler la agresión y recuperar a los rehenes. El ministro de Defensa israelí ha sido explícito cuando afirmó que iba a “imponer un asedio completo de Gaza. No habrá electricidad, comida, agua o carburante. Todo cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia”.  Tal deshumanización de los palestinos gazatíes para aniquilarlos es lo que se considera genocidio. Y esa es la razón por la que el Gobierno de la República de Sudáfrica ha acudido a la Corte Internacional de Justicia, alegando que Israel está cometiendo un auténtico genocidio y pidiendo que se adopten medidas para detenerlo. La demanda se basa en la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio aprobada por la ONU y firmada por 152 países, entre ellos España e Israel, también por los Territorios Palestinos, denominados Estado observador no miembro de Naciones Unidas.

La dificultad, empero, estriba en que el Derecho Internacional define el genocidio como un delito perpetrado con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Es decir, hay que demostrar en un tribunal esa intención de eliminar que categoriza al genocidio. Pero la magnitud de la respuesta empleada por Israel contra zonas civiles densamente habitadas, el asedio absoluto y asfixiante del territorio, el traslado forzoso de la población, junto a declaraciones de funcionarios israelíes expresando intenciones genocidas, es en lo que se basa el documento de 84 páginas presentado por Sudáfrica para calificar que las acciones de Israel “son de carácter genocida porque pretenden provocar la destrucción de una parte sustancial” de los palestinos en Gaza.

Existen precedentes. La masacre de Srebrenica en Bosnia, en la que el Ejército serbio y grupos paramilitares mataron, en 1995, unas 8.000 personas musulmanas de origen bosnio. O el intento de exterminio de la población tutsi en Ruanda, en 1994. Y el Holocausto judío, el mayor crimen genocida de la historia.

Lo importante no es ganar el juicio, que puede tardar años en celebrarse. Lo urgente es que se admita y se adopten medidas cautelares que son vinculantes para los países signatarios del Convenio sobre Genocidio. Ello, además, obliga que los demás países exhiban su posición ante la catástrofe que se está produciendo en Gaza. Estados Unidos ya se ha alineado con Israel, como cabía esperar, considerando que la solicitud sudafricana es “contraproducente” e “infundada”. El portavoz de la Casa Blanca, Matthew Miller, ha afirmado:  “No vemos que estos actos constituyan un genocidio”.

Más vergonzoso es lo que sucede en la Unión Europea, que se muestra dividida en el conflicto y guarda un silencio estruendoso con la excusa del respeto a los tribunales.  A España, tras declaraciones del Pedro Sánchez señalando la desproporcionalidad de la ofensiva israelí, le ha supuesto alguna crisis diplomática con el Gobierno de Netanyahu. Pero Bélgica, que ha sido el primero y único país en pronunciarse al respecto, piensa sumarse a la demanda del país sudafricano, al considerar que “no puede quedarse impasible observando el inmenso sufrimiento humano en Gaza”, según su viceprimera ministra, Petra de Sutter.  Esta falta de unidad es lo que ha llevado a Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, ha reconocer que la dispar reacción de la UE en Ucrania y Gaza pueda ser percibida por parte del mundo como una doble moral que hace perder credibilidad al proyecto comunitario.

Mientras tanto, Israel sigue bombardeando a la paupérrima y arrasada Franja de Gaza, irradiando una escalada del conflicto en diversos frentes, desde Líbano hasta el Mar Rojo,  que solo el temor a una imparable reacción bélica en cadena parece contener. Su legítima defensa no le resulta excesiva, aunque algunos piensen ya que comete genocidio, como la relatora de la ONU, Francesca Libanese, que opina que en Gaza se está llevando a cabo una "limpieza étnica a través de medios genocidas".  

jueves, 4 de enero de 2024

Cambio de chaqueta

Mi formación política ha estado nutrida, en su mayor parte, por la lectura de obras y artículos de un gran número de pensadores de todos los tiempos. A ellos les debo mi posicionamiento ideológico y la capacidad crítica con que contemplo y valoro la realidad social de la que formo parte. Su contribución intelectual ha tenido una función de referencia ética y teórica con la que he basado mi propia opinión y conducta.  Aunque, a veces, sus propuestas y argumentos eran contradictorios en determinados aspectos, siempre me han aportado elementos, pautas y guías para enfocar, de manera coherente con mis ideas y experiencia, cualquier fenómeno social de interés. Y casi todos ellos han continuado siendo autores imprescindibles para construir racionalmente mi criterio y forjar mi bagaje cultural. Pero no todos.

Desde hace ya algún tiempo, se ha producido un paulatino pero notable desplazamiento de algunos de estos pensadores hacia posiciones conservadoras o claramente derechistas, una vez asentada la democracia en nuestro país. Incluso han llegado a protagonizar, en no pocos casos, un auténtico pendulazo ideológico, abjurando de su anterior ideario para sustituirlo por otro igual de dogmático, pero de signo opuesto. Me refiero a filósofos, profesores, escritores, periodistas, políticos y, en definitiva, intelectuales que, como los concebía Aranguren, actuaban como “vigilante de los vigilantes”, mostrando un destacado protagonismo en la esfera pública a través de ensayos, artículos, manifiestos y actitudes de compromiso social y ético.

Se trata de un camino hacia planteamientos de derechización progresiva que algunos califican como “el viaje”: un viraje desde postulados iniciales de izquierda hacia posiciones liberales o netamente conservadoras que anteriormente denostaban. Tan radical ha sido el viraje en algunos de ellos que no he podido evitar pensar que se traicionaban a sí mismos. Porque han consumado un “cambio de chaqueta” que les hace mantener lo opuesto de lo que constituía el núcleo de su producción intelectual.

Caso paradigmático es el de Fernando Savater, filósofo que parece haber consumado “el viaje” en su totalidad y, además, sentirse sumamente satisfecho de ello, como si hubiera atrapado, al fin, la verdad absoluta que anteriormente se le escapaba, aunque no lo admitiera. La imagen que transmite a quien ha seguido su trayectoria es la de alguien que ha perdido su sensibilidad intelectual en paralelo al decrépito físico propio de la edad. El suyo, como el de otros, es un ejemplo del izquierdista, al principio incluso revolucionario, que evoluciona biológica e intelectualmente hacia un conservadurismo tardío de rancia tradición acomodaticia. Pero no es el único. La lista de nombres no deja de crecer: Félix Ovejero, Fernando Aramburu, Arcadi Espada, Francesc de Carreras, Joaquín Leguina, Ramón Tamames, Rosa Díez, Juan Luis Cebrián  y otros.

Y en casi todos anida, como motivo para su conversión conservadora, la frustración con la socialdemocracia o el socialismo, la defensa de la unidad de España y el recelo a los nacionalismos periféricos, la oposición al relativismo y el multiculturalismo parejo a cierto negacionismo climático y científico, el desprecio al feminismo reivindicativo y hasta la no alineación incondicional de España con EE.UU. e, incluso, con Israel en su legítima “defensa” contra Palestina. Añádase a ello la propuesta de ley de amnistía que el Gobierno de coalición de PSOE y Sumar ha presentado en el Congreso y los acuerdos que los socialistas han alcanzado con todos los partidos parlamentarios, excepto el PP y Vox, para conseguir formar gobierno.

Puede que todos ellos vean realmente en peligro a España hasta el punto de cambiar de opinión. O puede que se hagan conservadores a medida que envejecen, acomodándose al espíritu de unos tiempos en los que el marxismo, como teoría, y el comunismo, como práctica, han colapsado, mientras el neoliberalismo se hace hegemónico a escala global y el neofascismo emerge sin freno al amparo del desencanto con la democracia de una ciudadanía desilusionada y temerosa.

No hay que descartar, por tanto, una perspectiva generacional en estos pensadores por la acritud y la crispación con las que verbalizan lo que debiera ser una crítica sincera y razonable al Gobierno o a la ideología a la que se adscribe el partido en el poder. Tampoco se puede descartar que imiten el camino emprendido, en otras latitudes, por aquellos que anteriormente abandonaron la izquierda para cuestionarla desde la trinchera contraria, como André Glucksmann, filósofo francés, antiguo militante maoísta que acabó siendo un ferviente atlantista que apoyó la candidatura del derechista  Sarkozy a las presidenciales; Martin Amis, novelista británico que dio un giro conservador a su trayectoria para criticar la tolerancia izquierdista ante los desmanes del estalinismo; Jean Francois Revel, filósofo y gran polemista francés que transitó desde la militancia socialista al liberalismo democrático, y tantos otros. Estos chaqueteros, cuando consiguen olvidar sus orígenes progresistas, exigen a los demás que recorran el mismo camino, tachando de sectario, miope o ignorante a quien desoye sus consejos.   

El propio Savater así lo reconoce: “He sido un revolucionario sin ira; espero ser un conservador sin vileza”. Sin embargo, la vileza no consigue reprimirla, puesto que, tras virar de sus postulados izquierdistas, en los que exhibía una actitud ácrata, se ha convertido en un fustigador desmesurado y resentido que se entrega a combatir lo que antes defendía, la izquierda, dejándose llevar por su experiencia biográfica y evolución vital. De hecho, se comporta, como describió Tariq Alí en su obra El choque de los fundamentalismos (2002), “como tantos conversos (que) demuestran una agresiva confianza en sí mismos. Después de poner a tono sus capacidades ideológicas y dialécticas en las filas izquierdistas, ahora las despliegan contra sus antiguos amigos.”      

Pero lo pernicioso y realmente triste no es que esta élite cambie de chaqueta, sino que facilite a la derecha camaleónica, para que se los apropie y manipule, valores y principios tradicionales de la izquierda, de tal manera que pueda presentarse como la guardiana que garantiza los mismos. De este modo, la derecha, según estos viejos izquierdistas, es la auténtica defensora de las libertades y verdadera custodia de la Constitución, cuando en realidad defiende la propiedad y los privilegios, mientras hace una interpretación interesada de una Constitución que ni siquiera apoyó cuando fue refrendada en las urnas.

Dice estar a favor del Estado de bienestar a la vez que desmonta la protección que ofrece a los más necesitados y sin posibilidades allí donde gobierna, privatizando o reduciendo servicios y prestaciones. Alardea de actuar siempre dentro de la ley y con respeto a las instituciones, siempre y cuando estas y los jueces funcionen y favorezcan sus intereses, ya sea el CGPJ, el Tribunal Constitucional o el Parlamento.

En definitiva, el conservadurismo es, a tenor de estos conversos, la única política eficaz que, sin dejar de apostar por el mercado y de mimar a las grandes corporaciones, mejor garantiza las libertades y los derechos de los ciudadanos, incluidos los más débiles e indefensos. Una afirmación que movería a la risa ni no fuera porque la más locuaz e imprudente representante de la derecha patria, la presumida y presuntuosa presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, consintió que murieran confinados en las residencias más de siete mil ancianos cuando prohibió que fueran trasladados a los hospitales durante la pandemia del covid. Para el neoliberalismo que ella representa, resultaba más rentable no gastar recursos en personas sin apenas perspectivas vitales, al tiempo que su hermano “pegaba un pelotazo” comerciando el suministro de mascarillas con la Administración que ella aun preside.

Tal es la línea de pensamiento que asumen los iluminados pensadores que proceden desencantados de la izquierda. Intelectuales que se apuntan al relato antes que a la realidad porque contribuyen a redactarlo desde los crepusculares enfoques que son capaces de asumir en sus acomodadas torres de marfil. Un viaje que justifican amparándose en la tramposa respuesta del economista Keynes: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión”. Pero se niegan aclarar qué es lo que ha cambiado, aparte de ellos mismos, en un mundo donde la riqueza y el poder los acapara una minoría privilegiada mientras la pobreza y las penurias las sigue sufriendo la inmensa mayoría de la población.

Un mundo sobre el que la desigualdad, las injusticias, los abusos y la falta de oportunidades sobrevuelan sin descanso, sin que ninguno de esos pensadores e intelectuales haya sido capaz de impedirlo o paliarlo gracias a sus cambiantes ideas. Se limitan a eso, a cambiar de chaqueta.