viernes, 29 de diciembre de 2023

Balance apresurado del año

2023 no ha sido un año fácil ni feliz. Más bien ha resultado problemático y revoltoso. Trajo como herencia  la guerra sin sentido y fratricida de Ucrania, invadida por la acomplejada Rusia con la excusa de “desnazificar un país vecino a pesar de estar gobernado por un judío. A ella se sumó otra guerra con peores y más crueles intenciones, esta vez  en el empobrecido y minúsculo enclave palestino de la Franja de Gaza, al que Israel bombardea brutalmente en respuesta a un ataque de la milicia terrorista de Hamás contra poblados agrícolas israelíes. Estos últimos causaron 1.600 muertos en Israel, y la desproporcionada venganza israelí suma ya más de 21.000 palestinos muertos y el desplazamiento de la totalidad de la población, que se siente acorralada y sin protección en cualquier rincón del territorio al que huya. Si antes aquello era una cárcel, ahora es una ratonera que se destruye sin misericordia. Ambas son guerras carentes de motivo, pero que se valen de los más variopintos argumentos para justificarlas. Y que a nadie convencen, salvo a sus promotores. Aparte de otros conflictos que continúan activos en el mundo (Siria, Yemen, Pakistán, etc.), sólo con los anteriores basta para calificar a 2023 como uno de los peores años para la legalidad internacional, la diplomacia y la paz en el planeta.

Por otra parte, un rejuvenecido espectro del fascismo, como lo fuera el deshilachado fantasma del comunismo, recorre actualmente el mundo y continúa su imparable expansión entre países que parecían protegidos por democracias más o menos consolidadas. Junto a los Orbán, Salvini, Le Pen, Meloni, Trump,  Bolsonaro, Abascal y demás ralea, a finales de 2023 se unió a ellos Milei, en Argentina, con su discurso de la motosierra, carajo. Todos y cada uno de estos estrambóticos personajes de la extrema derecha representan el resurgir de un neofascismo que, cual virus patógeno, infecta las democracias para acabar con ellas mediante un ideario totalitario, antidemocrático y ultranacionalista que se distingue por su sectarismo, intolerancia, racismo, desigualdad y violencia. Todos comparten un único objetivo: implantar “un encuadramiento unitario de la sociedad”, en definición de Norberto Bobbio.

Aquí, en España, estuvimos a punto de izar al gobierno a nuestra extrema derecha de Vox, cuyo líder, el enardecido Santiago Abascal, ya acariciaba la vicepresidencia. La ola conservadora que barrió municipios y comunidades en mayo pronosticaba un asequible triunfo de la derecha en las generales de julio. Faltaron cinco votos para conseguirlo. Los mismos que sumaron las izquierdas para impedirlo, permitiendo la reedición del gobierno de coalición de PSOE y Sumar, al que las derechas del PP y Vox, enrabietadas por unas expectativas frustradas, acusan de ilegal, traidor y otras lindezas por el estilo. Y no se les pasa el berrinche: continúan sin admitir su derrota ni asumir que, en democracia, a veces se gana y otras se pierde. Legítimamente. Hasta concentraciones diarias siguen organizando frente a la sede madrileña del PSOE para exigir que se les devuelva lo que consideran suyo por voluntad divina: el poder. Rezan incluso para que dios o el ejército atienda sus rogativas extemporáneas.

Entre tanto, el Gobierno en funciones, salvo el último mes, ejerció la presidencia rotatoria de la Unión Europea con un balance legislativo de récord. Es verdad que no todos los asuntos de la agenda fueron resueltos, pero los más destacados encontraron solución bajo la presidencia semestral de España. Y como guinda, la vicepresidenta y ministra de Economía, Nadia Calviño, consiguió ser elegida presidenta del Banco Europeo de Inversiones, demostrando el peso y la confianza que España merece en Europa, a pesar de las descalificaciones y advertencias catastrofistas con que la derecha española, tan patriota ella, tacha al gobierno en cualquier foro y ocasión.

A esta inestabilidad política durante gran parte del año, habría que añadir la pertinaz sequía que sufre el país desde hace tres años. La situación es grave, aunque se procura no alarmar a la población. Particularmente, en Cataluña y Andalucía, donde la escasez de precipitaciones hace que el volumen del agua embalsada no supere el 20 por ciento. Ya se han implantado restricciones al uso agrícola y al ornamental (riego jardines, fuentes, etc.). Pero si en la próxima primavera no llueve en abundancia, los recortes del suministro de agua afectarán al uso doméstico. Sin embargo, seguimos ampliando regadíos en la agricultura, llenando piscinas y autorizando industrias que precisan enormes cantidades de agua para su funcionamiento. Es decir, todavía no hacemos un uso racional y sostenible de un bien escaso como el agua en nuestro país, como si estuviera garantizado que cada temporada las nubes proveerán tan vital elemento. 2023 ha sido un año seco y, para colmo, el más cálido de la historia. ¿Y qué hacemos? Pues, como la derecha en Madrid, rezar. Y tomar iniciativas cosméticas de cara a la galería: publicar bandos con consejos para evitar el despilfarro (No vaciar las cisternas, cerrar el grifo durante el cepillado de dientes, etc.). Eso sí, se aprovecha la situación para aumentar las tasas municipales en el recibo del agua y tratamiento de residuos urbanos. Ya está la derecha pensando en pedir la dimisión de Pedro Sánchez por no garantizar el suministro de agua a los españoles, como hizo el popular “Juanma” Moreno en Andalucía por no atender a los regantes ilegales de Doñana. Todo vale para la crispación, la confrontación y la polarización, término, este último, elegido por la FundéuRAE, como palabra del año. Y no me extraña. Pero aun falta por elegir al polarizador del año (persona o colectivo). Yo lo tengo claro.

En resumen: 2023 ha sido difícil y complejo, porque, además de lo señalado, la inflación, la incompleta recuperación tras la pandemia y las carencias que todavía nos acompañan han hecho que despidamos el año con la esperanza de que 2024 sea un poco mejor. Sólo un poquito mejor, en el que las instituciones funcionen como es debido, los políticos se comporten con responsabilidad y educación, la economía atienda también a los desfavorecidos, la cultura abarque a todos, el deporte proporcione alegrías, las creencias se reserven a la intimidad y los templos y la sociedad asuma y respete la pluralidad y diversidad de sus miembros. ¿Acaso es mucho pedir? Yo creo que nos lo merecemos después de tantas guerras, pandemias, volcanes y crisis diversas. Ya es hora de normalidad y relaciones civilizadas, como país y como personas.

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