jueves, 31 de diciembre de 2020

Nos espera un mundo nuevo

Nada mejor que aspirar hoy a un nuevo mundo, abierto y de horizontes infinitos, que nace con el deseo de recuperar aquella vieja normalidad de reuniones, abrazos y besos que tanto echamos de menos. Un mundo nuevo de confianza y tranquilidad, de familia, amigos y conocidos con sus rostros radiantes y sin miedo, limpios al sol y al aire, respirando libertad. Por eso, nada mejor que dejar que la música nos haga realidad esta ilusión hasta que se convierta en días de alegría, escuchando un fragmento de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák. Soñar es necesario.



   

martes, 29 de diciembre de 2020

El año que nos caímos del guindo.

A punto de dejar atrás el año más memorable, por terrible, que hemos vivido nunca, aparte los de guerras que las dos últimas generaciones no han conocido, podemos asegurar coloquialmente que 2020 ha sido el año en que nos hemos caído del guindo. Todas las certezas y seguridades en que confiábamos ingenuamente han sido refutadas por un nuevo microbio, al que le ha bastado saltar del murciélago al hombre para poner en jaque los sistemas sanitarios, la farmacopea más avanzada, los controles aduaneros, la movilidad internacional, la salud y la vida de la gente, la economía planetaria y todas las redes de intercambio de bienes y servicios que sustentaban a nuestras desinhibidas sociedades modernas.

Todo lo que creíamos seguro se ha venido abajo. Aquello que nos parecía sólido y confortable ha devenido frágil e inseguro, congelándonos en el rostro una expresión de patética incredulidad como la que ponen los ingenuos cuando se topan con la dura realidad. Un simple e insospechado virus ha demostrado que somos tremendamente débiles y vulnerables, a pesar de la tecnología, la ciencia y demás “verdades” incuestionables con las que nos vanagloriábamos del saber acumulado gracias al raciocinio e inteligencia del ser humano. Nada más comenzar la expansión de los contagios a escala pandémica, la única defensa que vino a ser eficaz fue la que ya se había inventado en la Edad Media para combatir las epidemias: el aislamiento y los confinamientos, formas modernas de practicar la antigua cuarentena de los apestados. Esa enorme capacidad infecciosa del nuevo patógeno puso en cuestión los sistemas sanitarios de todo el mundo.

Y es que los países occidentales, cuyas economías se basan en la obtención de beneficios mediante el libre mercado de la oferta y la demanda, procedieron a reducir toda inversión no rentable tras la última crisis financiera de 2008. El gasto público fue el más castigado por las tijeras del dogma de la austeridad. Por tal razón, el demencial “adelgazamiento” de los sistemas sanitarios, tanto en recursos humanos como materiales, impidió que los hospitales estuvieran preparados para contener la avalancha de pacientes aquejados por la Covid-19. Una avalancha que puso de relieve las carencias que sufrían y que los hizo colapsar: faltaron camas de uci, faltaron respiradores, faltaron guantes, mascarillas y monos de protección, faltaron médicos y enfermeras, faltaron morgues, falló la atención primaria y se negó la hospitalización de los ancianos enfermos, faltaron sistemas de abastecimiento para situaciones de crisis, faltó la necesaria coordinación entre sistemas de salud autonómicos y entre los del sector público y el privado; por faltar, hasta faltó unidad de criterios en cuestiones de salud pública y atención de emergencias.

Fue así como el sistema sanitario de España, que vendíamos como uno de los mejores del mundo, demostró ser débil y escuálido, sin apenas recursos para afrontar todo lo que se desvíe de su rutina asistencial. Nuestra “joya de la corona” del Estado de bienestar resultó ser mera baratija con la que los políticos engatusan a los ciudadanos para seguir esquilmándolos con impuestos que no se utilizan con eficiencia para mantener y mejorar unos servicios públicos de calidad. La solidez de la sanidad era sólo aparente y un minúsculo virus, no más letal que la meningitis pero más contagioso que el sarampión, fue suficiente para demostrar que sólo con aplausos y promesas grandilocuentes no se fortalece la sanidad que merecen los españoles, no sólo por ser españoles, sino porque la pagan de sus bolsillos.

Tampoco el sistema político supo afrontar la pandemia como cabía esperar. En vez de unirse ante un desafío sin precedentes, que ha costado la vida a más de 50.000 españoles y contagiado a un millón de ellos, sus titulares se han dedicado a utilizarlo como munición para la confrontación política. Nuestros “estadistas” no han sabido estar a la altura de las circunstancias. Ni siquiera se han molestado en defender el bien general, sino el interés partidista que pudiera beneficiarles. Así, ni el estado de alarma, ni las restricciones de determinadas libertades, ni los esfuerzos por paliar las carencias en la sanidad que obligaban a un apresurado abastecimiento urgente, ni las medidas de socorro a trabajadores y empresas, ni siquiera el apoyo a las demandas del país ante los programas europeos para la recuperación, ni los equilibrios normativos para no sacrificar completamente la economía ante un confinamiento estricto, nada ha movido al consenso de nuestros dogmáticos líderes políticos, ofuscados en desacreditar al adversario antes que conseguir entre todos sacar al país adelante, sabiendo, como saben, que nadie tenía ninguna receta milagrosa para abordar este complejo y grave problema. Nuestra clase política no fue capaz de poner al país delante de sus particulares ambiciones. Nos caímos del guindo al comprobarlo.

Más grave, si cabe, fue la percepción de que nuestra democracia y el Estado fundado con ella no respondían como demandaba la situación de emergencia. El parlamento parecía transformado en un patio de vecinos maleducados y vociferantes. Los depositarios de la soberanía popular parecían olvidar a quienes representaban al poner en duda el sistema democrático y sus instituciones, acusándose mutuamente de reproches autoritarios, ilegitimidades antidemocráticas y otras lindezas inoportunas en esa coyuntura. Los escaños de sus señorías tenían diferente valor democrático en función de las siglas y la ideología. No todos los votos eran considerados válidos. De ahí que unos fueran tachados de comunistas, filoterroristas o separatistas, y otros de fascistas, populistas o franquistas. Como si ninguno fuera actor que representa con igual dignidad y legitimidad a la democracia, el único sistema que permite la defensa pacífica de opiniones e ideas contrapuestas.

Por su parte, el Estado de las Autonomías se había convertido en el Estado de las Trincheras. Más que una fórmula cuasi federal de descentralizar la Administración y acercarla a la idiosincrasia de cada territorio, se había reconvertido en feudos desde los que exhibir una perenne diatriba por cualquier iniciativa que necesariamente debía afectar al conjunto del país durante el combate contra la pandemia. La oportuna “cogobernanza”, exigida al inicio de la crisis sanitaria por los gobiernos regionales como la mejor manera de participar lealmente en la adopción de medidas, se tradujo luego en un ring para la disputa política y la confrontación partidaria. Flaco favor se hizo y se hace a la democracia cuando desde las propias autonomías se cuestiona la diversidad de enfoques y la asunción de responsabilidades. Al parecer, el “bicho” que nos ha traído la pandemia también ha puesto de relieve la pobre calidad de nuestra democracia, incapaz de armonizar las diversas voces de un país coral.

Y, por si fuera poco, hasta la convivencia pacífica y el respeto y dignidad que merece cualquier persona, sin importar condición, vuelve a ser una meta inalcanzable en las relaciones entre hombres y mujeres. La violencia machista sigue incrustada en nuestra sociedad, a pesar de que algunos cuestionen su existencia y achaquen su denuncia y las políticas para combatirla a una supuesta ideología de género. Cuarenta y tres mujeres asesinadas por sus parejas masculinas es la cifra espeluznante que, a dos días para acabar el año, advierte de la falta de igualdad que sufre la mujer por el mero hecho de su condición sexual. Ni la democracia, ni la liberación de costumbres, ni la educación, ni las medidas de protección y de concienciación social, ni la aplicación de leyes o la implicación de instituciones diversas han podido hasta ahora erradicar esta lacra del machismo asesino de nuestra sociedad. Y no ha sido el virus sino la persistencia del problema lo que nos hace caer del guindo al percatarnos de cuán lejos nos hallamos de vivir en una sociedad regida por derechos y libertades reconocidos y respetados a todos sus miembros.

Ojalá que con este año también desaparezcan todos esos “descubrimientos” que nos han abiertos los ojos, como si fuera la primera vez que los reconocemos. Ojalá consigamos entre todos construir una sociedad más justa, equitativa, responsable, civilizada y pacífica, en la que predominen la igualdad, la prosperidad y el progreso como metas ineludibles. Y en la que se alcancen las más altas cotas de democracia, hábitos democráticos, instituciones y servicios públicos con la calidad que anhelan los ciudadanos. Ojalá, en fin, no tengamos que caernos nuevamente del guindo el año próximo.

jueves, 24 de diciembre de 2020

¡Salud!

Deja la felicidad, en su sentido de compras, comilonas y reuniones, para mejor ocasión. Valora que estás sano, cuidándote y siendo precavido, para que años venideros puedas celebrar estas fiestas, si te apetece, como manda la tradición y el consumo. Haz un paréntesis con estos convencionalismos y prioriza, antes que las fiestas, tu vida y la de los tuyos. Por eso este año te deseo, mejor que felicidad, salud. Y que la disfrutes.

¡Saludables fiestas!    

lunes, 21 de diciembre de 2020

El invierno, al fin.

Hoy llega el frío. Quiero decir que hoy se inicia la estación que trae el frío, el invierno. Y lo estábamos esperando. Deseábamos que el invierno llegara para cerrar este año tan horrible. Anhelábamos su aparición para dejar atrás a la peor de nuestras pesadillas, al peor año de nuestras vidas. Nunca hubiéramos imaginado que algo así podría ocurrir: vernos vencidos, atemorizados y enjaulados durante casi un año por una epidemia causada por un virus nuevo y rabiosamente contagioso. Por eso aguardábamos al invierno. Porque significa que podemos dar carpetazo a un año que se abatió sobre nosotros como una plaga bíblica, como un diluvio universal que inundó el planeta de enfermedad y muerte, también de catástrofe económica y dificultades de todo tipo. Con el invierno damos fin a ese año sin esperanza para dar la bienvenida a otro en que se vislumbra el optimismo, en el que renace la esperanza. Ya nada será igual, pero intentaremos recuperar nuestras vidas, volver a sentir ilusión por el futuro. Este invierno es la puerta a ese futuro que deseamos alegre, sin miedos, sin restricciones, sin tantas muertes. Hoy saludamos al invierno como si fuera el primero de nuestras vidas. Y ya está aquí, al fin.      

jueves, 17 de diciembre de 2020

Esquizofrenia gubernamental

Una especie de esquizofrenia aqueja a las autoridades gubernamentales de España a la hora de administrar la gestión de la pandemia que nos atenaza. Se debaten entre la protección a la salud de los ciudadanos y la protección de la actividad económica, como demandan los sectores afectados. Y no saben qué hacer sin molestar a unos y a otros. A los gobiernos regionales les era más fácil criticar cualquier medida que adoptara el Gobierno central cuando detentó el mando único del primer estado de alarma sanitaria, al inicio del brote pandémico. Desde las autonomías se cuestionaba, según ellas, la tardía reacción en decretar el confinamiento de la población y el parón subsiguiente de la actividad no esencial; la excesiva duración de tales medidas por, según sospechaban, ejercer un control único que evidenciaba la tendencia al autoritarismo del Gobierno de la nación; cuando por fin se confió las últimas etapas de la desescalada a la cogobernanza con las autonomías, se tildó al Ejecutivo de lavarse las manos y no asumir su responsabilidad; y cuando estas deben decidir las restricciones que se han de imponer en función de la evolución de la pandemia en cada territorio, empieza una competición entre ellas por ver quien atiende mejor las exigencias de los ciudadanos sin castigar paralelamente a la economía, culpando, eso sí, al Gobierno de no concretar medidas, en cada Consejo Interterritorial celebrado con el Ministerio de Sanidad, comunes para todo el mundo. En definitiva, se ha exhibido una porfía entre gobiernos, en la que cada cual se cree más preparado y eficaz, mientras que los demás son considerados manipuladores o sobrepasados por los contagios, sobre todo el central.

La cosa se complica a la hora de organizar un plan para las fiestas de navidad para que los ciudadanos puedan celebrarlas y los negocios apuren la última oportunidad del año para hacer caja. Cada uno exige ser compensado tras tantas restricciones y pérdidas como han sufrido, lo que agrava la actitud esquizofrénica de los gobernantes. Y estos, a su vez, pretenden contentar a todos, sin cometer graves errores que comprometan su continuidad política. Por eso se miran unos a otros y exigen del Gobierno de España medidas a la carta para cada uno de ellos. Madrid quiere que las farmacias realicen test de autodiagnóstico de anticuerpos, Andalucía pide ser ya, si no la primera, de las primeras en vacunar a la población, cuando la Agencia Europea del Medicamento aún no ha autorizado ninguna vacuna; otras anuncian autorizar reuniones familiares de hasta diez personas, entre convivientes y allegados, mientras otras las limitan a seis miembros, sólo de convivientes; y, así, hasta 17 propuestas de cara a las próximas fiestas, incluyendo, claro está, las distintas normas de aforo, horarios comerciales y movilidad ciudadana que cada una quiere adoptar en su respectiva comunidad.  

La segunda ola de la pandemia evidenció la imprudencia del relajo social permitido durante el verano. Los expertos epidemiológicos advierten de que repetirlo ahora en navidad supondría facilitar la llegada de una tercera ola, cada vez más aguda en contagios, aunque no en mortandad, pero que puede a volver a saturar los hospitales y las ucis. La crisis económica derivada de la pandemia no deja de hacer estragos en el empleo, las empresas y hasta en las cuentas del Estado, a pesar de las ayudas -Ertes, aplazamientos de impuestos y tasas, subvenciones, préstamos con aval estatal, etc.- implementadas para amortiguar su impacto en la actividad económica. Tal generosidad, que resulta insuficiente y no contenta a nadie, sólo se explica por el ingente apoyo acordado por la Unión Europea para la recuperación de los estados miembros.

Entre tantas improvisaciones y contradicciones, pensadas más para la confrontación política que para la solución del problema, lo único que perciben los ciudadanos es, simplemente, la apelación constante a la responsabilidad individual para que se respeten las normas generales que exige la situación, es decir, que se consuma pero que no se salga, que se guarde la distancia interpersonal que no se mantiene en muchos bares ni en el transporte público, que no se quite la mascarilla pero que se coma y beba para contribuir a recuperar la economía, que se mantenga el confinamiento perimetral del municipio, provincia o comunidad, incluso la de la zona básica de salud que alguna comunidad contempla como unidad territorial, mientras prolifera la publicidad institucional promocionando el turismo de cada región, etc.

En definitiva, esta esquizofrenia en la actuación gubernamental genera desconfianza e inseguridad en la ciudadanía y alimenta la tendencia hacia el negacionismo y la incredulidad en crecientes sectores de la población sobre autoridades, leyes y el conocimiento científico. La confusión que crea es peligrosa y dañina para el comportamiento social. Porque, mientras los expertos recomiendan este año no lanzarse a celebrar la navidad, los gobiernos regionales todavía discuten si aumentar las restricciones o evitar castigar aún más la economía, siendo conscientes, además, de que el Gobierno central propone endurecer las medidas, pero deja en manos de las autonomías cualquier decisión al respecto. Una auténtica esquizofrenia gubernamental.     

martes, 15 de diciembre de 2020

Pueblos condenados al olvido

La historia, más que del acúmulo de datos, es reflejo del olvido. Por eso se dice que la historia la escriben los ganadores, los que condenan al olvido a los perdedores para glorificar la gesta, siempre sesgada, parcial e incompleta, de los que triunfan en la lucha de las ideas, los pueblos, el poder. Así es la historia del mundo y de cualquiera de sus pedazos, constituidos ya como naciones o estados que se suponen estructura administrativa de los pueblos que habitan el planeta. Y en ese relato histórico, que aún se escribe y se modifica a gusto del vencedor de turno, algunos pueblos tienen predeterminado su destino, condenados al olvido.

En estos días no ha sido casualidad que dos de esos pueblos sufran, de manera casi simultánea, el desprecio y el abandono de los que practican la hermenéutica histórica en unos tiempos en que escasea la decencia y se rinde culto a la obscenidad. Tanto el pueblo palestino como el saharaui acaban de recibir la puntilla a sus aspiraciones nacionales y han sido relegados a la condición de figurantes de los poderes aliados en la región, por decisión arbitraria, pero determinante, del mediocre cabecilla del imperio que hoy escribe la narrativa mundial: el presidente de los Estados Unidos de América (EE UU), Donald Trump.

Con todo el poder que otorga gobernar la única superpotencia mundial, modelo imperante tanto de lo político como de lo económico, cultural y sobre todo militar, el dirigente menos cualificado de EE UU ha optado por saltarse a la torera la legalidad internacional y desoír las resoluciones de la ONU que amparan y legitiman el derecho que asisten a Palestina y Sahara Occidental para dotarse de un Estado independiente y soberano, reconocido y admitido en el concierto global de naciones. Por la fuerza de los hechos consumados, Donald Trump, a punto de abandonar la Casa Blanca tras perder, aunque no lo quiera reconocer, las elecciones, ha querido sembrar de obstáculos el mandato del próximo presidente electo, Joe Biden. Y lo hace con tan malos modos y de forma tan obscena como corresponde al estilo faltón, impetuoso y sobrado de soberbia del mandatario derrotado.

Porque, desde que asumió la presidencia, Donald Trump ha otorgado a Israel no sólo el beneplácito sino apoyo para completar la anexión de los territorios palestinos ocupados y considerar ciudadanos de segunda clase a la población árabe del país, contraviniendo las resoluciones de la ONU, los acuerdos internacionales y hasta la propia posición de EE UU, mantenida hasta la fecha sobre el conflicto palestino-israelí, al distanciarse de la canónica “solución de dos Estados” y patrocinar un plan que atiende exclusivamente a los intereses judíos. Con él ratifica la política sionista para la disolución social del pueblo palestino, consistente en la progresiva desnaturalización de Cisjordania mediante la proliferación de colonias judías en su interior, la declaración de la totalidad de Jerusalén como capital del Estado hebreo, sin respetar su estatus jurídico internacional, y el férreo control militar de cualquier actividad de los palestinos, tanto en Cisjordania como en la Franja de Gaza. Tal política cuenta con la plena avenencia de Donald Trump, quien mantiene un absoluto cabildeo con las autoridades judías más intransigentes, radicales y corruptas, como la que representa Benjamín Netanyahu, actual primer ministro hebreo, procesado por la justicia de su país.

Ese mal llamado “Plan de paz”, patrocinado por Trump y elaborado por su yerno, Jared Kushner, ha sido la penúltima traición a las aspiraciones de los palestinos de erigirse en nación soberana. Un plan que no sólo fragmenta Cisjordania, reduce su tamaño y la mantiene bajo soberanía israelí con autonomía limitada, sino que consolida y extiende la diseminación de colonias judías en su seno y la separa aún más, administrativamente, de la Franja de Gaza. Todo ello supone, en la práctica, la anexión definitiva de los enclaves palestinos en el Estado de Israel, incumpliendo los parámetros internacionales y las resoluciones de la ONU.

Pero la puntilla última, esperemos que no definitiva, ha consistido en desunir y enfrentar a los aliados árabes de la causa palestina para que establezcan relaciones con Israel y dejen de apoyarla, a cambio de suntuosas contraprestaciones económicas avaladas por EE UU. El frente homogéneo que todos los países árabes mantenían contra el Estado judío y a favor de las demandas palestinas ha quedado, así, resquebrajado. Además de Egipto (1979) y Jordania (1994), los únicos países árabes con los que Israel mantenía relaciones, acordadas con la firma de la paz tras enfrentamientos bélicos, Trump ha conseguido en sus últimas horas que Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos establezcan relaciones diplomáticas con el otrora acérrimo enemigo, el estado sionista de Israel.

Esta “normalización” de relaciones, olvidando las viejas demandas del fin de la ocupación de Palestina y la creación de un Estado palestino independiente y viable, circunscrito a los límites acordados antes de 1967, cuando se desató la Guerra de los Seis Días, parece responder antes a una estrategia defensiva contra la influencia de Irán, en la que Israel actuaría como paraguas militar, que al desistimiento de la causa palestina, ahora relegada a las prioridades geoestratégicas del tablero de Oriente Próximo. Sin embargo, este plan, promovido por Trump y denominado enfáticamente Acuerdos de Abraham, no acaba de atraer la adhesión de Estados árabes más significativos en la región, como Arabia Saudí, pero supone una puñalada mortal a las pretensiones del pueblo palestino. Se trata del enésimo bofetón a un pueblo que no ha dejado nunca de ser considerado perdedor en la narrativa de la historia que escriben los vencedores, es decir, los que disponen de la fuerza.

Perdedores como lo son, también, los saharauis desde que fueron vergonzosamente abandonados a su suerte, bajo la presión de la bota marroquí (marcha verde), por la España entonces potencia colonizadora (administradora) de aquel territorio africano, allá por el año 1975, en los estertores del franquismo. Víctimas del mismo atropello injustificable, moneda de cambio en las transacciones geopolíticas que interpretan la historia sin contar con sus protagonistas, el pueblo saharaui está también predestinado al olvido y el desprecio. Son tratados como calderilla en las manos de Donald Trump, válida para poner chinitas a su sucesor, engrosando adhesiones “compradas” a esos Acuerdos de Abraham que persiguen el reconocimiento de Israel por parte de países árabes. Magro triunfo de la diplomacia trumpista que sirve, además, para ignorar a España, país con responsabilidad en el conflicto, otra vez a la ONU, incapaz de organizar el acordado referéndum de autodeterminación, y al consenso y legalidad internacionales, manifiestamente pisoteados e inoperantes.

Dando expreso reconocimiento a la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental, EE UU ha conseguido que el reino alauita se sume a los países árabes que mantendrán relaciones con Israel. Si ya el pueblo saharaui vivía en un limbo legal que los recluía en los campamentos desérticos de Tinduf, desde donde se podía acoger a niños en vacaciones como acto de consoladora solidaridad, que no compromete a nada, ahora se le condena al olvido definitivo, tras aquel acuerdo de 1975 con el que España dividió en dos al Sahara para entregarlo a Mauritania y Marruecos, declarado nulo por la ONU.

En este caso, Trump no ha hecho más que aprovechar una situación de hecho consentida, la colonización marroquí del Sahara ocupado, para reforzar su “diplomacia” personal, su venganza por la derrota electoral y su obsesión incondicional con Israel. Y en ese relato del poder, algunos pueblos llevan la de perder, como el palestino y el saharaui. Están, desgraciadamente, condenados al olvido.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Introspectivo diciembre

Desde hace más de una década invito a escuchar las melodías al piano que interpreta George Winston en su disco December, que incluyo entre las recomendaciones del mes. Y lo hago por dos motivos: porque el mejor momento para deleitarse con una música que nos contagiará su atmósfera de soledad y aislamiento es este mes, el que da título, precisamente, al disco. Y segundo, porque este año, además, nos vemos obligados a guardar mayor recogimiento que de costumbre, por las restricciones a la movilidad y las reuniones que nos impone la pandemia, lo que nos hace disponer de sobrados momentos de tranquilidad para pensar en las musarañas y hacer introspección de nuestras vidas. Añadiría una tercera razón: la calidad de una música que nos eleva el espíritu por encima de las mezquindades y miserias a las que nos enfrentamos cotidianamente. No hay que ser un melómano para apreciar a un artista y la calidad de su obra cuando nos deleita el oído. Aproveche, pues, este rato y déjese llevar por las suaves notas de un piano, sin ningún otro acompañamiento, hasta ese lugar tan próximo a lo que llamamos felicidad. Su alma se lo agradecerá.    

 


 

martes, 8 de diciembre de 2020

El “puente” de las patrañas

Hoy finaliza el puente festivo que se forma entre el Día de la Constitución y el de la Inmaculada Concepción, que se celebran el 6 y el 8 de diciembre, respectivamente. Son dos festividades distintas: una civil y otra religiosa, separadas entre ellas por un día supuestamente laboral que en casi todos los sectores económicos se suele “saltar” y disfrutar como si fuera festivo, encadenándolo a las fechas oficialmente festivas entre las que se halla. Es lo que se conoce como el “puente” de la Constitución y la Inmaculada. O, simplemente, el puente de la Inmaculada.

La primera jornada conmemora la aprobación de la actual Constitución que, tras la muerte del dictador, consagró la democracia en España, consolidando un régimen de monarquía parlamentaria. Aparte del sistema político, configurado como un Estado Social y democrático de derecho, el texto constitucional recoge los derechos y libertades reconocidos a los españoles, como la igualdad de todos ante la ley, y los derechos al trabajo y a la vivienda, por citar algunos ejemplos.

La segunda festividad conmemora el dogma de la Iglesia católica que considera que la Virgen María concibió a Jesucristo sin pecado original, es decir, sin perder la virginidad ni ser fecundada por ningún hombre.  

Ambos motivos son indiferentes para la inmensa mayoría de los ciudadanos que aprovechan estas fiestas para el descanso y el ocio, sin entrar en disquisiciones legales o religiosas. Las asumen y las viven como lo que son, excusas para disfrutar de días libres, remunerados y exentos de la obligación de trabajar. Piensan que son artificios legales que sirven para descansar, puesto que la Constitución no garantiza el derecho al trabajo a los millones de españoles que no tienen empleo, engrosando las listas del paro, ni la vivienda a quienes cada día, por ser víctimas de esta crisis económica que trajo consigo la pandemia, son desahuciados de sus hogares.

De igual modo, una inmensa mayoría de españoles, sean creyentes o no, tampoco se detiene a valorar un dogma religioso, tan fantástico como irracional, de un embarazo sobrenatural que se construye para “encajar” elucubraciones divinas con ambiciones terrenales, como son todas las religiones y su afán de dominio, no sólo moral sino también material, en este mundo, cual simple poder humano más.

Consideradas así, estas fiestas conmemoran patrañas que se aceptan por tradición, sumisión, inconsciencia o indiferencia ante lo que significan o pretenden validar socialmente. Mientras permitan cierto provecho para la población en forma de descanso, no se discuten ni se cuestionan. Se disfrutan, sin más. Por eso, este puente es calificado por muchos como el puente de las patrañas. Y no sin razón

lunes, 7 de diciembre de 2020

Arecibo

Cuando era un atolondrado adolescente, época en que mis aficiones más absorbentes eran la astronáutica, la astronomía y la ufología, tuve conocimiento de la existencia del mayor radiotelescopio del mundo, construido precisamente en mi país natal. Ambos hechos, una tecnología a escala gigantesca y su emplazamiento en territorio familiar, hicieron que sintiera el anhelo, durante toda mi vida, de conocer “in vivo” aquel inmenso instrumento de escucha cósmica.

El radiotelescopio de Arecibo había sido construido en la década de los sesenta del siglo pasado y estuvo en funcionamiento hasta el año pasado. Su espejo, de 305 metros de diámetro, era fijo y ocupaba una depresión entre montañas. Sobre él, sostenida por cables de acero anclados a tres torres, estaba suspendida a 150 metros de altura una antena (espejo secundario o reflector) de más de 820 toneladas de peso. Esa antena, a causa de la desidia, la mala conservación o el interés por otros proyectos, finalmente se precipitó sobre el espejo principal, ocasionando graves daños, cuantiosos de reparar. Debido a esos daños estructurales, se ha decidido desmantelar lo que fue una joya técnica de la investigación espacial. Y uno de mis sueños vitales, tardíamente satisfecho.

Porque cuando ya peinaba canas pude, al fin, visitar en Arecibo aquella construcción, aún más impresionante físicamente ante los ojos que a través de fotografías o películas. Recorrí sus instalaciones y el espacio expositivo anexo de fotos y paneles informativos sin poder cerrar la boca, embobado. Estaba haciendo realidad un sueño, como ya he dicho, pero también rindiendo un emocionado homenaje a mi padre, fallecido hacía poco, que había sido médico, precisamente, en aquel pueblo de Arecibo. Ya no era sólo el radiotelescopio, sino que Arecibo había sido el lugar donde mi progenitor consumió su vida profesional entregado a la medicina.

Todo lo que uno es, todo lo que somos, objetos, personas y paisajes que nos constituyen, acaba por desaparecer y caer en el olvido, formando parte de la nada. Mi aventura en la vida va dejando un rastro, cada vez más extenso, de pérdidas y desapariciones. Mi país o patria natal y mis padres son los primeros trozos de mi propia corteza que he ido dejando por el camino. Ahora, además, se desprende de mí lo que había sido en gran parte de mi vida un orgullo onírico, aquel inmenso radiotelescopio que, desde un rincón remoto de mi país de origen, enviaba señales al universo, buscando rastros de vida inteligente. Ahora ese sueño desaparece, y lo siento como si me arrancaran algo de mi propio organismo.

Colapso de la antena.
Si desgraciadamente estamos solos en el Universo, de igual modo nos vamos quedando solos en el mundo, hasta que todo lo existente vuelva a ser la nada de la que surgimos, tras aquel primer petardazo del Big Bang, cuyo eco podía todavía escucharse gracias, entre otros aparatos, al radiotelescopio de Arecibo, el que fascinó mi adolescencia y determinó, en algún sentido, mi vida.

Adiós, pues, a todo lo que ese ingenio, esa época y esos recuerdos significaron para mí y en lo que fui, soy y seré. Arecibo se difumina de la ciencia y, lo que es más doloroso, de mi vida. Arecibo fue, para mi, mucho más que un radiotelescopio.

    

martes, 1 de diciembre de 2020

Sombras de diciembre

Diciembre inicia su recorrido por el calendario para despedir el año más dramático de la historia reciente, el que recordaremos por consumir las horas soñando con recuperar hábitos gregarios, asuetos compartidos, alegrías corales. Días de horas sombrías, llenos de nostalgia y resignación, que cubren nuestra mirada de nubes plomizas, como si en nuestros ojos se instalara la penumbra de esas jornadas de lluvia y frío que suelen acompañar a este mes postrero. Así son los días de diciembre en el año del virus, en el que nos vemos sorprendidos por un enemigo microscópico pero terrible que nos asedia en nuestros propios domicilios. El miedo, la desconfianza, los bozales y la distancia frente a propios y extraños tiñen de sombras este mes en que nos entregábamos confiados a los abrazos, las reuniones, las dádivas y el dispendio, dando sentido a unas fiestas que sólo se celebran en compañía. Sombras que nos enfrentan a la soledad de unas existencias que no soportan el aislamiento, el silencio y la ausencia de interlocutores con los que compartir preocupaciones y alegrías. Sombras de diciembre que nos hacen abrigar la esperanza de un futuro más luminoso en cuanto arranquemos la hoja del calendario.    

viernes, 27 de noviembre de 2020

La muerte de un futbolista

Acaba de fallecer un renombrado futbolista y medio mundo llora su desaparición. Su fama se extendía por todos los países donde ese deporte mueve multitudes, como Italia, España, Brasil y, naturalmente, su propio país, Argentina, donde colas kilométricas de paisanos se formaron frente al Palacio presidencial, La Casa Rosada en la que instaló su féretro, para tributar un último homenaje al jugador. Un gentío enfervorizado desbordó el perímetro policial y asaltó el Palacio, obligando a trasladar el ataúd hasta otro lugar más seguro. La gente quería despedirse del Maradona que recordaban cuando sus gestas con el balón hacían bramar de admiración a los estadios. Querían despedirse de un recuerdo ya mitificado. Algo lógico entre los amantes del fútbol y del personaje en cuestión, cuya trascendencia sobrepasaba su indiscutible talento deportivo.

Pero de ahí a dedicar a esta noticia toda la duración de un Telediario es excesivo. Máxime si se trata de una televisión pública, de ámbito nacional y generalista. La lucha por la audiencia genera este tipo de comportamientos en los medios de comunicación, independientemente de la titularidad privada o pública de los mismos. Compiten como si todos estuvieran obligados a generar beneficios, cosa que sorprende en las cadenas que se financian con los impuestos de todos los españoles y cuya finalidad fundamental es prestar un servicio público, también en sus espacios de noticias, mediante una información veraz, diversa, equilibrada y de interés general, sin que esté supeditada a la rentabilidad inmediata o la demanda de moda. Que la televisión pública reproduzca la estrategia mediática de las privadas, elaborando reportajes espectaculares sobre acontecimientos que merecen una mera referencia en el bloque pertinente, tal vez la referencia más notable en su sección, es cuando menos preocupante, por lo que supone de tendencia por la cantidad y superfluo en vez de por la calidad en lo relevante para la sociedad en su conjunto, que debería constituir el objetivo de unos medios públicos de comunicación.

Es indudable que la trayectoria del futbolista muerto despierta el interés de la audiencia por la significancia y trascendencia que ha supuesto para este deporte, pero que, en su conducta personal, aparte de la deportiva, no representa ningún ejemplo ni para los seguidores del fútbol ni para los jóvenes que buscan en la práctica deportiva una meta para sus proyectos de vida. Mitificar a un personaje hasta convertirlo en leyenda, obviando los aspectos cuestionables de su conducta, es validar un comportamiento no aconsejable ante quienes buscan modelos a seguir. Que Maradona haya surgido de los arrabales, dotado con una habilidad especial desde niño para jugar al fútbol, hasta encumbrarse como una figura excepcional en ese deporte, sin saber administrar el éxito conseguido para dedicarse a los excesos de droga y alcohol con los que desperdició su don, no engrandece su figura ni genera motivos para el culto a su personalidad. Mayor interés mediático, al menos para los medios públicos, debería representar la historia de esfuerzos y lucha que muchos niños, en la misma Latinoamérica del futbolista fallecido, hacen para acceder a la educación y la cultura, por emanciparse de la pobreza y el analfabetismo a que estaban destinados por su origen, sin sucumbir al atajo fácil del juego callejero o, lo que es peor, la delincuencia, el alcoholismo y las drogas. Ello es algo que debería tener en cuenta todo medio de titularidad pública. Ya que, por muchos seguidores que atraiga el fútbol, deporte que desata pasiones, el que ha muerto ha sido un futbolista, muy famoso, es cierto, pero no el descubridor de la buscada vacuna contra la Covid, por ejemplo.

Es preocupante que desde los medios de comunicación, especialmente desde los de titularidad pública, se contribuya al enardecimiento de actitudes que valoran lo popular frente a lo importante, lo relacionado con el entretenimiento frente a los problemas reales que nos agobian, por un mero afán de competición comercial. El tratamiento informativo del fallecimiento del jugador argentino es, a todas luces, desproporcionado para una televisión pública, puesto que el hecho, más allá de su significancia deportiva, resulta irrelevante para la formación de una opinión pública sobre lo que nos sucede como sociedad. Supone la prestación de un mal servicio público, lo que incumple la función u objeto de los medios de carácter público.

Es triste que haya muerto un futbolista que hizo historia en ese deporte, pero más lamentable es la utilización de ese suceso como coartada emocional en la estrategia comercial por la publicidad en unos medios de comunicación de masas que se definen como serios y son de financiación pública. En vez de diferenciarse de la ordinariez televisiva, Televisión Española ha preferido compartir la misma tendencia de manera espectacular. Así no gana credibilidad ni consigue ser identificada con un medio serio y de calidad. Una pena en tanto en cuanto la sufragamos entre todos.      

lunes, 23 de noviembre de 2020

Desconciertos

La inmediata actualidad, una redundancia porque la actualidad siempre es inmediata, no deja de depararnos motivos para el desconcierto. Los hechos que nos presenta provocan más confusión y desconfianza que certidumbres y seguridad. Nos mantienen en vilo a la espera de alguna “verdad” que no sea discutida, que no cause recelo y no sirva para la confrontación y la polarización de la sociedad. Llevamos en esta situación de desconcierto y desesperanza demasiado tiempo, aunque últimamente con mayor intensidad que nunca.

Es cierto que vivimos unos tiempos de excepcionalidad por causa de una pandemia que jamás antes en nuestra historia reciente habíamos conocido. Pero, en vez de permanecer unidos en la lucha contra ese enemigo invisible y letal (más de un millón de contagios y 50 mil muertos), siguiendo las directrices de gobiernos que recaban el asesoramiento de expertos y de la ciencia, nos dedicamos a utilizar el problema, que afecta a la salud de toda la población y a la economía del país en su conjunto, para exhibir nuestras diferencias, cuestionar las iniciativas y desobedecer las recomendaciones con las que no estamos de acuerdo. Todo lo cual provoca tal estado de ansiedad e incredulidad que la gente se vuelve insegura y desconfiada. No sabe a quién creer ni qué hacer sin tener la sensación de que la están engañando o que, por lo menos, no le cuentan toda la verdad. Los mal pensados -¿acaso equivocados?- consideran, incluso, que están siendo utilizados con fines torticeros de intencionalidad política.

Y es que, entre las directrices de unos y las contramedidas de otros, el espectáculo que ofrece esta confrontación entre administraciones es, cuando menos, de asombro. La vergüenza y el desconcierto que generan la discusión y el incumplimiento de normas adoptadas para frenar las altísimas tasas de transmisión en determinados territorios es inaudito. Si no fuera porque lo que está en juego es la salud, cuando no la vida, de los ciudadanos, sería para refugiarse en la desafección y la indiferencia de quienes parecen buscar sólo un provecho partidista del mayor reto que afronta la salud pública en nuestro país. Por eso resulta increíble que la comunidad de Madrid, la que mayor índice de contagios por cada cien mil habitantes ha registrado hasta hace poco, consiga ahora una súbita mejoría que hace descender sus cifras de manera espectacular, a pesar de que los negocios de hostelería no han seguido las indicaciones sanitarias que con mayor rigor acatan las demás comunidades. ¿Acaso los expertos que asesoran al gobierno regional disponen de mayor y mejor información que los de la OMS, el resto de Europa y el Ministerio de Sanidad? Es desconcertante.

Como también es desconcertante que la regulación legal de la educación en España siga siendo materia de enfrentamiento ideológico, nunca objeto de un consenso estatal para fijar definitivamente la mejor educación de niños y jóvenes, a fin de garantizar una óptima preparación a la generación que deberá sustituirnos, de la que dependerá el futuro de nuestro país. Pues no, cada cambio de color en el Ejecutivo supone una nueva ley de educación, y para peor. Ya el principal partido de la oposición ha anunciado que, cuando acceda al gobierno, revocará la ley que acaba de aprobar el Parlamento. Así no hay manera ni formación ni progreso. Seguiremos siendo un país de servicios que desperdicia su talento en servir copas, hacer camas y pegar ladrillos, sin interés por la ciencia, la investigación, los idiomas y el emprendimiento. Tal vez sea lo que se proponen los que diseñan los planes educativos, para que los futuros votantes no se interesen por exigir responsabilidades. Causa pavor.

Casi tanto como la diatriba generada para aprobar unos presupuestos que son imprescindibles para la gobernanza y la gestión de nuestro país. No importa que llevemos tres años con unas cuentas prorrogadas que ya no son válidas para afrontar los retos, máxime en una situación de excepcionalidad como la que estamos sufriendo, a que nos enfrentamos hoy y cara a los próximos años. Nos jugamos nuestro papel como nación en Europa y en el mundo. Pero no disponemos de estadistas con capacidad de actuar de cara al futuro, sino de politiquillos que ejercen en función de sus intereses del presente, incapaces de subordinar sus avaricias al interés general. Y lo peor es que no se vislumbra a nadie en el ruedo político con semejante generosidad y altura de miras. Porque si los que hay no defienden siquiera, sin maniqueísmos, el sacrosanto derecho a la salud de todos en plena amenaza de un patógeno sumamente contagioso, todavía menos hallaremos que velen por la viabilidad presupuestaria del país y el respeto a la democracia y sus instituciones. Escasean políticos que sean honestos con los ciudadanos a los que dicen representar. Tal es la razón por la que ningún partido se presta a priorizar los puntos de acuerdo, en pos de un bien superior, en vez de parapetarse tras vetos que magnifican los de desacuerdo. Exigen todo o nada, y así no hay manera de construir ni avanzar. Así no se hace país, por muy patriota que uno se declare. Es desconcertante.

Pero el mayor desconcierto lo provoca el atrincheramiento de Donald Trump en la Casa Blanca, quien se niega reconocer su derrota electoral. Lo increíble es que, como excusa, esgrime un supuesto fraude electoral y trampas en las votaciones, como si USA fuera un república bananera. Ninguna de sus graves acusaciones se basa en pruebas fehacientes, a pesar de que un ejército de abogados a su servicio presente impugnaciones en aquellos estados cuyos votos podrían revertir un resultado que le es adverso. Ni en Michigan, Georgia, Nevada, Arizona, Wisconsin y Pensilvania ha logrado que el recuento de votos le proporcione la victoria que le ha sido negada. En ese último estado, el juez federal que ha fallado contra sus alegaciones, a pesar de ser republicano, no ha podido evitar señalar en su escrito que éstas se basaban en “argumentos legales torcidos sin mérito y acusaciones especulativas” para construir un argumentario que es “como el monstruo de Frankenstein”. Mientras tanto, Trump no ceja en destruir la confianza en la democracia norteamericana y el prestigio de sus instituciones, insinuando todo tipo de manipulaciones, fraudes y trampas que le arrebatan su victoria. No liga su permanencia en el cargo al número de votos, a la voluntad popular, sino a su intuición y al engreimiento patológico que padece. Por ello saldrá de la Casa Blanca tal como gobernó: con soberbia, desconsideración, infantilismo, intolerancia y mediocridad intelectual. Deja una sociedad polarizada, dividida, más desigual y abandonada a su suerte frente a una crisis sanitaria que ha causado más muertes que la guerra de Vietnam. Si desconcertante fue su elección, mayor lo es su salida del poder. Aunque sabiendo las causas que tiene pendiente con la Justicia, no es de extrañar que se aferre con los dientes a un cargo que le proporciona inmunidad.

La actualidad, pues, se empeña en ofrecernos un panorama que provoca una fuerte sensación de desconcierto. Lo cual es muy preocupante y da miedo.           

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Premio al poeta de las desgarraduras

Francisco Brines, poeta modesto, nada pretencioso, perteneciente a la generación de los cincuenta del siglo pasado, acaba de ser galardonado con el premio Miguel de Cervantes, el más importante de la literatura castellana, en su 46º edición. Se trata de un premio merecido para un poeta que no busca el reconocimiento de los demás, sino descubrir la pasión de la vida, desde la propia biografía, con su fugacidad y degradación, que incluye la inutilidad última de la pasión, pero también la belleza, el amor y los aspectos sensuales y eróticos en que la pasión se expresa en plenitud. El rememorar elegíaco de Brines se transforma en un “amor profundo a la vida”.

Comencé a leer la poesía de Francisco Brines a finales de los ochenta, cuando adquirí su poemario El otoño de las rosas, aquel que lo convirtió, como dijo Carlos Barral, en “un clásico vivo”.  Quedé subyugado, me conmovió profundamente. Acudí a una presentación que hizo en Sevilla en el salón de actos de una caja de ahorros en la calle Martín Villa. Me impactó escucharlo en persona no sólo por la hondura de los versos que escuchamos de sus propios labios, sino por la timidez, sencillez y honestidad que irradiaba, que denotaban a un ser nada pretencioso ni fatuo.

Brines canta a la pasión desde la desolación, desde las desgarraduras de un sentimiento de frustración que huye del idealismo trascendente para aferrarse a la experiencia sensible, como describe Juan Carlos Abril en su edición del Jardín nublado briniano. Entre esa experiencia vital y la reflexión ética, con la que formula una construcción pagana, alejada de todo contagio religioso, discurre la poesía del flamante premio Cervantes, en la que el amor, el fracaso, las heridas, la soledad, la condición inesquivable del tiempo que acota esa quimera hecha de plenitud y vacío que llamamos ser humano, forman parte de sus motivos más recurrentes.

Este premio, uno más, concedido cuando Brines, delicado de salud pero mentalmente lúcido, alcanza los 88 años de edad, le fue otorgado por ser el poeta que “más ha ahondado en la experiencia del ser humano individual frente a la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital”. De hecho, sigue trabajando en un nuevo libro titulado “Donde muere la muerte”, en el que posiblemente volverá a exponer su artesanía poética sobre la aventura efímera de la vida que es el hombre. Pero su epitafio ya nos lo dejó escrito en “Mi resumen”*:

“Como si nada hubiera sucedido”

.Ese es el resumen

y está en él mi epitafio.

 Habla mi nada al vivo

y él se asoma a un espejo

que no refleja a nadie.       

 

*: Último poema de Jardín nublado, de Francisco Brines, edición de Juan Carlos Abril. Colección La cruz del sur, antologías, de la editorial Pre-Textos. Valencia, 2016.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Envejecer

Envejecer es alcanzar una edad en la que se sufren limitaciones, amputaciones y putrefacciones que deterioran el organismo y son repudiadas por la mente. Si no es la artrosis o la sordera, son extirpaciones diversas, problemas de visión, pérdidas dentales, quebrantos viscerales u olores nauseabundos que emanan con los efluvios líquidos, sólidos o gaseosos de nuestros desechos orgánicos, cada vez más agrios. Es desagradable llegar a viejo, aunque sea una fortuna conseguirlo cuanto tantos no han podido superar la prueba inesquivable del tiempo. Pero cuando se es consciente de alcanzar una edad provecta, no logras aceptar de buen grado la decrepitud que trae consigo, la humillación que acarrea (como sentenciara Wagensberg: “Vivir envejece, envejecer humilla y la mayor humillación es morirse”), porque tu mente se aferra a una imagen de ti de tiempos dominados por el vigor, cuando podías correr, pensar con lucidez, vivir deprisa o contener la orina, sin echar cuenta de ello y sin esfuerzo alguno más que el de la simple voluntad.

La vejez, con su continua caída hacia el deterioro físico y psíquico, es el preludio de esa fatalidad siempre inesperada, poco deseada, que es desaparecer para siempre del mundo, como si no hubieras existido nunca. Llegar a viejo es una achacosa venganza contra esos burócratas que cuantifican la sostenibilidad de la supervivencia para el sistema económico y social, con pretensión de que cada vida sea siempre rentable. Pero es un triunfo que soportas como si fuera una condena que el cuerpo se encarga cada día de recordar, con quejumbres y fatigas, al prohibirte muchas de aquellas rutinas y apetitos que hacían brillar tus ojos.

Envejecer es recordar lo que fuimos, demorando con inquietante paciencia el último acto, restándole todo dramatismo y trascendencia, mientras se apura la compañía y los afectos que nos ha deparado nuestro paso por el “mar, que es el vivir”, según verso de Jorge Manrique.    

viernes, 13 de noviembre de 2020

Pieles a la basura

Esta imagen es la muestra más contundente del deprecio humano por los animales. Si no sirven, se sacrifican y tiran a la basura. Y si enferman y ya no valen para lo que se criaron, se les incinera por representar un peligro de transmitir enfermedades. Es lo que se hace con todas las especies animales que utilizamos para aprovecharnos de ellas, sea para divertirnos, como los toros de lidia, alimentarnos, como los pollos o los cerdos, o para presumir, como estos visones de piel tan pulcra y cotizada. 

Los de la imagen se contagiaron del virus que actualmente mantiene al mundo en vilo y, por tal motivo, fueron condenados. Ya estaban condenados de antemano para arrancarles su apreciado pelo, y sometidos a una vida enjaulada que es mucho más cruel y angustiosa que los confinamientos con que los humanos combatimos la pandemia. Para ellos no existe vacuna que valga ni ninguna cuarentena que algún biólogo, estudiante de estos mamíferos, pudiera descubrir válida para preservar sus vidas. Simplemente sucumben ante las leyes del mercado. Si representan un gasto y no son rentables, se eliminan como cualquier mercancía. Que sean seres vivos es sólo una particularidad indiferente al sistema mercantil. Al final, van al exterminio. Sus estimadas pieles, a la basura. ¡Pobres animales! ¡Y que imagen tan contundente de nuestro insensible desprecio por todo lo que no nos depare ganancias, es decir, dinero!  

martes, 10 de noviembre de 2020

Lo bueno y malo de lo cotidiano

Los días transcurren como la vida, con momentos buenos y momentos malos, aunque la mayoría sean grises, inocuos y vacíos, que no dejan ningún recuerdo malo ni bueno. Pero a veces amanecen días que son una explosión de lo bueno y lo malo, todo a la vez, como el de ayer. Ayer celebrábamos la victoria en EE UU del candidato demócrata Joe Biden, quien ya anuncia sus primeras medidas cuando asuma la presidencia: volver al acuerdo de París contra el cambio climático, revisar las políticas de Trump contra la inmigración ilegal (el acto, no la persona, porque quien no tiene “papeles” no es ilegal sino una persona con todos sus derechos), recuperar el diálogo multilateral y gobernar para todos los norteamericanos (lo que significa para todo el mundo), sin el sectarismo (ni los aranceles) del infame presidente maníaco, que se niega aceptar su derrota, creyéndose un iluminado. Todo esto es bueno: supone un soplo de sensatez.

También es bueno que los herederos consanguíneos del sanguinario dictador Francisco Franco se vean obligados por la Justicia a abandonar el palacete del pazo de Meirás, en Galicia, de donde era oriundo. Aquella propiedad, fruto de un chantaje económico al pueblo tras la Guerra Civil para obsequiar al general sublevado, pertenece a Patrimonio Nacional, es decir, al Estado, es decir, a todos los españoles. Pero como pretendían apropiarse de las obras de arte saqueadas que ocultaba en su interior, extraídas de hasta la Catedral de Santiago de Compostela, la Justicia, otra vez, ha tenido que paralizar la mudanza hasta que se elabore el inventario de tales bienes y se esclarezca la propiedad de cada objeto. Es otra noticia buena: impedir que los saqueadores sigan apropiándose de lo ajeno, ese auténtico botín de guerra y de una postguerra de cuarenta años. Seguían considerando que la “finca” (España) era del abuelo.

Y como no hay dos sin tres, también ha venido a sumar como positivo que la multinacional farmacéutica Pfizer anunciase que las pruebas de la vacuna contra la Covid-19 que está elaborando, y que se encuentra en la última fase de ensayos, ofrecen datos sumamente esperanzadores. La inmunidad que induce la vacuna es de un noventa por ciento, tras administrarse dos dosis en el plazo de 21 días. Y anuncia que, si consigue la homologación de las autoridades de Sanidad, para finales de año estará en condiciones de fabricar millones de unidades de una vacuna capaz de combatir la pandemia. Para una población confinada al borde de la desesperación, esta noticia es recibida como una luz al final de esta pesadilla. Tanta ha sido la alegría general que la Bolsa de Valores española subió más de un ocho por ciento, sobre todo en acciones de empresas relacionadas con el turismo, como las del transporte aéreo y el sector hotelero. Otro buen dato, sin duda, aunque para unos signifique pingues beneficios y para otros, mejores expectativas de vida. Hay que alegrarse, en todo caso. Nada es gratis. Tampoco vivir.

Pero lo bueno se alternó con lo malo. Esa tenue esperanza por una futura vacuna no ocultó que la segunda oleada de la pandemia está provocando que los contagios y las muertes vuelvan a multiplicarse de manera incontrolada. Los registros diarios del avance de la enfermedad no dejan de crecer, poniendo a los hospitales en una situación límite, cercana al colapso de sus unidades de cuidados intensivos. Y, otra vez, son los mayores, los ancianos residentes en asilos, los que pagan el peor precio: pierden la vida no sólo a causa de un virus para ellos letal, sino por la falta de medidas eficaces para mantenerlo a raya en espacios donde la vulnerabilidad de las personas es un peligro de sobra conocido. ¿Qué se ha hecho desde marzo, cuando se reconoció el azote del coronavirus, hasta hoy? Lo que se ha hecho ha sido insuficiente y mal coordinado, útil sólo para la confrontación política, no para reforzar la salud pública. Es cierto que ya no faltan respiradores ni equipos de protección y mascarillas, pero seguimos sin la dotación en recursos humanos necesaria en hospitales y centros de atención primaria, sin los rastreadores precisos para delimitar la cadena de contagios y supervisar el seguimiento de los enfermos que deben guardar cuarentena en sus domicilios, etc. Tampoco se han contratado los maestros adicionales que se requieren para rebajar el aforo de aulas en escuelas y universidades. Se ha hecho, en definitiva, lo fácil: ordenar confinamientos, procurando perjudicar lo menos posible la actividad económica, y se ha elaborado un discurso propagandístico de cara a la población. El resultado de tanta vacuidad implementada se puede comprobar en las residencias de ancianos. La muerte se pasea ufana por sus pasillos. Es el contrapunto negro que acompaña la cotidianeidad de nuestros días.

Y es tan malo como esa lacra que parece estar incrustada de manera indeleble en nuestra sociedad: la de la violencia machista. Un nuevo asesinato, cometido en Gerona, acabó ayer con la vida de una mujer de 49 años (otra más: ¿se enterará la ultraderecha de que no se trata de violencia doméstica, con víctimas de ambos sexos?) de manos de su pareja, ambos de nacionalidad belga. Son ya 38 las mujeres asesinadas en España en lo que va de año por sus parejas o exparejas, lo que eleva a más de mil el número de víctimas mortales, todas de sexo femenino, desde que comenzara la contabilidad oficial de esta violencia, a partir de 2008. Un cómputo superior al de víctimas del terrorismo etarra, pero que no acaba de ser percibido con la misma magnitud y gravedad. Vox, las siglas de los negacionistas ultras, cree que se trata sólo de una campaña ideológica promovida por el feminismo radical, del mismo modo que la memoria histórica es fruto del rencor de los vencidos. ¿Cuánto dolor y odio gratuitos hay que seguir soportando en este país? ¿Cuándo la tolerancia, el respeto, la dignidad y la justicia se convertirán en valores preponderantes de nuestra forma de convivencia?

Es insufrible que lo malo acompañe inseparablemente a lo bueno en lo cotidiano. Lo primero no nos deja disfrutar de lo segundo, amargándonos los días con el desasosiego y la frustración que nos provoca. E impide que la esperanza y la confianza en el futuro resplandezcan de manera absoluta. Es un reto que hay que superar. Y una forma de hacerlo es asumiendo que lo bueno y lo malo conforman la realidad que nos ha tocado vivir. Hay que ser conscientes de ello.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Los hijos

Llegamos a ser padres sin un libro de instrucciones. Improvisamos la crianza de los hijos imitando lo que vimos en nuestros padres, aunque ese recuerdo esté tergiversado por proceder de una experiencia infantil. El grueso del comportamiento paternal descansa en el sentido común y lo que hace nuestro entorno. Así, guiamos a nuestras criaturas, esos locos bajitos, con la mejor de las voluntades y la más deficiente formación. Y cuando llegamos a ser abuelos, intentamos enmendar nuestros errores siendo más tolerantes con los nietos o interviniendo con consejos no solicitados. Entonces tropezamos, en algunas ocasiones, con criterios de sus padres, nuestros hijos, que difieren de los nuestros. Y nos reprenden: “Papá, déjalo”. No acabamos de aprender a ser padres. Porque los hijos son seres que nos obligan a darles lo que somos, pero mejorado. Nos arrebatan nuestro ser, nuestro tiempo, nuestra sabiduría y nuestra libertad, sin ser culpables de ello. Su inocencia es proporcional a nuestra responsabilidad. Y en sus ojos ingenuos se refleja nuestro temor a fallarles. Son unos extraños adorables en los que nos vemos a nosotros mismos. Por eso nos hacen felices.  



jueves, 5 de noviembre de 2020

El mal perder de un trapalero


Pendiente aun del recuento de los votos por correo en algunos estados clave para decantar la victoria, todo indica que el ganador de las elecciones presidenciales de Estados Unidos de América (EE UU) será el candidato demócrata Joe Biden, la persona de más edad (78 años) que ha competido por el cargo y el que mayor número de votos ha cosechado nunca en la historia de aquel país. Y el que, sin el carisma de Barack Obama ni la agilidad dialéctica de otros contrincantes, expulsará del Despacho Oval de la Casa Blanca al imprevisible, sectario y manipulador Donald Trump, quien, como buen trapalero, busca todos los subterfugios legales o alegales para mantenerse en el cargo, insinuando incluso la probabilidad de un fraude que le arrebataría el triunfo. Es el mal perder de un trapalero, acostumbrado a mentir y hacer trampas durante toda su vida. Cree que todos hacen lo que él haría.

Lo grave de su actitud, poco respetuosa con las instituciones y los procedimientos democráticos que él está obligado salvaguardar, es la desconfianza y el deterioro que ocasiona en ellos, provocando una profunda división en el país que podría acarrear violentas consecuencias. Los infundios que propala y las simpatías que exhibe sin recato hacia los sectores “militarizados” de la extrema derecha, dispuestos “defender” con las armas a quien se presenta, cuando no convence ni gana, como víctima de los ardides de un adversario político, son sumamente peligrosos para la convivencia y la paz del país, hasta el extremo de que una guerra civil sea una opción no descartable. Esa actitud denota, además, las inclinaciones de una persona autoritaria, soberbia, nada respetuosa con la democracia, racista y sumamente impetuosa. De hecho, si se confirman los resultados electorales, Trump está a punto de ser considerado el peor presidente de EE UU, cuyo estrambótico mandato sólo pudo ser soportado durante una única legislatura. El mundo entero respirará aliviado con su marcha, salvo por los adláteres populistas que le imitan con igual desfachatez en otras naciones del planeta.

Si no fuera por tales consecuencias y lo que está en juego, resultaría hilarante la conducta de mal perder de un personaje tan trapalero, que utiliza el alto cargo que ocupa para esparcir maledicencias sobre su país y las demás naciones del mundo, con el sólo objeto de conservar el cargo y alimentar su engreimiento. Sin él, América volverá a ser el país de las oportunidades para cualquier ciudadano y el faro de la democracia y los derechos humanos para el resto del mundo. ¡Ojalá se confirmen los resultados que pronostican su fracaso!

martes, 3 de noviembre de 2020

¿Defensores de la libertad?


Decenas de jóvenes, muchos de ellos simples adolescentes, han protagonizado hace una semana, coincidiendo con el último puente festivo, diversos actos de vandalismo en algunas ciudades de España para exigir, a voz de grito e incendios, recuperar la “libertad”. Los hechos, por minoritarios que fueran, surgieron al poco de decretarse el estado de queda que posibilitaba a las Comunidades Autónomas poder establecer confinamientos perimetrales de la población para luchar contra la segunda oleada de la pandemia de covid que ha situado a nuestro país como el que más contagios registra en Europa. Al parecer, estos jóvenes se sienten “apresados” en sus ciudades, impedidos de ejercer sus libertades y derechos. Y exteriorizan su disconformidad con las restricciones de forma colectiva, mediante protestas y desórdenes. No parecen dispuestos a hacer sacrificios individuales en beneficio de un bien común prioritario, cual es la protección de la salud de todos los ciudadanos. Si no lo entienden, con su actitud demuestran que ni siquiera quieren intentarlo.

La mecha de los altercados prendió en una barriada de la periferia de Sevilla, donde en la madrugada del martes pasado una veintena de jóvenes comenzó a lanzar bengalas y quemar contenedores para protestar violentamente contra lo que considera una intolerable limitación de la libertad. No se trataba de una iniciativa original por cuanto emulaba las emprendidas en otros países, en los que se produjeron manifestaciones organizadas por grupos negacionistas de extrema derecha. Pero era la primera vez que acaecía en nuestro país en el contexto de las restricciones impuestas por la lucha contra la pandemia. Por ello, semejaba más un espontáneo acto de imitación con pretensión de “entretenimiento” espectacular que una genuina reivindicación de libertades gravemente recortadas.

Tales muestras de violencia en las protestas, protagonizadas siempre por un escaso número de personas, en su mayoría muy jóvenes, se multiplicaron en días sucesivos por Logroño, Baleares, Murcia, Barcelona, Burgos, Málaga, Vitoria y varias ciudades más, subrayando el carácter imitativo de cada una de ellas. Y también su escasa participación. Ninguna de las algaradas congregó a más de 500 personas, como mucho, lo que no impidió que se desencadenaran algunos actos de vandalismo, como el destrozo de mobiliario público, quema de papeleras y neumáticos, rotura de lunas y asalto y saqueo de establecimientos comerciales. La “libertad” esgrimida consistía, con su proceder, en no respetar la propiedad pública ni la privada para exigir el derecho a congregarse y divertirse sin limitaciones. Tal es el único motivo que se deduce de las algaradas, puesto que el estado de queda no vulnera ningún derecho a la educación, al trabajo, a la salud, a la reunión o a la movilidad, siempre que se restrinja a seis personas y en el ámbito de cada confinamiento municipal, provincial o comunitario establecido de forma temporal en función del índice de contagios en tales territorios.

Lo que llama la atención de estas manifestaciones es que sus protagonistas sean jóvenes que no se han significado anteriormente por luchar contra problemas más graves e hirientes que hipotecan su futuro, como son los escasos recursos para su formación, las regresivas condiciones para el trabajo, los obstáculos económicos para el acceso a una vivienda propia o las tapias de desigualdad de oportunidades que aún se levantan entre ambos sexos. No salir ni reunirse de noche les resulta más ofensivo que todo lo anterior, aunque esa limitación temporal de movilidad y reunión persiga la protección de la salud de toda la ciudadanía, incluidos también ellos.

Antes que defensores de la libertad, se comportan más bien como simples gamberros. Antes que presos, están aburridos y buscan distraerse con actitudes de provocación y violencia. No conocen sacrificios ni penalidades como no sean las que limitan sus salidas y reuniones movidas por el ocio. Ni se sienten compelidos a compartir la responsabilidad de combatir la mayor crisis sanitaria conocida en nuestro país en el último siglo, que puede ser letal, tanto para ellos, pero fundamentalmente para sus familiares de mayor edad vulnerables. No demuestran una actitud de concienciación social, sino de puro egoísmo e insolidaridad.

Pero peor aún que lo anterior, es que son manipulables y están orquestados por fuerzas ocultas que promueven estas expresiones emocionales de descontento desde las redes sociales y la propagación de bulos y mentiras con fines de desestabilización política. Son espoleados por populistas del odio y la confrontación que persiguen réditos electorales. Ello se evidencia en la heterogeneidad apolítica y social de los manifestantes, que sólo convergen en las convocatorias virales a través de las redes sociales. E infiltrados por grupos radicales expertos en transformar cualquier protesta en explosiones de vandalismo y violencia.

Y es una lástima que estos jóvenes, que han vivido toda su vida, aun con estrecheces, en la época más larga de paz, progreso y bienestar de España, sin conocer ni los estragos de una guerra ni las calamidades e indignidades de la dictadura, sólo sientan motivos para protestar por las “quirúrgicas” limitaciones de ciertos derechos a causa de una pandemia que se ha cobrado miles de muertos y más de un millón de contagios en nuestro país. ¿Es que acaso no tienen algo realmente importante por lo que expresar su disgusto? ¿Tan aburridos están?      

jueves, 29 de octubre de 2020

¿Por qué no podemos vivir juntos?

Dime por qué no podemos vivir juntos, Qué importan el color de la piel, las creencias, las ideologías, el dinero o las fronteras si todos desean la paz y compartir la vida, juntos como hermanos. Puede ser una canción, pero también un anhelo.



 

miércoles, 28 de octubre de 2020

La vacuna del hastío


En esta anormalidad que llamamos “nueva normalidad”, en la que nos hallamos otra vez vapuleados por un segundo ataque de una pandemia que asola el planeta, asumimos conductas que anteriormente despreciábamos, bien por cabezonería, ignorancia o mera discrepancia. Ahora, que ya estamos atenazados de miedo y llenos de incertidumbres, obedecemos los consejos que nos hacen y nos comportamos como nos demandan. Ayer, sin ir más lejos, fui a vacunarme de la gripe. No era la primera vez que me vacunaba, pero sí la primera que lo hacía de forma voluntaria. Esta confesión resultará sorprendente, por contradictoria, si aclaramos que procede de quien ha sido un profesional sanitario hasta hace pocos años. Tampoco es que fuera un negacionista de las vacunas, puesto que todos mis hijos han sido vacunados según el calendario establecido por los médicos. Pero en el caso de la gripe, cuyo patógeno muta cada dos o tres años, siempre dudaba si la vacuna estaría inmunizándome contra una cepa que ya habría desaparecido. Pero, aparte de esta débil excusa, era mi estado físico, poco dado a padecer la gripe, lo que me envalentonaba a no actuar como debía, a pesar de pertenecer a los grupos de riesgo (por ser sanitario) en los que es indicado la vacunación. Mi excentricidad duró hasta ayer. Porque ayer me convertí en un abuelito más, en la cola del centro de salud, totalmente convencido de que, poniendo mi brazo ante la enfermera, estaba haciendo lo que debía de hacer: vacunarme. Y lo hice por miedo. Por miedo a caer enfermo y ser presa fácil de ese maldito virus “chino”, como lo denomina el aún más letal Trump, que aprovecha una crisis sanitaria mundial para hacer política y negocios.

He ido porque tenía miedo y un hastío enervante. Un miedo comprensible de morir a causa de alguna complicación que podría evitarse con una simple inyección subcutánea. Y hastiado hasta el fastidio por el bombardeo de información, bulos y propaganda con el que los responsables gubernamentales intentan culpar a la población de la propagación y la gravedad de esta nueva ofensiva de la epidemia, como si ellos hubieran hecho todo lo que estaba en sus manos para afrontarla y controlarla. Porque, tal como llevan gestionando este nuevo ataque, parece que no han aprendido nada después de enfrentarse al primer embate de una enfermedad que cogió a todos los países sin saber qué hacer. Ahora ya se sabe y no caben disculpas ni discusiones.

Han sido esos responsables gubernamentales de la sanidad los que permitieron una “desescalada” del confinamiento, que había logrado reducir los contagios, y un progresivo, tal vez acelerado, retorno a la actividad económica y social, enfáticamente calificada de nueva “normalidad”, que ha facilitado el actual rebrote de la enfermedad y su transmisión comunitaria. Tras prometer recursos y medios, ni la sanidad ni las residencias de ancianos ni los colegios ni los transportes públicos, ni la investigación, ni prácticamente nada, ha sido reforzado y preparado para enfrentarse a este reto pandémico con eficacia.

Las medidas adoptadas, con las que constantemente se les llena la boca, son meros parches que nada resuelven. Se limitan al uso de mascarillas, geles desinfectantes y distancia interpersonal. Pero las que de verdad erradican o aíslan al virus, y que exigen personal y medios, no se implementan con la fuerza debida. El personal sanitario es insuficiente, por causas de sobra conocidas porque son consecuencias de la anterior crisis financiera; los rastreadores de contagios son escasos para el volumen de la población a controlar; la “medicalización” de las residencias es un juego semántico (¿disponen de más profesionales sanitarios, camas de hospitalización y farmacias a los que alude el eufemismo?); los aislamientos no son controlados rigurosamente por ninguna autoridad; la distancia social no se cumple ni en bares ni en el transporte público (por mucha megafonía informativa que dispongan pero sin que nadie contabilice la entrada de viajeros). Y así, en casi todos los sectores de la economía, salvo en aquellos donde estas normas favorecen la rentabilidad económica y la contención del gasto en personal y servicios.

Y es que, mientras advertían de la obligación de cumplir con las medidas de higiene dictadas (las más fáciles y baratas), las autoridades gubernamentales estaban al mismo tiempo implementando el reinicio de la actividad económica. Todos los sectores exigían empezar a producir y a solicitar ayudas por las pérdidas sufridas. El debate en el Gobierno, en todos los gobiernos, era equilibrar la balanza entre la salud (de los ciudadanos) y la economía (de los empresarios y medios de producción). Abrir la mano por un lado significaba un perjuicio para el otro lado.

Eso es lo que explica que la segunda ola de la Covid-19 afecte fundamentalmente con mayor intensidad a los países más desarrollados del mundo, como Europa y Estados Unidos, aquellos que no pueden prescindir de su actividad económica y de una sociedad consumista. Ni en Vietnam ni en África la tasa de nuevos contagios es tan elevada como en tales países desarrollados.

Me hastía y me enfurecen esas acusaciones a una juventud irresponsable, a las reuniones familiares y a las aglomeraciones callejeras porque se comportan según lo permitido y, hasta ahora, de alguna manera incentivado por esos mensajes contradictorios de las autoridades. No hace falta recordar que se consistió la movilidad para salvar la temporada de verano (por algo el turismo es la primera industria de este país) y las ciudades abrieron todos sus comercios, con las formales limitaciones mencionadas, para compensar el “parón” económico del confinamiento. Y, ahora, la culpa la tienen, naturalmente, los ciudadanos por no saber enfrentarse al nuevo ataque de esta incurable pandemia.  

Por todo eso he decidido ir a vacunarme. Para no explotar de ira y evitar que me culpen, encima, de mi probable fallecimiento por negligencia mía, no de quienes tienen la responsabilidad de velar por la salud de toda la población. Aun así, y con lo que está pasando, todavía hay gobernantes que dudan si supeditar la economía a la salud de la gente. ¡Qué asco!