Todo lo que creíamos seguro se ha venido abajo. Aquello que
nos parecía sólido y confortable ha devenido frágil e inseguro, congelándonos
en el rostro una expresión de patética incredulidad como la que ponen los
ingenuos cuando se topan con la dura realidad. Un simple e insospechado virus
ha demostrado que somos tremendamente débiles y vulnerables, a pesar de la
tecnología, la ciencia y demás “verdades” incuestionables con las que nos
vanagloriábamos del saber acumulado gracias al raciocinio e inteligencia del ser
humano. Nada más comenzar la expansión de los contagios a escala pandémica, la
única defensa que vino a ser eficaz fue la que ya se había inventado en la Edad
Media para combatir las epidemias: el aislamiento y los confinamientos, formas
modernas de practicar la antigua cuarentena de los apestados. Esa enorme capacidad
infecciosa del nuevo patógeno puso en cuestión los sistemas sanitarios de todo
el mundo.
Y es que los países occidentales, cuyas economías se basan en
la obtención de beneficios mediante el libre mercado de la oferta y la demanda,
procedieron a reducir toda inversión no rentable tras la última crisis
financiera de 2008. El gasto público fue el más castigado por las tijeras del
dogma de la austeridad. Por tal razón, el demencial “adelgazamiento” de los
sistemas sanitarios, tanto en recursos humanos como materiales, impidió que los
hospitales estuvieran preparados para contener la avalancha de pacientes
aquejados por la Covid-19. Una avalancha que puso de relieve las carencias que sufrían
y que los hizo colapsar: faltaron camas de uci, faltaron respiradores, faltaron
guantes, mascarillas y monos de protección, faltaron médicos y enfermeras,
faltaron morgues, falló la atención primaria y se negó la hospitalización de los
ancianos enfermos, faltaron sistemas de abastecimiento para situaciones de
crisis, faltó la necesaria coordinación entre sistemas de salud autonómicos y
entre los del sector público y el privado; por faltar, hasta faltó unidad de
criterios en cuestiones de salud pública y atención de emergencias.
Tampoco el sistema político supo afrontar la pandemia como
cabía esperar. En vez de unirse ante un desafío sin precedentes, que ha costado
la vida a más de 50.000 españoles y contagiado a un millón de ellos, sus
titulares se han dedicado a utilizarlo como munición para la confrontación
política. Nuestros “estadistas” no han sabido estar a la altura de las
circunstancias. Ni siquiera se han molestado en defender el bien general, sino
el interés partidista que pudiera beneficiarles. Así, ni el estado de alarma,
ni las restricciones de determinadas libertades, ni los esfuerzos por paliar
las carencias en la sanidad que obligaban a un apresurado abastecimiento urgente,
ni las medidas de socorro a trabajadores y empresas, ni siquiera el apoyo a las
demandas del país ante los programas europeos para la recuperación, ni los
equilibrios normativos para no sacrificar completamente la economía ante un
confinamiento estricto, nada ha movido al consenso de nuestros dogmáticos
líderes políticos, ofuscados en desacreditar al adversario antes que conseguir
entre todos sacar al país adelante, sabiendo, como saben, que nadie tenía ninguna
receta milagrosa para abordar este complejo y grave problema. Nuestra clase
política no fue capaz de poner al país delante de sus particulares ambiciones.
Nos caímos del guindo al comprobarlo.
Por su parte, el Estado de las Autonomías se había
convertido en el Estado de las Trincheras. Más que una fórmula cuasi federal de
descentralizar la Administración y acercarla a la idiosincrasia de cada
territorio, se había reconvertido en feudos desde los que exhibir una perenne diatriba
por cualquier iniciativa que necesariamente debía afectar al conjunto del país durante
el combate contra la pandemia. La oportuna “cogobernanza”, exigida al inicio de
la crisis sanitaria por los gobiernos regionales como la mejor manera de
participar lealmente en la adopción de medidas, se tradujo luego en un ring para
la disputa política y la confrontación partidaria. Flaco favor se hizo y se hace
a la democracia cuando desde las propias autonomías se cuestiona la diversidad
de enfoques y la asunción de responsabilidades. Al parecer, el “bicho” que nos
ha traído la pandemia también ha puesto de relieve la pobre calidad de nuestra
democracia, incapaz de armonizar las diversas voces de un país coral.
Ojalá que con este año también desaparezcan todos esos
“descubrimientos” que nos han abiertos los ojos, como si fuera la primera vez
que los reconocemos. Ojalá consigamos entre todos construir una sociedad más
justa, equitativa, responsable, civilizada y pacífica, en la que predominen la
igualdad, la prosperidad y el progreso como metas ineludibles. Y en la que se
alcancen las más altas cotas de democracia, hábitos democráticos, instituciones
y servicios públicos con la calidad que anhelan los ciudadanos. Ojalá, en fin, no
tengamos que caernos nuevamente del guindo el año próximo.
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