martes, 29 de diciembre de 2020

El año que nos caímos del guindo.

A punto de dejar atrás el año más memorable, por terrible, que hemos vivido nunca, aparte los de guerras que las dos últimas generaciones no han conocido, podemos asegurar coloquialmente que 2020 ha sido el año en que nos hemos caído del guindo. Todas las certezas y seguridades en que confiábamos ingenuamente han sido refutadas por un nuevo microbio, al que le ha bastado saltar del murciélago al hombre para poner en jaque los sistemas sanitarios, la farmacopea más avanzada, los controles aduaneros, la movilidad internacional, la salud y la vida de la gente, la economía planetaria y todas las redes de intercambio de bienes y servicios que sustentaban a nuestras desinhibidas sociedades modernas.

Todo lo que creíamos seguro se ha venido abajo. Aquello que nos parecía sólido y confortable ha devenido frágil e inseguro, congelándonos en el rostro una expresión de patética incredulidad como la que ponen los ingenuos cuando se topan con la dura realidad. Un simple e insospechado virus ha demostrado que somos tremendamente débiles y vulnerables, a pesar de la tecnología, la ciencia y demás “verdades” incuestionables con las que nos vanagloriábamos del saber acumulado gracias al raciocinio e inteligencia del ser humano. Nada más comenzar la expansión de los contagios a escala pandémica, la única defensa que vino a ser eficaz fue la que ya se había inventado en la Edad Media para combatir las epidemias: el aislamiento y los confinamientos, formas modernas de practicar la antigua cuarentena de los apestados. Esa enorme capacidad infecciosa del nuevo patógeno puso en cuestión los sistemas sanitarios de todo el mundo.

Y es que los países occidentales, cuyas economías se basan en la obtención de beneficios mediante el libre mercado de la oferta y la demanda, procedieron a reducir toda inversión no rentable tras la última crisis financiera de 2008. El gasto público fue el más castigado por las tijeras del dogma de la austeridad. Por tal razón, el demencial “adelgazamiento” de los sistemas sanitarios, tanto en recursos humanos como materiales, impidió que los hospitales estuvieran preparados para contener la avalancha de pacientes aquejados por la Covid-19. Una avalancha que puso de relieve las carencias que sufrían y que los hizo colapsar: faltaron camas de uci, faltaron respiradores, faltaron guantes, mascarillas y monos de protección, faltaron médicos y enfermeras, faltaron morgues, falló la atención primaria y se negó la hospitalización de los ancianos enfermos, faltaron sistemas de abastecimiento para situaciones de crisis, faltó la necesaria coordinación entre sistemas de salud autonómicos y entre los del sector público y el privado; por faltar, hasta faltó unidad de criterios en cuestiones de salud pública y atención de emergencias.

Fue así como el sistema sanitario de España, que vendíamos como uno de los mejores del mundo, demostró ser débil y escuálido, sin apenas recursos para afrontar todo lo que se desvíe de su rutina asistencial. Nuestra “joya de la corona” del Estado de bienestar resultó ser mera baratija con la que los políticos engatusan a los ciudadanos para seguir esquilmándolos con impuestos que no se utilizan con eficiencia para mantener y mejorar unos servicios públicos de calidad. La solidez de la sanidad era sólo aparente y un minúsculo virus, no más letal que la meningitis pero más contagioso que el sarampión, fue suficiente para demostrar que sólo con aplausos y promesas grandilocuentes no se fortalece la sanidad que merecen los españoles, no sólo por ser españoles, sino porque la pagan de sus bolsillos.

Tampoco el sistema político supo afrontar la pandemia como cabía esperar. En vez de unirse ante un desafío sin precedentes, que ha costado la vida a más de 50.000 españoles y contagiado a un millón de ellos, sus titulares se han dedicado a utilizarlo como munición para la confrontación política. Nuestros “estadistas” no han sabido estar a la altura de las circunstancias. Ni siquiera se han molestado en defender el bien general, sino el interés partidista que pudiera beneficiarles. Así, ni el estado de alarma, ni las restricciones de determinadas libertades, ni los esfuerzos por paliar las carencias en la sanidad que obligaban a un apresurado abastecimiento urgente, ni las medidas de socorro a trabajadores y empresas, ni siquiera el apoyo a las demandas del país ante los programas europeos para la recuperación, ni los equilibrios normativos para no sacrificar completamente la economía ante un confinamiento estricto, nada ha movido al consenso de nuestros dogmáticos líderes políticos, ofuscados en desacreditar al adversario antes que conseguir entre todos sacar al país adelante, sabiendo, como saben, que nadie tenía ninguna receta milagrosa para abordar este complejo y grave problema. Nuestra clase política no fue capaz de poner al país delante de sus particulares ambiciones. Nos caímos del guindo al comprobarlo.

Más grave, si cabe, fue la percepción de que nuestra democracia y el Estado fundado con ella no respondían como demandaba la situación de emergencia. El parlamento parecía transformado en un patio de vecinos maleducados y vociferantes. Los depositarios de la soberanía popular parecían olvidar a quienes representaban al poner en duda el sistema democrático y sus instituciones, acusándose mutuamente de reproches autoritarios, ilegitimidades antidemocráticas y otras lindezas inoportunas en esa coyuntura. Los escaños de sus señorías tenían diferente valor democrático en función de las siglas y la ideología. No todos los votos eran considerados válidos. De ahí que unos fueran tachados de comunistas, filoterroristas o separatistas, y otros de fascistas, populistas o franquistas. Como si ninguno fuera actor que representa con igual dignidad y legitimidad a la democracia, el único sistema que permite la defensa pacífica de opiniones e ideas contrapuestas.

Por su parte, el Estado de las Autonomías se había convertido en el Estado de las Trincheras. Más que una fórmula cuasi federal de descentralizar la Administración y acercarla a la idiosincrasia de cada territorio, se había reconvertido en feudos desde los que exhibir una perenne diatriba por cualquier iniciativa que necesariamente debía afectar al conjunto del país durante el combate contra la pandemia. La oportuna “cogobernanza”, exigida al inicio de la crisis sanitaria por los gobiernos regionales como la mejor manera de participar lealmente en la adopción de medidas, se tradujo luego en un ring para la disputa política y la confrontación partidaria. Flaco favor se hizo y se hace a la democracia cuando desde las propias autonomías se cuestiona la diversidad de enfoques y la asunción de responsabilidades. Al parecer, el “bicho” que nos ha traído la pandemia también ha puesto de relieve la pobre calidad de nuestra democracia, incapaz de armonizar las diversas voces de un país coral.

Y, por si fuera poco, hasta la convivencia pacífica y el respeto y dignidad que merece cualquier persona, sin importar condición, vuelve a ser una meta inalcanzable en las relaciones entre hombres y mujeres. La violencia machista sigue incrustada en nuestra sociedad, a pesar de que algunos cuestionen su existencia y achaquen su denuncia y las políticas para combatirla a una supuesta ideología de género. Cuarenta y tres mujeres asesinadas por sus parejas masculinas es la cifra espeluznante que, a dos días para acabar el año, advierte de la falta de igualdad que sufre la mujer por el mero hecho de su condición sexual. Ni la democracia, ni la liberación de costumbres, ni la educación, ni las medidas de protección y de concienciación social, ni la aplicación de leyes o la implicación de instituciones diversas han podido hasta ahora erradicar esta lacra del machismo asesino de nuestra sociedad. Y no ha sido el virus sino la persistencia del problema lo que nos hace caer del guindo al percatarnos de cuán lejos nos hallamos de vivir en una sociedad regida por derechos y libertades reconocidos y respetados a todos sus miembros.

Ojalá que con este año también desaparezcan todos esos “descubrimientos” que nos han abiertos los ojos, como si fuera la primera vez que los reconocemos. Ojalá consigamos entre todos construir una sociedad más justa, equitativa, responsable, civilizada y pacífica, en la que predominen la igualdad, la prosperidad y el progreso como metas ineludibles. Y en la que se alcancen las más altas cotas de democracia, hábitos democráticos, instituciones y servicios públicos con la calidad que anhelan los ciudadanos. Ojalá, en fin, no tengamos que caernos nuevamente del guindo el año próximo.

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