jueves, 16 de mayo de 2024

¿Una ultraderecha independentista?

Pues sí. En las pasadas elecciones catalanas del 12 de mayo, un partido ultraderechista e independentista ha obtenido dos diputados en el Parlament (uno por Gerona y otro por Lérida), haciendo que Cataluña sea la primera –y, por ahora, única- Comunidad Autónoma que alberga dos partidos de extrema derecha: Vox y Alianza Catalana (AC). Todo un síntoma de los confusos tiempos que corren.

¿Y cómo se come eso de un partido ultra y separatista al mismo tiempo? Pues siendo doblemente ultra: ultraconservador y ultraindependentista. Más o menos el mismo caldo, pero dos tazas, por si querías más extremismo. Y funciona. Tanto que AC, liderado por la alcaldesa de Ripoll, ha obtenido representación en la cámara catalana, compartiendo escaños con los ultraderechistas de Vox, la derecha sin complejos del Partido Popular, los socialistas del PSC, los derechistas separatistas de Junts, los republicanos independentistas de ERC y los soberanistas anticapitalistas de la CUP. Un buen mosaico de la complejidad ideológica que bulle en la sociedad catalana. Hasta el extremo de albergar dos partidos fascistas de ultraderecha (españolista uno e independentista otro) y dos partidos de derechas (nacional uno y autonómico separatista otro). Un lío.

Pero todo tiene su porqué. Toda esta amplia, opuesta y hasta duplicada oferta obedece a insatisfacciones, miedos y desconfianzas que sienten los ciudadanos en un contexto determinado de su convivencia en sociedad. Es decir, cuando el sistema y las instituciones no satisfacen las expectativas (subjetivas) de la gente, cuando los problemas y las amenazas se perciben como inminentes y especialmente graves (sea cierto o no) y cuando la política y los partidos producen (objetivamente) desafección y recelo en los votantes. En esos momentos y de tales situaciones surgen los populismos y  extremismos de uno y otro signo, atrayendo a los insatisfechos, miedosos y desconfiados gracias a mensajes emocionales y promesas de soluciones simples e inmediatas a problemas complejos que es complicado resolver de un plumazo. Se trata de un fenómeno global que afecta a las democracias de los países desarrollados o en vías de desarrollo, donde se vive relativamente bien pero el futuro se antoja preñado de nubarrones. En los demás, en aquellos en los que la democracia  y las libertades son todavía un mero sueño, la gente no se atreve o no puede buscar más alternativa que la oficial.

Por eso, para entender la aparición de Alianza Catalana, tan ultra y tan separatista, hay que saber que la formación cuenta con el grueso de seguidores en la comarca del Ripollés, y está liderada por la alcaldesa de Ripoll, localidad de donde procedían los autores de los atentados islamistas de Las Ramblas de Barcelona en 2017. La alcaldía de Gerona estuvo presidida, antes de saltar a la Generalitat, por Carles Puigdemont, aquel que proclamó durante unos segundos la República en Catalunya antes de huir a Bruselas, dejando aquí el enredo y la frustración del “procés”. Son circunstancias que explican el carácter independentista y xenófobo (en especial, contra los musulmanes) de la nueva formación, que explota esas emociones y esos miedos a la sustitución demográfica y a la inseguridad en sus mensajes, al tiempo que tacha de “traidores” a Junts, ERC y la CUP por no haber resuelto el problema de la independencia y el terrorismo islamista con la presteza con que Alianza Catalana lo haría. Con quebrantamiento de la legalidad constitucional, teorías `conspiranoicas´ y soflamas antiinmigración. Así de fácil. Y va la gente y le vota. Como a Vox a escala estatal. 

Lo malo de estos mensajes racistas, sectarios e intolerantes de la ultraderecha es que son asumidos por la derecha conservadora –la civilizada, en teoría- con tal de no perder votos e impedir que sus simpatizantes la sustituyan por esas formaciones ultras, más atractivas por la beligerancia y la radicalidad de sus propuestas. Y es malo porque, al final, la derecha convencional acaba compartiendo el pensamiento y aceptando los diagnósticos sociales y políticos de la ultraderecha a la hora de analizar los problemas y actuar en la sociedad.

Es, justamente, lo que le está pasando al Partido Popular (PP) en su competición por el electorado con Vox:  ya son prácticamente indiferenciables, como se desprende de ese exabrupto de su presidente, Alberto Núñez Feijóo, precisamente durante la campaña catalana: “…pido el voto a los que no admiten que la inmigración ilegal se deje en nuestras casas, ocupando nuestros domicilios y nosotros no pudiendo entrar en nuestra propiedades”. Si a la ultraderecha se le recrimina, entre otras cosas, que criminalice la inmigración, ¿cuál es la diferencia con la civilizada derecha del PP? ¿O con la ultra-ultraderecha separatista de AC? Nada, apenas un matiz que depende del lugar del que se irradie el odio al diferente.

Ahora Cataluña dispone de doble ración ultra, ya que cuenta con dos partidos de ultraderecha (Vox y AC) y dos partidos de derechas (PP y Junts), que satisfacen la sensibilidad del conservador más quisquilloso. Todo un récord. Y un doble peligro: el de contaminarse con el discurso retrógrado de la derecha radical y fascista si, como hace el PP con Vox, se asumen sus postulados y se le permite acceder a instituciones y gobiernos, minimizando u olvidando que cuando el fascismo conquistó el poder en Europa en la primera mitad del siglo pasado, lo que sembró fue odio, injusticias, desigualdad, pérdida de libertades y terror.

Porque para la ultraderecha siempre existen colectivos de los que desconfiar y cargar con todas las culpas de nuestros males. En Cataluña funcionó el temor a los inmigrantes, a quienes se los relaciona con los problemas de la vivienda, del empleo, la inseguridad e, incluso, el terrorismo. Le funcionó a AC, pero también al PP, cuyo candidato, Alejandro Fernández, no tuvo empacho de asegurar, advirtiendo sobre la inmigración: “…que Cataluña tiene los índices de criminalidad, de robos y de hurtos y de reincidencia de los más altos de España”. Eso sí, ambas formaciones se cuidaron de callar que, gracias a la inmigración, el campo, los servicios, la natalidad y la Seguridad Social encuentran trabajadores y cotizantes que contribuyen al crecimiento de la economía, al sostenimiento de las pensiones y al relevo generacional. Y que, en puridad estadística, la criminalidad del país está generada sobre todo por delincuentes nacionales, siendo residual la protagonizada por extranjeros en situación legal o ilegal.

Allí donde se empieza odiando a los inmigrantes, luego a los colectivos LGTBi y más tarde al feminismo, se acaba, finalmente, condenando al vecino que piensa diferente. Y si, encima, eres ultra-independentista, reniegas de cualquiera que no sea de tu pueblo o región, intentando convencer a tus seguidores de que con la independencia conseguirían vivir, aislados del resto del país y de Europa, en una arcadia de pureza, prosperidad y felicidad. De este modo ha conseguido dos diputados en Cataluña el último partido ultra que germina en España. Lo que sumado a los que ya se sientan en parlamentos, instituciones  y gobiernos autonómicos de las demás formaciones de ultraderecha y de derecha extrema del país, ¿no creen que corremos peligro de caer, otra vez, en las fauces del totalitarismo más aciago en nuestro país? ¿No les resulta inquietante? Es para pensárselo.   

martes, 7 de mayo de 2024

Gaza, campo de exterminio.

Veamos las cosas como son. Israel no está ejerciendo el derecho a la legítima defensa. Lo que hace Israel es practicar el exterminio del pueblo palestino de Gaza. De este modo, Israel ha mutado de víctima del holocausto judío a victimario del holocausto palestino en Gaza. Y acomete dicha tarea genocida ante la indiferencia cómplice de la inmensa mayoría de países del mundo que se consideran democráticos pero desisten del cumplimiento de los Derechos Humanos y el respeto a la legalidad internacional. Tal es la situación.

La matanza indiscriminada de la población civil de Gaza solo puede compararse con la masacre de Srebrenica y el sitio de Sarajevo. Pero sobrepasándolos con creces en cuanto al número de víctimas y crueldad inhumana. Más de 35.000 palestinos han sido asesinados sin piedad, la mayoría de ellos mujeres y niños, acorralados en un espacio cercado, bombardeado e invadido por un ejército fuertemente armado, como si se enfrentara a una guerra con un enemigo de igual capacidad, y no contra una milicia de civiles militarizados con cuchillos, rifles y cohetes caseros. Ambos matan, pero unos, en el peor de los casos, a no más de 1.500 inocentes, y otros, sin esforzarse mucho, a más de 35.000 víctimas también inocentes.  

El balance provisional de los que están predestinados a perder, tras seis meses de esa “legítima defensa” que practica Israel, es, pues, descaradamente desproporcional, en comparación con el inesperado y salvaje ataque de Hamás al sur de Israel. La venganza israelí es monstruosamente sangrienta, pero no ciega. Utiliza inteligencia artificial para realizar una vigilancia masiva de los habitantes de Gaza y seleccionar a los que se convertirán en objetivo a abatir, según determine un algoritmo diseñado para tal fin. Hasta fosas comunes con centenares de civiles muertos, algunos de ellos con las manos atadas a la espalda, han sido halladas bajo los escombros de hospitales y escuelas tras el paso de las tropas hebreas. Y es que ni siquiera la búsqueda y rescate de los 240 rehenes capturados en aquel ataque del pasado 7 de octubre les hace aflojar el gatillo vengativo. A estas alturas, cuando ya comienza el ataque a Rafah, el último rincón donde se refugia más de un millón y medio de palestinos que han huido del resto de un territorio completamente arrasado, solo cabe esperar que el líder de U2 componga una canción para emocionarnos hipócritamente, dentro de unos años, encendiendo móviles o mecheros en los conciertos por la matanza de Gaza.

Porque lo que Israel está haciendo en Gaza es, simplemente, un delito de lesa humanidad por el que tarde o temprano tendrá que rendir cuentas ante la justicia y/o la historia. Ningún país civilizado y democrático puede emprender el exterminio de un pueblo, por enemigo que sea, con el descaro, la impunidad y la inmoralidad con que lo está haciendo Israel  en Gaza. Así solo se comportan las autocracias más miserables y racistas que no dudan en invadir y ocupar por la fuerza territorios limítrofes, simplemente para expulsar a sus habitantes y expandir sus fronteras.

Y eso es, exactamente, lo que lleva haciendo Israel prácticamente desde su fundación como Estado sionista. Y cada vez con más desfachatez y cinismo, actuando con total impunidad, porque cuenta con el respaldo incondicional de EE UU., que lo protege con su veto cada vez que la ONU vota alguna resolución o acuerdo que disguste a Israel. Y le proporciona el apoyo armamentístico que necesite para sus incursiones defensivas y ofensivas en la región. Por eso Israel se comporta como se comporta: como un matón sin escrúpulos. 

La cuestión es que Israel no oculta ya que tiene un plan en marcha, y no es el que la ONU propugna para solucionar el conflicto palestino-israelí. Un conflicto que nació el mismo día que se creó el Estado de Israel, en 1948. Aquella partición del antiguo Mandato británico de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, acordada por la ONU, nunca ha sido del agrado de las autoridades de Israel.

El objetivo hebreo  ha sido siempre el de construir una gran nación para todos los judíos en la que no tienen cabida los palestinos ni los árabes originarios del territorio. La fórmula de los dos Estados le repugna a Israel y jamás ha dado un paso hacia esa solución acordada por la ONU. Y no lo acepta porque la población árabe era mayoritaria en esas tierras y sofocaba demográficamente a la judía. De ahí la expulsión de árabes y palestinos de sus territorios a lo largo de todo este tiempo y las sucesivas guerras e intifadas que han estallado desde la fundación de Israel.

De hecho, Israel rechaza de plano el retorno de los palestinos expulsados y refugiados en campamentos de Líbano, Jordania o Siria, entre otros lugares, mientras aplica, simultáneamente, una constante política de “disolución” de la población palestina residente en Cisjordania mediante la creación de colonias y asentamientos judíos ilegales, que infestan el reducto supuestamente palestino. En ese contexto, el de invadir tierras y expulsar a su población, hay que insertar la guerra aniquiladora que Israel ha emprendido en el único trozo de Palestina que era habitado en exclusiva por su población autóctona: Gaza. Una guerra que el insólito ataque de Hamás propició para que Israel pudiera considerar al enclave como un ente hostil, una amenaza, incluida su población civil, que debía ser “neutralizada”, es decir, literalmente eliminada, a pesar de que Gaza siempre ha estado asediada y controlada por el Ejército israelí, hasta el extremo de que de allí no salía ni entraba nadie sin su consentimiento.

¿Y qué hace el mundo ante tamaño desastre humanitario? Absolutamente nada efectivo. Se limita a pedir contención y cautela, pero se resiste adoptar medidas de presión, como hace contra otros agresores en condiciones semejantes. Nadie se atreve a romper vínculos diplomáticos, boicotear su economía o productos y cesar de venderle armas y municiones, como se ha hecho con Rusia por invadir Ucrania. Sólo cuando aparecen síntomas de escalada del conflicto, los equidistantes alzan un poco la voz. Como cuando vociferaron para condenar a Irán por lanzar misiles contra Israel en represalia del ataque israelí a la embajada de Irán en Damasco (Siria), que destruyó totalmente las instalaciones y mató a siete mandos del Ejército de los Guardianes de la Revolución Islámica. El temor a que se extendiera el conflicto hizo que el pulso militar entre ambos enemigos declarados se limitara a esas escaramuzas sumamente controladas y exquisitamente quirúrgicas. Al menos, por ahora. Porque el mundo tembló ante la posibilidad de que Irán cerrara el Estrecho de Ormuz, en el golfo Pérsico, por donde pasa una quinta parte del petróleo y gas a Occidente, sin trayectos alternativos.  Eso fue lo que movió a la diplomacia internacional a pedir contención a las partes.

Sin embargo, contra la barbarie y el sufrimiento a los que se somete a los gazatíes, la “presión” internacional ha sido absolutamente inútil. Entre otras coas, porque esa presión es testimonial  y, como mucho, se circunscribe a recordar el respeto a los Derechos Humanos cuando se ejerce esa “legítima” defensa que nadie discute  a Israel. Porque lo único que hay en juego son vidas humanas de palestinos inocentes, no petróleo ni gas.    

Ese doble rasero para juzgar el conflicto contamina, incluso, al mismo organismo internacional que impulsó y autorizo la creación del Estado judío. Así, la ONU ha rechazado la resolución, presentada por Argelia, de aceptar a Palestina como país miembro, impedida por al veto de EE.UU y dos abstenciones entre una votación de 12 miembros. El veto de Washington, al ser miembro permanente del Consejo de Seguridad, ha dejado sin efecto la propuesta. Este alineamiento tan incondicional de EE.UU. con Israel  está quebrando el apoyo social al presidente Joe Biden, provocando algaradas, manifestaciones y concentraciones entre los estudiantes universitarios, que recuerdan a las organizadas por sus abuelos durante la guerra de Vietnam.

A pesar de su aparente impunidad, la verdad es que ya nadie, salvo Israel y EE.UU., se traga que lo que hace Netanyahu en Gaza sea “legítima” defensa, sino un auténtico genocidio a la vista del mundo entero. Y todos esos "nadies" confían en que, más tarde o temprano, tales acciones criminales acaben siendo objeto de persecución penal y sus responsables, castigados con la debida  condena. Es lo que, al menos, cabría esperar si la decencia, la legalidad, la moral y la justicia continúan inscritas en el frontispicio de las naciones civilizadas y, por ende, democráticas, a pesar de que, hoy día, parezca que esos principios también han sido víctimas de las bombas que destruyen Gaza.

sábado, 4 de mayo de 2024

Tampoco eso, presidente.

Al final, no ha dimitido usted, señor presidente, como se desprendía de la carta que remitió a los ciudadanos después de tomarse cinco días de reflexión. No ha renunciado a la presidencia del Gobierno, como una mayoría de españoles se temían, y por lo que me permití un comentario para que así, de esa forma, no acabara tan abruptamente su mandato. No debía usted desdeñar la responsabilidad que le otorgaron los votantes en las pasadas elecciones de hace menos de un año. Le reclamé que así no, presidente, que así no podía usted irse.

Pero ahora le convino a que tampoco puede continuar de esta forma, mediante una simple declaración de intenciones y vaguedades. Así no puede usted zanjar el desasosiego, la tensión y las tribulaciones que ha causado en la ciudadanía con esa pausa para reflexionar en la que nos ha embarcado a todos. Porque, con el mismo respeto que mereció su decisión de parar a pensar, la ciudadanía merece explicaciones más convincentes y planes de futuro más detallados acerca de los motivos de ese insólito paréntesis que usted ha protagonizado para desconcierto de todo el país. La excepcionalidad por la que un gobernante interrumpe voluntariamente sus obligaciones durante cerca de una semana debe ser debidamente justificada. De lo contrario, se convierte en una arbitrariedad inaceptable.

Y, hasta ahora, lo que usted ha verbalizado, primero por carta y luego en una comparecencia sin preguntas, no ofrece razones suficientes para irse ni tampoco para quedarse. Debería usted explicar, sin ofender la inteligencia de sus paisanos, los graves asuntos que le inclinaron a seguir al frente del Ejecutivo. Porque, si la situación era tan delicada como para tentarlo a renunciar, la misma importancia adquiere el hecho de tener que continuar dirigiendo la nación, a pesar de sus intenciones previas. A menos que se trate de otra cosa, de un ardid, que no creo. 

Con lo pasado se da por descontada la irritación de los partidos de la oposición, sobre todo los de la derecha, por su decisión de seguir gobernando como si nada hubiera pasado. Ya le criticaron por pararse a reflexionar, acusándolo de débil, infantil e irresponsable. Y ahora por quedarse, tachándolo de ser el gobernante más autoritario, desde Franco, en la historia de España. En cualquier caso, esas formaciones no hacen más que ser fieles a su forma de oponerse a todo, con exageraciones y exabruptos. Si lo primero las descolocó en su estrategia de confrontación por tierra, mar y aire, lo segundo las defraudó cuando ya creían –y celebraban- cobrada su presa. A diferencia de ellas, no ponemos en cuestión lo que usted ha hecho con objeto de apartarle del poder, sino por el respeto que nos infunde la institución que usted encarna, nada menos que la presidencia del Gobierno, y por la debida transparencia y ejemplaridad con que debe ser asumida en toda democracia que se precie. Es decir, con rendición de cuentas a los ciudadanos. Cosa que usted ha efectuado con racañería.

Los ciudadanos esperan que clarifique usted eso que parece el resultado de su retiro reflexivo y el motivo prioritario para continuar en La Moncloa: su  “compromiso de trabajar sin descanso, con firmeza y serenidad, por la regeneración pendiente de nuestra democracia y por el avance y la consolidación de derechos y de libertades”. Unos problemas que usted relaciona con la propagación de noticias falsas como causa esencial del daño a la convivencia. Si los bulos y la desinformación le parecen el núcleo de nuestros  conflictos, habría que recordarle que tales amenazas ni son nuevas ni exclusivas de nuestra democracia.

Hace lustros que la información falaz y tendenciosa circula abiertamente  por todos los canales de la comunicación y la información a los que tienen acceso los ciudadanos. Es más, tales informaciones truculentas forman parte de los discursos y la propaganda no sólo de la política, sino también de la industria, el comercio, la economía, el deporte, el arte, el entretenimiento y hasta de los ecos de sociedad. Eso sí, ahora multiplicados exponencialmente por el predominio absoluto de las redes sociales y los medios digitales. Si usted descubre ahora la importancia y gravedad de estos problemas, tanto como para exigir una regeneración de la democracia española y la consolidación de los derechos y las libertades, al menos debería usted ser más explícito de la peligrosidad que representan y ofrecer una mayor concreción de las medidas que piensa adoptar para evitar que sigan alterando gravemente, hasta el extremo de hacerle pausar en sus obligaciones, nuestra tolerante convivencia como sociedad plural y pacífica. Continuar en el cargo basándose sólo en un etéreo compromiso vocacional sin justificar, no es de recibo. Tampoco eso, presidente.

Porque desde hace años la política se judicializa y la justicia se inmiscuye en la política. Ya no resulta extraño que cualquier disenso político acabe en los tribunales ni que jueces cuestionen y hasta se manifiesten con sus togas por decisiones políticas. ¿Qué propone usted para que las instituciones democráticas y los poderes del Estado no sobrepasen los cauces de sus propias atribuciones constitucionales? Más fácil aun: ¿cómo piensa restaurar el respeto y la educación en el debate político y la diatriba parlamentaria? El desborde de los primeros y la discusión tabernaria de los segundos constituyen el abono más fértil para la germinación abundante de bulos, fakenews y demás información tendenciosa que pretende manipular la voluntad de los ciudadanos. Pero no es algo nuevo. Ya Alfonso Guerra tildaba a Adolfo Suárez de “tahúr del Mississippi” y opinaba que “en política, la única posibilidad de ser honesto es siendo aficionado”.  Hoy la confrontación es, cotidianamente, más burda y barriobajera que nunca y se extiende de forma instantánea.   

Pero, puesto que esa desinformación es práctica habitual en la actualidad, ¿cómo planea usted corregir tal tendencia en los medios de comunicación que se valen de ella con fines espurios? ¿Cómo obligarlos  a no mezclar intencionadamente opinión con información? ¿Cómo convencer a los propagadores de bulos de que no consientan ser meros propagandistas  de información sin contrastar, sino que se rijan con deontología profesional? ¿Cómo evitar que medios de comunicación, sin más financiación que las ayudas y la publicidad de instituciones públicas, actúen como gabinetes de comunicación de partidos políticos y administraciones concretas? ¿Cómo controlar y regular ese matrimonio de conveniencia entre el periodismo y la política, señor presidente, sin que las libertades de expresión y de prensa y el derecho a la información se vean afectados o restringidos? Explíquelo, por favor.

En definitiva, ¿qué va a hacer con las denuncias y los rumores que se han vertido sobre su entorno familiar con ánimo de apartarle de sus obligaciones? ¿No va a responder a esos ataques al parecer infundados? Porque, aunque es evidente que con su pausa para reflexionar ha conseguido que nos percatáramos del lodazal en el que chapotea la política, sus explicaciones no son suficientes. Hace falta que anuncie un viraje decidido a favor de la transparencia, la honestidad y la legalidad de la labor pública y en apoyo a los servidores que la desempeñan, sean elegidos o funcionarios. Aparte de señalar el fango, debió usted subrayar lo obvio: que su esposa defenderá su inocencia, como cualquier ciudadana particular, de las ofensas vertidas sobre ella. Y explicar con todo detalle, en las instancias correspondientes, todos aquellos asuntos que sus oponentes sospechan próximos a la corrupción o al tráfico de influencias, mostrando cuantos papeles, procedimientos y resoluciones en sede parlamentaria sean pertinentes para alejar cualquier duda de irregularidad. Le faltó anunciar que asumirá, este sí, el compromiso formal y permanente de informar y ser más transparente acerca de todo asunto controvertido, sin esperar a que le sea requerido o le resulte conveniente. Y que denunciará ante los ciudadanos y los tribunales, llegado el caso, el método de la difamación, la infamia y la injuria, que constituyen el grumo de los bulos, por quienes hacen uso de ello para el ejercicio indigno de la política.

Si usted, señor presidente, hubiese añadido en su comparecencia explicaciones prolijas sobre los motivos que le tentaron a dimitir, el alivio por su continuidad no se hubiera limitado a los afiliados y simpatizantes de su partido, sino también al conjunto de la sociedad que contempla atónita la deriva de chabacanería por la que se despeña la política en estos tiempos. Y se lo hubieran agradecido. Porque, además de exhibirse usted como un político sagaz para afrontar adversidades, también habría podido mostrar el lado humano y sensible de su persona, defendiendo su dignidad y la honestidad intachable de su familia y su gobierno. Los ciudadanos no esperaban otra cosa, señor presidente.