jueves, 26 de agosto de 2021

Los Rolling no son eternos

Van despareciendo los mitos que creíamos imperecederos, aquellos que nos permitieron forjar creencias, dieron valor a nuestros conocimientos y nutrieron la cultura que nos servía de asidero en la vida. Pero, a estas alturas del descreimiento que los años instalan en nosotros, sabemos que nada es eterno, ni siquiera los Rolling Stones, la mítica banda inglesa de rock que, desde una lejana adolescencia, alegraba el son de nuestros confiados pasos callejeros. El batería del grupo, Charlie Watts, aquel que nos deslumbrara con el ritmo en Honky Tonk Woman, acaba de fallecer en Londres, a los 80 años de edad. La biología, como era de esperar, rendía tributo a la muerte. Y los demás componentes del grupo, que son de la misma quinta, tarde o temprano sucumbirán al destino inefable que aguarda a todo ser vivo, sea artista, sabio o idiota. Pero ser testigos del final de una histórica aventura musical, que marcó nuestras vidas, no deja de ser ingrato: nos enfrenta a la pérdida irremediable de lo que creíamos eterno, la desaparición de nuestros mitos. Porque los Stones eran un icono de la música contemporánea, incluso en su actual período de genial senectud. Y lo seguirán siendo aunque desaparezca el último de sus integrantes y ya nada sea lo que era. Sus discos y grabaciones perdurarán a todos nosotros, haciéndonos recordar los tiempos gamberros en que nada nos satisfacía, salvo Satisfaction.

 



    

jueves, 19 de agosto de 2021

Desfasado

Llevo unos años sintiéndome desfasado de los tiempos actuales, arrollado y superado por una realidad que cada vez me cuesta más trabajo comprender y asumir. Al parecer, estoy convirtiéndome en un ser anticuado, cuyas ideas y valores han quedado obsoletos al no ser idóneos ni útiles para conducirse en la vida hoy día. Irremediablemente, me he ido incorporando a la banda de vejestorios que no paran de refunfuñar y cuestionar los usos y costumbres que imperan en la actualidad y que se dedican a contar “batallitas” antiguas y hacer comparaciones con hechos del pasado de los que fueron testigos. Tal es, al parecer, la ocupación postrera de una gran parte de los jubilados, entre la que me hallo. Porque todo cambia, menos uno.

Por eso atrae la atención a los ojos cansados de un pensionista la actitud incoherente de una parte de la juventud, forzada a la precariedad que le aguarda si quiere abrirse un camino autónomo en la vida. No se trata sólo de que asuma con resignación la inseguridad laboral o profesional que se le impone, sino que, encima, parece aceptar de buen grado un modelo económico que le perjudica y explota, votando a formaciones políticas que lo preconizan. Según las ideas trasnochadas de mentes arcaicas, como la mía, es una contradicción ser trabajador, máxime si no es cualificado, y considerar conveniente el modelo neoliberal que propugna la derecha. O pertenecer a sectores sociales dependientes de los servicios públicos y apoyar ideologías que se basan en la “libertad” de afrontar las propias necesidades básicas sin el socorro del Estado. Es como si ahora no se entendiese que el destino de un proletario es sufrir una vida de sacrificios y estrecheces, sin más derechos que los que consiente el mercado. Sentados en un banco del parque, los jubilados percibimos con asombro que muchos jóvenes aceptan la desigualdad sin ánimo de combatirla, al menos electoralmente, ahora que se puede.

Otra cuestión incomprensible para un viejo es el afán por la tecnología en vez de por la emancipación que atrae a las nuevas generaciones. Es cierto que la vida actual es muy cara, pero en comparación con otras necesidades perentorias, como la vivienda, los caprichos tecnológicos lo son aún más. Ese es uno de los motivos que retrasa la independencia de los jóvenes, atrapados entre unas condiciones laborales indignas y unas exigencias cotidianas costosas, respecto de sus padres, aun cuando la actualidad sea mucho menos dura y perversa que antaño. Tales prioridades resultan extrañas para un abuelo apeado del mundo moderno.

Pero no se trata exclusivamente de un conflicto generacional, sino de convicciones. Me enerva la avaricia especulativa en todo tipo de negocios que no respeta el interés social y humano. Bienes de primera necesidad, como la luz, el agua, la alimentación o la vivienda están orientados a la búsqueda de beneficios y rentabilidad, a pesar de que cuenten con recursos públicos vía impuestos que contribuyen a su financiación. Las ayudas públicas para poder acceder a algunos de ellos son tan limitadas y engorrosas que apenas palian las dificultades que ahogan a quienes no pueden costearlos. Y, sin embargo, los responsables políticos alardean de una recuperación económica que no llega a toda la población de manera equitativa. Los rescates y las subvenciones a fondo perdido están destinados, en mayor proporción, a bancos, la industria, la hostelería, compañías aéreas, incluida la iglesia, etc., sin que nadie discuta esa “paguita” de la que se benefician destinatarios poderosos, pero se cuestione la que con racanería se destina a personas extremamente vulnerables y a punto de caer en la exclusión. Y lo triste, para un anciano que conoce los giros de la vida, es que muchos trabajadores, no sólo la derecha, son contrarios a esta red de protección social que podrían necesitar en cualquier momento de su vida laboral, considerándola un despilfarro injustificado.

Desgraciadamente, existen demasiadas cuestiones que sobrepasan mi entendimiento y la lógica que me permitió transitar por la vida hasta alcanzar la dorada pasividad laboral de la jubilación, no la mental y racional. Tantas y a todo nivel que me hacen sentir un desfasado de los acelerados tiempos actuales, en los que prima lo efímero, lo espectacular y lo superficial. Como un dinosaurio que confía en su experiencia y conocimientos, asisto al derrumbe de un mundo basado en valores y certezas que es sustituido por otro sustentado en medias verdades, intolerancia, bulos y mercantilismo en todos los aspectos sociales. Un mundo donde la educación no está asegurada, las pensiones son insostenibles, el trabajo es una posibilidad y no una probabilidad, la vivienda es un lujo, el presente es convulso y el porvenir incierto.

En mi banco del parque, observo una realidad que me hace sentir desfasado porque apenas la entiendo. Y lo que es más preocupante, que cada día me resulta más confusa e incomprensible. ¿Estaré chocheando?                   

jueves, 5 de agosto de 2021

Canícula pandémica

Se entiende por canícula al período comprendido entre la segunda mitad de julio y la primera quincena de agosto por ser, en teoría, el más caluroso del año. La canícula, por tanto, es el punto álgido del verano en España, cuando el grueso de la población programa sus vacaciones en busca de las brisas del mar o de la montaña para refrescarse. Y en este segundo verano pandémico, con más razón aún. Además del bochorno térmico, insoportable en urbes como sartenes, los españoles quieren aliviar la sensación de agobio carcelario que les provoca las limitaciones y restricciones en sus hábitos cotidianos impuestas para frenar los contagios de una enfermedad imparable. Hay insaciables deseos por retomar las rutinas y sentir de nuevo la vida latir sin ataduras.

Siendo el nuestro un país turístico, dotado de una impresionante infraestructura del ocio hasta el extremo de ser la más potente industria nacional, el desahogo vacacional de los naturales está en gran medida compensando las dificultades en la llegada masiva de turistas extranjeros, hacia los que se orienta este negocio. Las ganas de asueto y los ahorros conseguidos gracias a los confinamientos y los aforos reducidos han posibilitado tal ímpetu en el consumo hotelero, hostelero y, en definitiva, de ocio, propio de la estación, pero también en el de reformas del hogar y otros gastos inhabituales en el verano.

De este modo, la canícula pandémica está favoreciendo una fuerte recuperación de la economía en España, con crecimientos superiores a la media europea, conforme avanza la vacunación y mejoran las expectativas macroeconómicas y productivas. Lo que no crece son los índices de lectura de libros y prensa ni la actividad cultural en general, que acusan los estragos causados por los impedimentos epidemiológicos a la crónica anorexia de la cultura española, que sigue siendo tan insignificante que ni ayudas reclama al Estado, como hacen la hostelería y el ocio nocturno, por ejemplo. Eso sí, la electricidad y la gasolina disparan su precio hasta cotas no vistas ni en épocas de pleno empleo, cuando ninguna crisis, ni económica ni sanitaria, castigaba al empleo y los ingresos de las familias, cercenando sus esperanzas de progreso.     

Resulta extraña esta canícula pandémica, con las impulsivas reacciones que despierta entre el personal, como si fuese la última oportunidad de disfrutarla en nuestras vidas. Una canícula que nos hace olvidar, por el ímpetu con que la celebramos, a los que sucumbieron a la letalidad de una enfermedad todavía no vencida ni a quienes quedaron en la orilla de una economía que no garantiza un salario digno y, menos aún, un puesto de trabajo al que está en condiciones de trabajar, a pesar de los Ertes y demás parches caritativos. Ojalá la canícula vuelva a ser lo que era, aquella rutina soporífera de unas horas lentas empapados en sudor, siguiendo embelesados el vuelo de las moscas.        

domingo, 1 de agosto de 2021

Agosto21

Mes de la evasión, del descanso, de la fantasía. Agosto es el mes de vacaciones por excelencia, por costumbre o mímesis social. El del ocio deseado o figurado, de la avalancha playera o el retiro rural. Mes que vacía ciudades y adormece a la cultura, pero hace rebosar los destinos turísticos, masifica las costas e impregna de alcohol las noches estivales. Todo el que puede se marcha en agosto a cualquier parte con tal de romper un ciclo, un año de fatigas y monotonías, de trabajo y obligaciones. Incluso, por librarse momentáneamente de miedos e incertidumbres, y olvidar las contingencias de la existencia que un inesperado virus ha puesto de relieve. Agosto, este año, nos ha permitido tirarnos a la carretera, con mascarillas y todo, para dejar atrás tantos temores, tantas limitaciones, tanta soledad. Y porque no soportamos otro agosto apresados en las cárceles de lo cotidiano, vigilados por los agentes de la seguridad sanitaria. Agosto21 supone cierto alivio, una bocanada de aire puro para el que lleva más de un año respirando recelos, asfixiándose con noticias que abundan lo negativo, se recrean en los males que nos acechan más que en la esperanza que también merecemos. Por eso, buscamos ese horizonte luminoso, nos concedemos nosotros mismos la esperanza de un futuro sin ataduras, aunque sea por el breve plazo de unas vacaciones. Es lo que significa este agosto 21, un guiño a la normalidad.