martes, 16 de abril de 2024

Feria clasista

Esta semana se celebra en Sevilla su celebérrima Feria de Abril, la fiesta primaveral por excelencia de una ciudad fiel a sus costumbres y celosa de su arraigada personalidad. Tanto que ni en el real de la Feria, ese espacio efímero de jolgorio en casetas de lona engalanadas con farolillos y calles por las que circulan coches de caballos, jinetes, flamencas y toda clase de personajes, olvida sus esencias. Y su esencia es una clara distinción de clases sociales que, entre bailes por sevillanas y brindis con manzanilla o rebujito, no hacen más que representar o aparentar su estamento en un ambiente de falsa y feliz convivencia.

Ya desde sus orígenes, a mediados del siglo XIX, como feria mercantil agrícola y ganadera, los sevillanos aprovecharon el certamen comercial para disfrutar de unos días de bailes y cantes, hasta el punto de que los comerciantes tuvieron que solicitar al ayuntamiento un mayor control policial porque tenían dificultades para realizar sus tratos. En aquellos tiempos, las faldas largas y los mantones, como se vestían las cigarreras, era la indumentaria habitual de las mujeres, de la que deriva el actual traje de flamenca. Para unas era su vestido diario, y para otras, un traje confeccionado para engalanarse y exhibirse, como fijó en un óleo el pintor costumbrista Gonzalo Bilbao.

Y es que, una vez instituida oficialmente la fiesta, precisamente a instancias de dos concejales, de origen vasco y catalán, respectivamente, pronto comenzó la Feria a atraer primero la curiosidad, luego la visita y finalmente la participación de los habitantes de la ciudad y de gentes de todo el país y hasta del extranjero. Se convirtió, así, en el espacio propicio para que todo el mundo intentara parecer lo que le gustaría ser pero que no era, representar el personaje o la capacidad que anhela, al menos, durante los días de feria, y mezclarse en falsa convivencia en una festiva farándula de apariencias.

Porque eso es la Feria. Salir aunque no se pueda y mezclarse con quienes el resto del año marcan claras distinciones. Todos intentan ser cordiales, generosos y alegres, aunque con diferencias. Los menos pudientes se conforman con pasear y dejarse ver deambulando hacia ningún sitio por esa ciudad efímera de luces, música y saludos, mientras los privilegiados se reúnen en sus casetas privadas, cerradas para los demás, compartiendo palmas, gambas y vinos con los de su clase. Unos acuden a pie o en bus, y otros en taxis o coches de caballos. Pero todos se cruzan por el real como si fueran vecinos de una misma comunidad, ocultando cada cual sus pequeñas miserias y mostrando la máscara de su representación en ese escenario apretujado de la feria, como diría Paco Robles.

Es, también, lugar de relaciones fortuitas o acordadas. De sonoros y efusivos abrazos, grandes sonrisas y generosas invitaciones a “tómate una copa” en la trastienda de la caseta, donde se ubica el ambigú que no para de despachar vinos, cervezas y platos de gambas o “pescaíto” frito. Pero solo una vez porque la generosidad ha de ser correspondida. Los que no pueden permitírselo, miran y pasean. Y hasta es posible que conozcan a alguien que les permita acceder a una caseta y afrontar de su bolsillo lo que allí consuman, mientras los niños bailan y los padres observan el teatro del que participan, a ser posible, con traje y corbata, y la parienta,  de flamenca. Porque el disfraz es imprescindible. Si no, la imagen que se ofrece es la de un extraño o excluido de la fiesta, seguramente un gorrón.

Y ese es el peor estigma con el que podrían señalarte. Algo así como un apestado. Por eso, si deseas participar y disfrutar de la Feria de Sevilla, ciudad clasista donde las haya, lo mejor es aparentar, gastar tus ahorros y batir las palmas. Hacer como si fueras uno más de los que desde el real se van a los toros a fumarse un puro antes de regresar a la caseta para pasar la noche de fiesta.  Y así, día tras día. ¡Olé!   

lunes, 15 de abril de 2024

Capitalismo sin trabajadores

Hace bastante tiempo que lo vengo observando. No hay más que mirar alrededor: desaparecen personas que atiendan a los clientes o usuarios en cada vez más sectores de la economía. Negocios en los que te obligan a servirte tú mismo o bien te despacha una máquina. Al parecer, no es una moda pasajera sino un signo de estos tiempos que ha venido para quedarse y que se extenderá por doquier. Al parecer, es imparable e irreversible porque es sumamente rentable. ¡Es la economía, estúpido!, como me aclararía algún iluminado neoliberal.

Lo comencé a notar, hace años, en las gasolineras, donde empezó a ser raro hallar un empleado que te surtiera el combustible y al que pagabas sin bajarte del coche. Con él desapareció también el detalle esporádico de limpiarte el parabrisas mientras llenabas el depósito. Los gasolineros no daban para tanto pues las plantillas de las estaciones de servicio menguaban de forma exponencial. Al final, tuvimos que acostumbrarnos, a regañadientes, a servirnos nosotros mismos; eso sí, pagando previamente al único empleado que estaba al frente del negocio.

Fue todo un síntoma de lo que nos aguardaba. Porque ya ni siquiera encuentras a ese único empleado en las gasolineras sino estaciones con surtidores automáticos que, con el señuelo de rebajarte unos céntimos el litro de gasolina, carecen de trabajadores. Son las gasolineras low cost, que proliferan como setas. Negocios sin personal. Estaba emergiendo un nuevo capitalismo: el capitalismo sin trabajadores. Aquella tradicional relación de la explotación capitalista, que confrontaba Capital y Trabajo, quedó superada y afloraba la era del Capital que no precisa de la fuerza del Trabajo. Asomaba la era del post-trabajo. Mal asunto… para los trabajadores.

Los supermercados pertenecen a otro sector que sigue un camino parecido, evolucionan de idéntica manera, aunque de forma más pausada porque su negocio no se limita a un solo producto sino a muchos, y por ello deben ir adaptándose y perfeccionando el sistema. Con todo, intentan ya convencerte de la ganancia de tiempo y la mejoría (?) que supone que tú mismo pases la compra por lectores de códigos de barras y pagues, al final, el importe mediante tarjeta bancaria. Supermercados con una nueva línea de cajas sin cajeros o cajeras. Las colas, es verdad, son menores que en las cajas convencionales, pero eso es cuestión de tiempo. Del tiempo que tarden en sustituir todo el personal de cajas por cajeros de autocobro.  

Hasta Zara, la celebérrima firma textil, está optando por este sistema en sus nuevas o renovadas tiendas. Y no tardaremos en ver su expansión a muchos más sectores comerciales. Pero lo que más me llama la atención, causándome cierta desazón, es que a mucha gente, por esnobismo o seducidos por la novedad, le parezca ese “cóbrese usted mismo” muy moderno o guay y se preste aceptarlo con entusiasmo. Será porque nadie de su familia ha sido despedido de ningún supermercado o una gasolinera, sectores que abrieron el camino al nuevo capitalismo sin trabajadores.

Y no son los únicos. También los bancos fueron unos adelantados de este nuevo paradigma del capital cuando instalaron cajeros automáticos en todas sus sucursales y distribuyeron, gratuitamente al principio, la correspondiente tarjeta a los titulares de cuenta. Así empezaron a domesticarnos a la nueva servidumbre. Porque, al poco, todos los bancos fueron eliminando sucursales y cobrando por expedir una tarjeta de débito que ya era imprescindible para poder operar con tu cuenta bancaria. Dejaron de precisar empleados y fueron cerrando oficinas, hasta el punto de que hoy cuesta encontrar una oficina, no digamos cerca de tu domicilio o trabajo, sino incluso en muchas localidades pequeñas y medianas. Además, tienes que abonar unas tasas anuales por la tarjeta, la uses o no, y, encima, pagar una comisión cada vez que saques dinero en los pocos cajeros que tengas la suerte de hallar.

El cambio ha sido tan rentable que se ha convertido en uno de los chollos que proporciona dividendos estratosféricos a los bancos. Casi ganan más por tasas que por préstamos e intereses del dinero. Para esos templos de la especulación monetaria todo son ganancias, porque tú les hace su trabajo y, para colmo, pagas por ello. Señal inequívoca del nuevo capitalismo que se impone. Y que irá a más, tal vez a peor y, con seguridad, a mucha mayor escala.

Porque el Capital no se conforma nunca con los beneficios que obtiene. Siempre aspira a más, más rentabilidad y menores gastos. Los presupuestos de cualquier empresa prevén para cada ejercicio incrementar sus ganancias y reducir gastos. Ya sabemos que para el capital los trabajadores representan un coste. Un gasto insoportable que, cuando puede, tiende a eliminar o, al menos, reducir. Antes lo hacía recortando plantillas. Y ahora, con el nuevo capitalismo, evitando depender de trabajadores para obtener más rentabilidad. Y lo está logrando. Está reemplazando al trabajador físico, el recurso humano, por la máquina. Algo que hasta el mismo Keynes había avizorado cuando predijo, en 1930, que el avance tecnológico nos conduciría a una edad de tiempo libre y abundancia.  Si asumimos tiempo libre por paro, el gran economista no se equivocaba.  

A estas alturas, ya son tantos los ejemplos de este capitalismo sin trabajadores que lo percibimos como normal, algo propio de estos tiempos en los que prima la máxima rentabilidad al menor costo. Y aflora por doquier, en toda clase de negocios y servicios. De hecho, nos resulta rutinario llevar la ropa a lavanderías autoservicio, adquirir productos en máquinas expendedoras, acudir a páginas web en vez de a una inmobiliaria para gestionar un alquiler vacacional o un trastero, adquirir billetes de avión o tren de manera on line, limpiar el coche en un túnel de lavado automático, etc. 

Sin embargo, la cosa apunta a peor. La irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) complica todavía más, si cabe, este sombrío panorama para el trabajador. Según el banco Goldman Sachs, la IA podría reemplazar 300 millones de trabajos en todo el mundo y afectar a casi una quinta parte del empleo. Y se quedaba corto. Porque otros analistas estiman que cerca de la mitad de todos los empleos existentes quedarán absorbidos por la IA y el desarrollo de la automatización.

Es fácil comprobarlo. No hay más que llamar por teléfono a alguna institución o servicio de atención al cliente de cualquier oficina o empresa, donde lo habitual es que te responda un chatbot programado para reconducir tu petición o aconsejarte que acudas directamente a su página web para realizar la gestión. Aducen, al implantar esa atención automatizada, que es por tu comodidad. El mismo argumento que esgrimen los supermercados y cuantos automatizan sus servicios. El artefacto mecánico o electrónico se impone a la presencia humana. La abolición del trabajo es un proceso en marcha, según sentenció ya en los años ochenta del siglo pasado el sociólogo André Gorz. Y es imparable. Tan ineludible que, como sostiene Marta Peirano en el artículo Tentadoras falsas promesas, publicado en TintaLibre, “la cumbre del capitalismo es ese universo de plusvalía sin trabajadores, sin esa carne imperfecta que ha sido reemplaza por la propiedad intelectual”.

Y es que, gracias a la IA, vamos camino de fábricas sin apenas obreros, de radares y alarmas en vez de policías o vigilantes, de consultorios sin médicos, de redacciones sin periodistas, de administraciones sin funcionarios, de tiendas sin empleados, de cines donde todo es automático, de libros, publicidad, pinturas o canciones compuestos por esa Inteligencia Artificial adecuadamente entrenada, y, así, hasta un largo etcétera. Porque no hay marcha atrás. El capitalismo sin trabajadores, sin personas vinculadas a un puesto de trabajo, avanza rampante, excluyendo al ser humano, a la fuerza del Trabajo.

Desgraciadamente, lo aceptamos sin preocuparnos siquiera, mientras no nos afecte. Ya Internet y su mejor arma, el teléfono portátil, erróneamente llamado móvil (¿alguien lo ha visto con ruedas?), han ido acostumbrándonos paulatinamente a estar subordinados a la primacía de la máquina. A integrar en nuestra conducta cotidiana el pago sin dinero, es decir, mediante tarjeta o el móvil, a las relaciones virtuales, al consumo on line, al teletrabajo, al ocio a través de pantallas, al contenido de medios por streaming, etc.  Llegará, pues, el día en que no haya nadie en carne y hueso para atendernos en ningún sitio. Se habrá alcanzado entonces el triunfo definitivo del nuevo capitalismo sin trabajadores, ese futuro de negocios sin empleados.

Un futuro del que ignoro si, los que nos conducen a él, han tenido en cuenta que, cuando desaparezcan los trabajadores, ¿quién comprará lo que produzcan las máquinas? En ese futuro sin salarios, ¿quién contribuirá a la Seguridad Social y al sostenimiento de las arcas públicas? ¿Cómo obtendrán sus rentas los trabajadores sin empleo? ¿Se procederá, entonces, a repartir el poco trabajo que reste entre todos los trabajadores? ¿Se instaurará, para ello, la semana laboral de tres días para que haya trabajo para todos?  En definitiva, ¿de dónde extraerá el Capital su beneficio cuando no haya consumidores?

Albergo, en fin, tantas dudas que no puedo más que declararme pesimista. Lo siento.

miércoles, 10 de abril de 2024

Muere el padre de la partícula de Dios

No es que haya muerto Dios, pero casi. Un casi que esgrimen los físicos y científicos que exploran, de forma empírica y racional, la realidad en busca de lo que la constituye, sin embarcarse por atajos que generan consuelo a nuestra orfandad existencial con supersticiones o creencias trascendentes. Nada más fácil y cómodo que un chamán o una religión para explicar lo desconocido. Lo difícil es descubrir causas y leyes que demuestran y den respuestas objetivas, de manera científicamente verificable, a las grandes preguntas que el ser humano lleva haciéndose desde hace miles de años: qué somos y dónde estamos o, lo que es lo mismo, de qué está hecho el ser y la naturaleza, incluyendo ese vasto universo que todo lo abarca.

Y un científico así, que se hacía preguntas que dieran respuesta a lo que se ignora, era Peter Higgs, un físico británico, nacido en Newcastle upon Tyna, que dedicó su vida a la investigación y la enseñanza. Fue el que sugirió la existencia de un tipo de partícula que explicaría el origen de la masa en las partículas elementales, anticipando el descubrimiento de la famosa `partícula de Dios´, el bosón de Higgs, un hallazgo que roza los límites de Dios en la comprensión del mundo existente. El pasado 8 de abril, Higgs falleció en su casa de Edimburgo a los 94 años de edad, tras una breve enfermedad. Moría el padre de la partícula de Dios.

Higgs y su colega belga Francois Englert preconizaron por primera vez, en 1964, la existencia de un tipo de partícula que explicaría el mecanismo por el cual se origina la masa en las partículas elementales subatómicas, mecanismo que se conoce como el “campo de Higgs” y que requiere la existencia de una partícula que lo componga, llamada “bosón” de Higgs”. Para adivinar la importancia de esta propuesta de Higgs, bastaría con saber que si un electrón no tuviera masa no habría átomos. Y sin átomos no habría química ni tampoco biología. Es decir, nada existiría: no estaríamos aquí.

La teoría de Higgs dio lugar, a partir de 2008, a varios experimentos que buscaban comprobar la existencia de esa partícula tan escurridiza. Pero no sería hasta 2012, gracias a los experimentos desarrollados con el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) de la European Organitation for Nuclear Research (CERN), ubicados en Suiza, cuando se consiguió descubrir la existencia de una partícula tan extraordinaria. Fue posible porque el LHC permite colisionar protones a velocidades cercanas a las de la luz que dan por resultado nuevas partículas. Y, entre ellas, el buscado bosón de Higgs.

Confirmada con este experimento la predicción que habían formulado Higgs y Englert en 1964, la Academia sueca les concedió en 2013 el Premio Nobel de Física a ambos científicos, cuya labor abriría las puertas para profundizar en la investigación de aspectos desconocidos del universo, como la energía y materia oscura, que constituyen el 95 por ciento del mismo.  Un año más tarde, en 2013, Peter Higgs,Francois Englert y el laboratorio europeo CERN fueron galardonados en España con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica.

La partícula prevista por ambos físicos constituye la última pieza que completa el Modelo Estándar de la Física de Partículas que sustenta la comprensión científica del universo, al describir todo lo que se sabe de las partículas que lo componen y cómo actúan entre ellas.  “Incluso cuando el universo parece vacío, este campo está ahí”, como adujo la Academia Sueca en la entrega del premio.

Se refería al campo de Higgs, formado por innumerables bosones, que impregna todo el universo, lo permea todo, de tal manera que las partículas elementales que interactúan con él adquieren masa, mientras las que no interactúan con él no la tienen. Es decir, la masa de las partículas estaría causada por una “fricción” con el campo de Higgs, por lo que partículas que tienen mayor fricción con el campo adquieren mayor masa.

La Física de las Partículas contempla hoy dos tipos de partículas subatómicas: fermioles y bosones. Los fermioles componen la materia, como el electrón, el protón y el neutrón, mientras los bosones portan fuerzas o interacciones, como el fotón, el gluón y otros bosones, responsables de las fuerzas electromagnética (fotón), nuclear fuerte (gluón) y nuclear débil (bosones W y Z) . La interacción de unas y otras explicaría muchos aspectos de la estructura microscópica y macroscópica de la materia. De ahí que la investigación en relación al bosón de Higgs continúa imparable, en especial en relación a las propiedades del mismo, lo que requerirá, sin duda, mucho tiempo y datos. Sin atajos acomodaticios.

Y todo ello gracias a la paciencia e inteligencia de un físico teórico que no necesitaba a Dios para intentar comprender el mundo y a nosotros mismos. Por eso la ciencia lamenta su muerte y le profesa enorme admiración y respeto. Y el homenaje de este humilde artículo. Descanse en paz.

sábado, 6 de abril de 2024

El norte para un sureño

Visitar cualquier lugar del norte de España, sobre todo los de la cornisa cantábrica, es para alguien del sur apreciar el envés de su geografía cotidiana: verdor por doquier, lluvias periódicas y clima agradable. Y eso, y mucho más, fue lo que supuso mi corta pero intensa visita a Santander, la capital de Cantabria. Tenía ganas de conocerla “de cerca”, sabedor de sus encantos naturales. Y no defrauda.

Santander es acogedora y abarcable, de ese tamaño justo para no andar todo el día en taxis, sino en lentos recorridos a pie para contemplar sin agobios el palpitar de sus calles, sus gentes, sus paisajes, su cultura y su gastronomía.  Pero hay que tener piernas porque la ciudad, adaptándose como un guante a su geografía, se derrama desde las lomas de la cordillera hasta el borde serpenteante de la costa. Y justo allí, frente al mar Cantábrico, se levanta, como un vanguardista faro alado, el Centro Botín, espacio expositivo en el que, por un lado, puedes extasiarte mirando el mar y, por el otro, quedarte embrujado con un cuadro o una obra de algunas de sus muestras, como me sucedió con Juan Gris, Francis Bacon y Sorolla el día que lo visité. Además, si la jornada no es muy ventosa ni lluviosa, puedes subir a un elevado mirador exterior desde el que asombrarte con las tonalidades inquietas del mar frente a un telón de montañas.

En la otra punta de la ciudad pero no excesivamente lejano, sin apartarte de la costa, es posible hallar dos de los arenales playeros con más solera de Santander, la playa de Peligros y la del Sardinero. Y entre ambas, la península de la Magdalena, donde se ubica, en lo más alto, el palacio del mismo nombre, construido a principios del siglo pasado, por suscripción popular, para alojar a la familia real española. Hoy en día sirve como lugar de congresos y encuentros, y sede de la Universidad Internacional de Cantabria. Es el edificio más emblemático de Santander y ejemplo de la arquitectura civil del norte de España.

En pleno centro de la ciudad, antes de perderte por sus calles y catar pinchos en sus numerosos antros de solaz y cervecera plática, es recomendable, si se quiere conocer el origen no solo de los cántabros sino del hombre, visitar el Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria, uno de los museos más didácticos y atractivos que he conocido nunca, donde de manera escrita, audiovisual, física y táctil te explican cómo se descubren los yacimientos arqueológicos, se datan sus hallazgos y cómo evolucionamos y aprendimos a crear y usar herramientas desde la prehistoria. Es conveniente ver este museo antes de acudir a esa obra maestra del primer arte de la humanidad que es Altamira, uno –si no el primero- de los motivos de visitar Santander.

Evidentemente, la cueva original, por su fragilidad, tiene muy limitada y controlada su visita, existiendo una lista de espera de lustros. Pero ha sido recreada en un museo, la Neocueva de Altamira,  que reconstruye la original tal y como era cuando la habitaron distintos grupos humanos, desde hace 36.000 años hasta hace 13.000, en que un desplome de rocas taponó su entrada. En la neocueva se reproduce al milímetro ese lugar del Paleolítico, descubierto en 1879 por Marcelino Sanz de Santuola y su hija Marta, cuando precisamente ella, por su estatura al ser niña, que seguía de pie a su padre y podía mirar al techo, dijo: “¡Papá! ¡Mira qué bueyes!”

Acababa de descubrir la mejor representación del arte rupestre del mundo y uno de los más importantes de la Prehistoria en la cueva de Altamira, situada en el municipio de Santillana del Mar. Allí, sobre el techo de la cueva, donde apenas llega la luz, el hombre prehistórico había pintado y grabado animales (siempre los mismos: ciervos, bisontes, caballos, toros y cabras) y signos abstractos y figuras  que parecen humanas. Muchos de esas pinturas aprovechan las formas de la roca y las grietas de manera sorprendente para crear animales en distintas actitudes (De pie, enfrentados, bramando, echados sobre el suelo, revolcándose, etc.). A pesar del tiempo, son pinturas de enorme calidad en las que usaron el carbón vegetal (de pino) para el negro y óxido de hierro para los rojos. En ellas aparecen estilos y técnicas artísticas diferentes porque engloban un período de más de 20.000 años. Y plasman la forma de entender el mundo de aquellos seres humanos que habitaron la cueva en el inicio de nuestra historia.

Solo por esto es bastante para decidirse visitar Santander y dejarse seducir con sus encantos naturales, gastronómicos y culturales. Merece la pena.

viernes, 5 de abril de 2024

La “concordia” del agresor

En España todavía no hemos resuelto civilizada, democrática y éticamente la profunda herida y división que supuso para la población, la de entonces y hasta la de hoy, la Guerra Civil y la posterior dictadura que promovieron los agresores fascistas que se rebelaron contra el gobierno de la Segunda República. Ni siquiera, a estas alturas de la historia, hemos sido capaces de condenar sin ambages un levantamiento militar cruento y despiadado, un auténtico golpe de Estado, contra la legalidad de un Estado democrático, como era el de aquel gobierno republicano que luchaba contra imposiciones religiosas, económicas y sociales que privilegiaban a los poderosos y contra las disensiones internas de partidos enfrentados con visiones diferentes.

Décadas de férrea represión militar a los derrotados -militares y civiles-, mediante ajusticiamientos de los considerados traidores por defender la legalidad y con purgas, inhabilitaciones profesionales e incautaciones de bienes al resto de los que no se adhirieron al violento e indigno bando nacional, han incrustado en los supervivientes y sus descendientes una involuntaria actitud defensiva que ha interiorizado incluso el lenguaje de los vencedores, cuyos “valores” continúan condicionando el presente después de cerca de un siglo de aquella tragedia. Esa actitud contemporizadora de los vencidos y el rencor cainita de los herederos y simpatizantes de los vencedores es lo que explica que, hoy en día, subsistan fuertes reservas y hasta rechazo para afrontar sin dogmatismo unos hechos que se deberán asumir y condenar para que puedan ser superados en una auténtica reconciliación del pasado.

Pero todavía, hoy, hay quienes justifican y banalizan aquella guerra fratricida, añoran el autoritario régimen opresor que homogeneizó durante cuarenta años la sociedad con el molde retrógrado, carente de libertades y derechos, que impuso el dictador. Todavía hay quienes continúan negando el reconocimiento a las víctimas de tan oscura y sangrienta época, postergando cuanto pueden  no solo el reconocimiento de la dignidad y la memoria que merecen como inocentes sino también la recuperación de los restos, esparcidos en fosas anónimas, de los muertos y desaparecidos en la guerra y durante la larga noche de la posguerra para que sean enterrados por unos familiares que no cejan en buscarlos.

Es más, aun hay quienes pretenden que no figure en el libro de la historia la negra página de un período que nuestro país sólo pudo pasar tras el fallecimiento natural, en su cama del Palacio del Pardo, del dictador, lo que posibilitó la restauración de la democracia que ahora disfrutamos, la misma que se arrebató por las armas a la República. Una democracia que, con sus bondades para todos –como no puede ser de otra forma-, ampara la libertad de los que la combaten e intentan amordazarla para que se olvide un pasado que la explica y cuyo recuerdo obliga a valorarla y preservarla para evitar que ningún enfrentamiento violento vuelva a repetirse en España.

Esta democracia que se tardó en conseguir -la última de Europa- y que reconoce la pluralidad y diversidad de la sociedad española, es la que permite a la extrema derecha -los nostálgicos de la falta de libertades y de la censura- acceder a instituciones y gobiernos desde donde se dedica a blanquear la dictadura, justificar la Guerra Civil, seguir olvidando a las víctimas y manipular o falsear la historia. Es decir, a desandar todo lo avanzado en reconciliación, tolerancia, libertades y paz en nuestro país gracias a la memoria de un pasado vergonzoso cuyas cicatrices es imperativo restañar definitivamente.

Por eso causa suma intranquilidad que el PP y Vox, unidos en tal propósito, se dediquen a derogar leyes de Memoria Democrática en las comunidades autónomas donde gobiernan para sustituirlas por otra que llaman cínicamente de “concordia”. Es lo que han hecho o está en trámite, como primera medida adoptada, en Valencia, Aragón y Castilla y León (y continuarán haciendo en Andalucía, Murcia y Extremadura, si no al tiempo), utilizando el mismo truco legal y lingüístico con que rechazan la violencia machista para rebautizar sus políticas negacionistas de protección a la mujer como “violencia intrafamiliar”.

La supuesta “concordia” de la derecha y su vástago radical, representados por PP y Vox, sólo persigue la obstrucción de la verdad histórica, la falsedad de los hechos, la impunidad de sus criminales y la equiparación de verdugos y víctimas para que no se siga cuestionando la Guerra Civil ni los cuarenta años de dictadura franquista. Quiere impedir que se condene el franquismo, de cuyas ubres ideológicas y culturales se sienten alimentados y vinculados, cual herederos, hasta el punto de compartir la versión sectaria de los vencedores. Y por eso evita condenarlo expresamente, porque, bajo su concepto de concordia, resulta igual la democracia republicana que la dictadura franquista, el bando sublevado que el ejército leal a la legalidad, el botín de los vencedores (que explica el origen de muchas fortunas) que los expolios a los vencidos (que todavía ni pueden exigir la restitución de sus titulaciones académicos), los caídos por la “gracia de Dios” que los miles de muertos y desaparecidos forzosos que descansan en cunetas y fosas, el enaltecimiento de los vencedores que el olvido de los vencidos.

Tal es el significado de la concordia que pretenden las derechas patrias. Pero no es una actitud nueva. La derecha, de siempre, nunca se ha preocupado en serio por una reconciliación real. De ahí que sea reacia a condenar con honestidad y franqueza el franquismo. Y que se haya opuesto, en 2007, a la prudente ley de Memoria Histórica que impulsó el expresidente Zapatero, y que, antes aun, tampoco permitiera la inclusión de la asignatura de Educación para la Ciudadanía en el currículo escolar. Se trata de la misma actitud intransigente que explica que, en las ciudades y pueblos donde gobierna, los consistorios en manos de la derecha se ufanen en  retirar o recortar drásticamente las ayudas a la protección de la mujer,  dejar de descubrir fosas comunes de represaliados por la dictadura e, incluso, negar el cambio en el callejero de la toponimia apologética del franquismo, entre otras iniciativas retrógradas.

Las derechas de este país no toleran una sociedad plural y diversa que aspira superar las  rémoras de un pasado bochornoso, cuyo conocimiento pueda ser accesible con rigor histórico. Porque no conocer el pasado convierte a un país en vulnerable frente a los manipuladores de la historia. Como los que emprenden esta campaña actual cuya finalidad es “reescribir la historia hasta convertirla en irreconocible”, como sostiene el profesor de la Universidad del País Vasco, Jesús Casquete, autor del libro Vox frente a la historia. Una manipulación que se materializa desmontando la legislación memorialista y utilizando un lenguaje de equidistancia que ya empleaban algunos líderes del PP desde antes de la Transición, para los cuales, a efectos institucionales, no solo las víctimas sino también los victimarios merecen el mismo trato. De este modo consiguen edulcorar o camuflar el amargo recuerdo de la dictadura y la sinrazón de una guerra fratricida.

Causa sonrojo, pues, que todavía no hayamos resuelto democrática y civilizadamente esta herida que nos divide, como hicieron otros países democráticos europeos que sufrieron idénticas experiencias autoritarias y en los que, no solo se ha condenado los hechos nefastos de su pasado, sino que en las escuelas se enseña que la lucha por las libertades públicas y los valores inherentes a la democracia es el arma más eficaz para evitar las consecuencias de los autoritarismos. Con ello no hacen otra cosa que seguir las recomendaciones y políticas europeas e internacionales de memoria histórica, que parten de la premisa de que la base más firme para la democracia es el conocimiento cabal de los episodios antidemocráticos sucedidos en el pasado, como fue el franquismo en nuestro país. Sin embargo, en España no hemos sido capaces de reconciliarnos realmente con el pasado porque las derechas han impedido toda revisión de la historia heredada del franquismo. Alemania e Italia, por ejemplo, han emprendido procesos de desnazificación y desfasticización que impregnan hasta las constituciones de esos países, sin que se haya abierto herida alguna. Aquí, en cambio, no supimos, no pudimos o no quisimos que la Carta Magna española recogiera ninguna prevención antifascista o, lo que es lo mismo, antifranquista.

Y eso es, justamente, de lo que carecen las leyes de “concordia” que impulsan las derechas, extremas o no, cuando pretenden blanquear el pasado franquista. No cumplen con la función de conocer el pasado y reconocer, resarcir y reparar a las víctimas de un golpe de Estado y posterior dictadura. Omiten en su articulado toda referencia a la Guerra Civil y el franquismo. Y no pueden cumplirlo porque la derecha y la extrema derecha están en contra de esa finalidad, ya que están en desacuerdo con la lectura rigurosa de ese pasado que para ellas fue glorioso. Creen que investigar seriamente y dar a conocer, con medios y procedimientos públicos, lo sucedido en la Guerra Civil y la dictadura es una especie de revanchismo que divide a los españoles. Cuando lo que en verdad divide a la sociedad y facilita su polarización es la ignorancia de la historia y la versión sesgada que difunden los vencedores de un pasado ignominioso.

Aun hoy, sorprendentemente, las derechas y sus  acólitos siguen en contra de cualquier legislación memorialista que se elabore con la intención de cauterizar la herida aun abierta y la división que la Guerra Civil y la dictadura franquista causaron en este país. Pero aun más sorprendente es que los mismos que exigen a otros perdón y arrepentimiento por culpas –ya saldadas judicialmente- del pasado, como a los nacionalistas abertzales, para considerarlos dignos de respeto en las instituciones democráticas, sean los que ni han pedido perdón ni condenan un pasado luctuoso que significó el mayor crimen colectivo y el régimen más represivo y totalitario acaecido en España en el siglo pasado. Y que, encima, tengan la desfachatez de presentarse como adalides de la “concordia”. “Manda huevos”, como diría uno de ellos.