martes, 26 de octubre de 2021

La estupidez de los tontos

Que estamos rodeados de tontos es una realidad innegable, a menos que sea tonto quien disienta. Y de los tontos, ya se sabe, sólo cabe esperar estupideces. Hoy en día, las tonterías y estupideces se expanden con enorme facilidad y mejor acogida. El ambiente favorece la buena cosecha de tontos que pululan por doquier, en todos los ámbitos de la sociedad. Porque son tiempos maniqueos en los que florecen el populismo más descarado, la posverdad de las fakenews, los nacionalismos de “lo mío” exclusivo, lo “políticamente correcto” para no desentonar de la opinión general, el lenguaje inclusivo, la “ilógica” del mercado, el animalismo “sectario” para con otras especies, el feminismo de postín o la simple desidia intelectual y crítica. Todo ello hace que la estupidez no conozca límites, a pesar de ser más dañina que la pura maldad. No se la combate con la debida firmeza. De ahí que sea útil identificar la estupidez y a los tontos que la propagan.

Ese es el propósito de un librito sumamente entretenido. Se trata de Breve tratado sobre la estupidez humana*, un ensayo -dos veces bueno, por breve y por bueno- escrito por Ricardo Moreno Castillo, matemático y filósofo, con el que es imposible no ir poniendo rostros a las descripciones que hace el autor de los “tontos a medias, los medio tontos, los tontos a ratos, tontos para una cosa y no para otra, tontos de solemnidad, el tonto a tiempo completo, el que no abre la boca si no es para soltar una necedad, el tonto que no hay por dónde cogerlo”. Es decir, el libro va dirigido contra los idiotas, necios, majaderos, bobos, imbéciles, mentecatos, obtusos, cenutrios y demás ralea de tontos habidos y por haber, con la declarada intención de desenmascararlos y evitar que sigan contagiando de estupideces el pensamiento y la conducta del ciudadano inteligente que se siente aturdido por la proliferación de tantos tontos por doquier.

Es una obra recomendable. Y es oportuno leerla porque actualmente las bobadas resplandecen más que nunca gracias a las redes sociales y las subvenciones oficiales. Además, junto a otras recomendaciones, reproduce un consejo de Mark Twain sobre el trato con los tontos: “Nunca discutas con un estúpido. Te hará descender a su nivel y ahí te gana por experiencia”. No tiene desperdicio.

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*: Ricardo Moreno Castillo, Breve tratado sobre la estupidez humana. Fórcola ediciones. Madrid, 2018. 

domingo, 24 de octubre de 2021

¿Último cambio de hora?

El próximo fin de semana (30 de octubre) se realizará el enésimo cambio de hora, ojalá sea el último, con el que se retrasará una hora en el reloj y se volverá al horario de invierno. Con todo, el recuperado horario invernal no coincidirá con el que corresponde al huso horario oficial de nuestro país, el mismo que el de Reino Unido y Portugal, por lo que seguiremos con una hora de adelanto. Sin embargo, este horario de invierno es el más idóneo con la luz solar y los biorritmos orgánicos controlados por nuestro reloj interno, denominado ritmo circadiano, que se coordina con los ciclos de día y noche, es decir, sueño/vigilia. Es por eso que nos entra sueño cuando oscurece, despertamos al amanecer, estamos más activos de día y nos relajamos al anochecer. Cada vez que se modifica la hora el cuerpo lo acusa y tarda en adaptarse, trastornos que suelen afectar más a las personas de mayor edad y a los niños, provocándoles cansancio, problemas digestivos, pérdida de sueño y hasta dolores de cabeza o migrañas, entre otros efectos.

Sin embargo, debido a la latitud geográfica en que se ubica España, al sur de Europa, nunca ha habido justificación real para realizar cambios en el horario que suponen alargar el día hasta las diez de la noche o más, como acontece durante el verano. La crisis energética de 1973, originada por la guerra entre árabes e israelíes, fue la causa para proceder, por primera vez en tiempos de paz, a un cambio horario -horario de verano- que permitía una hora más de luz al día, lo que en teoría debía suponer un ahorro en el consumo de derivados del petróleo. Desde entonces, cerca de 70 países, la mayoría de ellos en el hemisferio norte, practican el cambio de hora. Pero lo que es comprensible para los países del norte, donde oscurece temprano, no resulta conveniente en los del sur, como España, sometidos a una fuerte irradiación solar por su cercanía al ecuador terrestre. En estas latitudes, lo que se ahorra, si es que se ahorra, en bombillas se gasta, multiplicado por cien, en climatizadores de aire. No hay, por tanto, razones claras para imponer a la población dos modificaciones horarias al año que acaban afectando a la salud y la conducta de las personas, a menos que existan otras intenciones no declaradas.

Parece evidente que el horario de verano beneficia, fundamentalmente, a la industria turística y hostelera, no al conjunto de la actividad económica del país. Pero, por mucho que tan inapropiado horario, que no sirve para conseguir un verdadero ahorro energético, permita la máxima rentabilidad del sector mercantil más importante de nuestro país, no deja de ser una iniciativa que supedita el interés general de la población al particular del negocio turístico. Y, lo que es peor, se mantiene durante décadas a pesar de su ineficacia ahorrativa, aunque ocasione perjuicios a gran parte de la población, la más vulnerable, que afectan a su salud y equilibrio psíquico o emocional.

Esperamos, pues, que el próximo sea el último cambio de horario que se produce en España, no sólo por las razones reseñadas, sino también para cumplir con la directiva europea que insta a mantener un horario inalterable todo el año, preferentemente el de invierno. Ojalá el Gobierno siga las recomendaciones de los expertos, como hizo con la pandemia, y nos regale a partir del 31 de octubre un horario permanente más apropiado a nuestras necesidades humanas. Salvo los que tienen sangre de lagartos o intereses de por medio, todos se lo agradecerán.     

lunes, 18 de octubre de 2021

Carencias en Atención Primaria

Que la medicina primaria deja mucho que desear es de sobra conocido por todos sus usuarios, es decir, por la población en general. Pero que, en contra de lo esperado, ésta haya empeorado, en especial desde los recortes y el “austericidio” con los que la maltrató el gobierno de Mariano Rajoy, es algo que resulta, cuando menos, indignante, al tratarse de un servicio básico y esencial para la integridad física los ciudadanos, es decir, para la prevención y mantenimiento de la salud de las personas, sin importar condición. La Atención Primaria, la que se presta en consultorios, ambulatorios y centros de salud como primeros escalones del Servicio Público de Salud, falla y está a punto de colapsar, si es que no lo ha hecho ya.

A la estructural falta de recursos materiales, que impide el pleno desarrollo de una medicina preventiva y asistencial entendida como tal (laboratorios, radiografías, sala de curas y primeros auxilios, etc.), se une en los últimos años una escasez, ya raquítica, de personal que abochorna a los propios profesionales que prestan servicios en la Atención Primaria. Todo lo cual ocasiona, no sólo la insatisfacción y la desconfianza de los usuarios, sino también la saturación permanente de las urgencias de los hospitales, adonde se dirigen los demandantes de una atención médica incluso sin la debida indicación del médico de cabecera.

El apoyo de las nuevas tecnologías no ha venido a paliar las carencias de los centros de salud. Es más, a veces, incluso, las ha empeorado, al resaltar los males que perduran en los mismos. Sólo el esfuerzo coyuntural emprendido con ocasión de la pandemia del coronavirus, concentrando personal y medios a este fin en exclusiva, ha permitido que la batalla contra la Covid-19 haya resultado encomiable, por cuanto ha posibilitado la vacunación de la población con una celeridad sorprendente. Pero una vez controlada la infección, la vuelta a la “normalidad” asistencial ha puesto en evidencia las insuficiencias del sistema. Máxime si el programa informático de cita previa no funciona a pleno rendimiento en todas las ocasiones y la atención telefónica en los centros de salud permanece inoperativa de forma continua. Todo lo cual obliga al acceso presencial a los mostradores de estos centros a la hora de tramitar cualquier asunto burocrático, como los partes de baja médica y la renovación de prescripciones farmacológicas. Es inaudito que para estas gestiones administrativas se tenga que ir en persona a hacer cola a un centro de salud.

Pero lo que es más grave: el tratamiento y seguimiento de patologías crónicas se ha enlentecido hasta niveles preocupantes, por cuanto incide en el deterioro de los enfermos que las padecen. Y ello es debido porque no existe personal suficiente en medicina primaria para aliviar el atasco asistencial acumulado. Una cita médica puede tardar más de diez días en conseguirse. Y una derivación a un especialista puede demorarse más de medio año en programarse. Las “famosas” listas de espera diagnóstica y quirúrgica han dejado de servir para medir la calidad de la atención sanitaria en nuestro país, simplemente porque sus registros han sido desbordados por la realidad. Y ello no es explicable, menos aún justificable, por la pandemia.

Y es que, a pesar de todas las promesas y anuncios propagandísticos efectuados al respeto, ninguna mejora sustancial se ha acometido en Atención Primaria, más allá de contratar personal eventual para atender “vacunódromos” de urgente pero también temporal necesidad. Si las tecnologías no palian sus carencias y la falta de recursos, tanto humanos como materiales, sigue siendo endémica, la Atención Primaria en nuestro país no dejara de ser el patito feo de la sanidad pública, y sus fallos y disfunciones continuarán siendo el motivo de queja de sus sufridos usuarios. No hay que ser un experto en Salud Pública para percibirlo, sino un simple ciudadano que hace uso de su tarjeta sanitaria.       

miércoles, 13 de octubre de 2021

Sentirse viejo

Ser viejo y sentirse viejo son dos cosas diferentes. Lo primero va determinado por la edad, y lo segundo por los síntomas con los que el cuerpo va declarando su agotamiento y cansancio, con los que acusa los golpes sufridos, desde fuera y desde dentro, a lo largo de la vida. Pero también existe una forma ajena de sentirse viejo: cuando los demás te lo recuerdan al enfrentarte, sin pretenderlo la mayoría de las veces, a tu propia imagen temporal. Esta última manera de sentirse viejo la estoy padeciendo cada vez con más frecuencia.

Es lo que me sucedió hace poco cuando, durante un paseo dominical por el centro de la ciudad, disfrutando de un día espléndido que invitaba a dejarse arrastrar entre callejuelas bañadas de luz y bendecidas por una temperatura agradable, de súbito una señora me clavó su mirada fija, impidiéndome el paso. Sin desearlo, me detengo más sorprendido que asustado, presagiando que, como solía ser habitual, mi despiste congénito me enfrente ante algún conocido del que no recuerde ni el nombre. Estuvimos mirándonos seis o siete segundos, que me parecieron eternos, mientras rebuscaba en mi mente las fichas olvidadas de la memoria de amigos, compañeros o extraños con los que hubiera mantenido una relación antigua ya interrumpida. No sería la primera vez que habría charlado con alguien al que remotamente sabía que debía conocer pero no terminaba por recordar, siguiéndole el hilo de la conversación. No fue el caso.

Tras esos segundos de escrutadora mirada, en los que ella permaneció muda pero sonriente, un fogonazo de lucidez me permitió identificar aquel rostro. Ya no era el de la niña y adolescente que tenía almacenadas en mis recuerdos, sino el de una señora que jamás hubiera reconocido entre la multitud. Era la hija de un vecino con el que durante años compartimos alegrías y quebrantos mientras crecían nuestros hijos y hacíamos frente a unas hipotecas que devoraban nuestras menguadas nóminas. Milagrosamente, su nombre surgió de mi boca para alivio de la situación, pero también como recordatorio de que el tiempo nos consume a todos. Si ella ya era mayor ante mis ojos, yo sería ante los suyos, a pesar de sus halagos corteses, prácticamente una momia. Y es que los otros también nos hacen sentir viejos.

Pero por si no tenía bastante escarmiento, aquel mismo día y durante el mismo paseo un señor mayor con sombrero pronuncia mi nombre a viva voz mientras nos cruzamos en un puente, obligándome a mirarlo y detenerme. Insiste en preguntarme si me llamo así. Esta vez la lucidez no acude en mi ayuda. Como le confieso que no lo reconozco, comienza a contarle a su acompañante que yo era compañero suyo del bachillerato, que era natal de un país caribeño y que, junto a otros colegiales, compartimos unos años de estudios y gamberradas. La descripción del contexto de mi adolescencia desempolvó mi memoria, y los rasgos de aquel hombre mayor se fueron aclarando hasta coincidir con los de un antiguo camarada de mocedad. Y otra vez la vejez de otros sirve de espejo de la propia. Por mucho que intentemos ignorar el paso del tiempo, engañando a nuestros sentidos de sus heridas, serán los otros los que harán, aun sin pretenderlo, que nos sintamos viejos, aunque la edad y sus síntomas hayan sido clementes con uno. Todo se confabula para que no olvidemos que los años no perdonan a nadie. Maldita sea.    

domingo, 3 de octubre de 2021

Por fin, octubre

Por fin ha llegado octubre, aunque desde finales de septiembre estuviera otoñando. Por fin el aire fresco tonificando el rostro, las nubes rompiendo la monotonía azul del cielo, los recuerdos infantiles de los días llorosos, la paleta de ocres y pardos en los árboles que se desnudan para invernal y esa mirada gris que contagia de nostalgia al pensamiento ensimismado. Al fin llega la temporada benigna que nos libera de la dictadura del sol y las playas para propiciarnos la aventura de pueblos, montañas, caminatas, paisajes y ventas con olor de lumbres, asados y charlas. De la tierra seca al verdor de caminos y laderas. De la arena ardiente al refrescante ambiente de los ríos que rumorean entre las rocas y los recodos de la ribera. Por fin llega octubre con su promesa otoñal de un año nuevo que se renueva plagado de esperanzas. Por fin.