Sin embargo, debido a la latitud geográfica en que se ubica
España, al sur de Europa, nunca ha habido justificación real para realizar
cambios en el horario que suponen alargar el día hasta las diez de la noche o
más, como acontece durante el verano. La crisis energética de 1973, originada
por la guerra entre árabes e israelíes, fue la causa para proceder, por primera
vez en tiempos de paz, a un cambio horario -horario de verano- que permitía una
hora más de luz al día, lo que en teoría debía suponer un ahorro en el consumo
de derivados del petróleo. Desde entonces, cerca de 70 países, la mayoría de
ellos en el hemisferio norte, practican el cambio de hora. Pero lo que es
comprensible para los países del norte, donde oscurece temprano, no resulta conveniente
en los del sur, como España, sometidos a una fuerte irradiación solar por su
cercanía al ecuador terrestre. En estas latitudes, lo que se ahorra, si es que
se ahorra, en bombillas se gasta, multiplicado por cien, en climatizadores de aire.
No hay, por tanto, razones claras para imponer a la población dos
modificaciones horarias al año que acaban afectando a la salud y la conducta de
las personas, a menos que existan otras intenciones no declaradas.
Esperamos, pues, que el próximo sea el último cambio de
horario que se produce en España, no sólo por las razones reseñadas, sino
también para cumplir con la directiva europea que insta a mantener un horario
inalterable todo el año, preferentemente el de invierno. Ojalá el Gobierno siga
las recomendaciones de los expertos, como hizo con la pandemia, y nos regale a
partir del 31 de octubre un horario permanente más apropiado a nuestras
necesidades humanas. Salvo los que tienen sangre de lagartos o intereses de por
medio, todos se lo agradecerán.
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