miércoles, 13 de octubre de 2021

Sentirse viejo

Ser viejo y sentirse viejo son dos cosas diferentes. Lo primero va determinado por la edad, y lo segundo por los síntomas con los que el cuerpo va declarando su agotamiento y cansancio, con los que acusa los golpes sufridos, desde fuera y desde dentro, a lo largo de la vida. Pero también existe una forma ajena de sentirse viejo: cuando los demás te lo recuerdan al enfrentarte, sin pretenderlo la mayoría de las veces, a tu propia imagen temporal. Esta última manera de sentirse viejo la estoy padeciendo cada vez con más frecuencia.

Es lo que me sucedió hace poco cuando, durante un paseo dominical por el centro de la ciudad, disfrutando de un día espléndido que invitaba a dejarse arrastrar entre callejuelas bañadas de luz y bendecidas por una temperatura agradable, de súbito una señora me clavó su mirada fija, impidiéndome el paso. Sin desearlo, me detengo más sorprendido que asustado, presagiando que, como solía ser habitual, mi despiste congénito me enfrente ante algún conocido del que no recuerde ni el nombre. Estuvimos mirándonos seis o siete segundos, que me parecieron eternos, mientras rebuscaba en mi mente las fichas olvidadas de la memoria de amigos, compañeros o extraños con los que hubiera mantenido una relación antigua ya interrumpida. No sería la primera vez que habría charlado con alguien al que remotamente sabía que debía conocer pero no terminaba por recordar, siguiéndole el hilo de la conversación. No fue el caso.

Tras esos segundos de escrutadora mirada, en los que ella permaneció muda pero sonriente, un fogonazo de lucidez me permitió identificar aquel rostro. Ya no era el de la niña y adolescente que tenía almacenadas en mis recuerdos, sino el de una señora que jamás hubiera reconocido entre la multitud. Era la hija de un vecino con el que durante años compartimos alegrías y quebrantos mientras crecían nuestros hijos y hacíamos frente a unas hipotecas que devoraban nuestras menguadas nóminas. Milagrosamente, su nombre surgió de mi boca para alivio de la situación, pero también como recordatorio de que el tiempo nos consume a todos. Si ella ya era mayor ante mis ojos, yo sería ante los suyos, a pesar de sus halagos corteses, prácticamente una momia. Y es que los otros también nos hacen sentir viejos.

Pero por si no tenía bastante escarmiento, aquel mismo día y durante el mismo paseo un señor mayor con sombrero pronuncia mi nombre a viva voz mientras nos cruzamos en un puente, obligándome a mirarlo y detenerme. Insiste en preguntarme si me llamo así. Esta vez la lucidez no acude en mi ayuda. Como le confieso que no lo reconozco, comienza a contarle a su acompañante que yo era compañero suyo del bachillerato, que era natal de un país caribeño y que, junto a otros colegiales, compartimos unos años de estudios y gamberradas. La descripción del contexto de mi adolescencia desempolvó mi memoria, y los rasgos de aquel hombre mayor se fueron aclarando hasta coincidir con los de un antiguo camarada de mocedad. Y otra vez la vejez de otros sirve de espejo de la propia. Por mucho que intentemos ignorar el paso del tiempo, engañando a nuestros sentidos de sus heridas, serán los otros los que harán, aun sin pretenderlo, que nos sintamos viejos, aunque la edad y sus síntomas hayan sido clementes con uno. Todo se confabula para que no olvidemos que los años no perdonan a nadie. Maldita sea.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Este blog admite y agradece los comentarios de los lectores, pero serán sometidos a moderación para evitar insultos, palabras soeces y falta de respeto. Gracias.