martes, 23 de febrero de 2021

El 23 F.

A pesar de los peligros que creemos que corre la democracia hoy en España, de los miedos que nos suscitan quienes percibimos como enemigos de ella en la actualidad, a los que catalogamos de anticonstitucionalistas y otras etiquetas semejantes, a pesar de los recelos que despiertan la fragmentación parlamentaria y la pluralidad ideológica que vivimos en el presente, el mayor y más grave ataque que sufrió la democracia fue el perpetrado, hace exactamente 40 años, por los que asaltaron el Congreso de los Diputados, pistola en mano, en nombre de esos que se proclaman defensores de la patria y comulgan con ideas que hoy nutren a la extrema derecha y a los conservadurismos más reaccionarios de nuestro país. Aquel golpe de Estado resultó, afortunadamente, frustrado gracias a la entereza de un rey que no se doblegó -no quiso o no pudo, jamás lo sabremos- a sancionar los deseos de los golpistas, y a la voluntad de un pueblo que se negó a revivir épocas bochornosas y negras de nuestra historia. Es necesario y saludable recordar hoy aquellos acontecimientos para intentar, entre todos, no repetirlos, comportándonos acorde a los cánones democráticos y dando nuestro apoyo a quienes salvaguardan, respetan y fortalecen la democracia en España. Es la mejor manera de conmemorar este día, infausto en su mometo.  

domingo, 21 de febrero de 2021

Vivencias de un (casi) enclaustrado (23)

Vamos surfeando la tercera ola de la covid, temerosos de que en cualquier momento nos caigamos de la tabla y seamos engullidos por esa montaña de agua infestada de virus. Y como en ocasiones anteriores, ya estamos discutiendo si acelerar el descenso o mantener la precaución de hacerlo más despacio. Parece que no aprendemos nunca porque seguimos tropezando siempre con la misma impaciencia. Reconozco que todos estamos cansados de un mar tan embravecido que no nos permite flotar confiadamente sobre su superficie para disfrutar de un baño, como solíamos, de placer a nuestro antojo. Estamos, a estas alturas, hartos de tantas recomendaciones y limitaciones. Pero también estamos abrumados por demasiadas muertes, demasiados enfermos y tanta ruina. No son de extrañar las dudas que nos impacientan cuando vemos que la ola ya la hemos superado y estamos a punto de dejarla vencida, sin posibilidad de atraparnos, en la playa de las vacunas. Ansiamos nuestra vieja y añorada normalidad, aquella que nunca recuperaremos del todo porque nada podrá ser igual, del mismo modo que ningún adulto jamás puede volver a ser niño. Podría intentar comportarse como tal, pero no lo conseguirá. Estos miedos, estas dudas, estas hipotecas vitales, morales y económicas que hemos tenido que asumir para hacer frente a la pandemia condicionarán de alguna manera nuestro futuro, esa deseada normalidad que no acaba de llegar. Y ello nos inquieta y nos vuelve impacientes. Estamos hastiados y se nota en el gesto de la gente, en quienes nos cruzamos cada día por cualquier parte. Los responsables no dejan de augurar que falta poco para ganar la batalla, que no bajemos la guardia, que no sucumbamos en la orilla. Pero cuesta trabajo seguir escuchando consejos de manera indefinida, tan reiterados y, al mismo tiempo, contradictorios, por atender unas veces a la salud y otras, la economía. Vamos descabalgando otra ola y no sabemos si será la última. Es lo que tiene el mar: marea y no sabes si va o viene porque nunca está quieto, y menos encima de una maldita ola.        

miércoles, 17 de febrero de 2021

El peso de las palabras, entre Hasél y Margarit.

La libertad de expresión permite hacer uso de las palabras para reflexionar con lírica elegancia acerca del misterio de la existencia o para propalar el enfrentamiento, el insulto y hasta el odio entre los destinatarios de las mismas. Según el significado con que se emplean, no todas las expresiones tienen el mismo valor ni tampoco idéntica justificación legal, al provocar imágenes o pensamientos de altura poética o filosófica o incitar, más que pasiones, pulsiones agresivas o actitudes que no reniegan lo delictivo. Ese distinto peso de las palabras con que nos valemos para expresar libremente nuestro parecer es lo que diferencia a Joan Margarit, el poeta catalán recién fallecido, de Pablo Hasél, el rapero que acaba de ser encarcelado.

A pesar de que no hay comparación posible entre ellos, pueden tomarse de ejemplo de los modos de ejercitar la libertad de expresión desde distintos grados de responsabilidad y respeto a la hora de elaborar aquellos mensajes que pretendemos transmitir, mensajes que, como toda comunicación, se basan en el lenguaje, tanto oral, escrito o cantado, articulado por palabras. Y tal diferencia radica en el peso -ninguna palabra es inocua- que confieren estos autores a las palabras que utilizan. Partiendo de la legitimidad de uso, puesto que las palabras no delinquen, la intención significativa con que las emplean puede suponer una colisión de derechos que habrán de ser ponderados para no causar menoscabo o afrentas a libertades de mayor relevancia individual o social, igualmente reconocidas y protegidas por la Constitución de nuestro país. De lo contrario, tipificaciones penales como las injurias o las calumnias, por ejemplo, carecerían de sentido frente al derecho a una libre expresión sin límites.

Sin embargo, también ha de ser valorado la intención provocativa, más allá de la literalidad, que se persigue con determinadas palabras al objeto de mover a la reacción o la reflexión de unos interlocutores que se ven enfrentados a expresiones que zarandean prejuicios, conformismos y valores dominantes controvertidos o manifiestamente injustos. El mal gusto y la zafiedad no son, por sí mismos, delictivos mientras queden circunscritos a un ámbito cultural y artístico que los utiliza como llamadas de atención con fines cognitivos más ambiciosos que el mero insulto o la insustancialidad.

Bastaría con comparar estos distintos grados de responsabilidad en el uso de la libertad de expresión, sin entrar en otras valoraciones, para discernir el peso de las palabras de las que se valen los autores que nos sirven de ejemplo. Más que el Código Penal es la sensibilidad que exhiben lo que los diferencia, al recurrir uno a eufemismos y apologías de la violencia, y otro a palabras que pesan tanto como el dolor y la memoria que llevamos encima.       

Textos de canciones y tuits de Pablo Hasél:

“Merece que explote el coche de Patxi López!". "¡Que alguien clave un piolet en la cabeza a José Bono!". "No me da pena tu tiro en la nuca, 'pepero'. Me da pena el que muere en una patera. No me da pena tu tiro en la nuca, 'socialisto'. Me da pena el que muere en un andamio". "Siempre hay algún indigente despierto con quien comentar que se debe matar a Aznar”.

Poema inédito de Joan Margarit:

“Pensé que me quedaba todavía / tiempo para entender la honda razón / de dejar de existir. Lo comparaba / con el desinterés, con el olvido / con las horas del sueño más profundo, / pensando en esas casas donde un día vivimos / y a las que no hemos vuelto nunca. / Pensaba que lo iba comprendiendo / que me iba liberando del enigma. / Pero estaba muy lejos de saber / que yo no me libero. Me libera la muerte, /permite, indiferente, / que me vaya acercando hasta alguna verdad. / Inexplicablemente, esto me ha emocionado.”

"Conmovedora indiferencia", incluido en Animal de bosque, de próxima aparición en Visor libros.

miércoles, 10 de febrero de 2021

La cólera de Díaz Ayuso

Cuando la derecha pierde el poder monta en cólera. Reacciona visceralmente como si le arrebataran algo que le pertenecía legítimamente, que era suyo de forma natural, por derecho histórico. Por eso no tolera que la descabalguen del gobierno -sea central, autonómico o municipal- por el mero resultado de las urnas. En casos extremos, como el de Donald Trump en EE UU, llega incluso a descalificar las elecciones y considerar fraudulentos los resultados que les son desfavorables. No es nada nuevo. Aquí, en España, Javier Arenas, el eterno candidato del Partido Popular en Andalucía (hasta que fue sustituido por Juan Manuel Moreno), se permitió insinuar que unas elecciones autonómicas habían sido manipuladas (“pucherazo” fue el término que empleó) porque había vuelto a perderlas por enésima vez, allá por 1993. Parece, pues, que en buena parte del mundo las derechas son reacias a admitir democráticamente sus derrotas electorales. Y se revuelven coléricamente. Tanto es así que, en aquellos países con escasa tradición democrática, no sólo no reconocen el resultado de la voluntad popular, sino que instigan y apoyan insurrecciones o golpes de Estado con los que recuperan lo que consideran de su propiedad, el poder, como ha sucedido hace unos días en Myanmar, la antigua Birmania. Pero también en EE UU con el asalto al Capitolio.

Afortunadamente, tal uso de la violencia por parte de la derecha se desconoce en España desde la sublevación contra la República del general Francisco Franco, en 1936, que desencadenó una guerra civil con la que implantó una férrea y cruenta dictadura. Ya las derechas hispanas se muestran más civilizadas, aunque no por ello se sustrajeron de intentar una asonada con la irrupción, pistola en ristre, en el Congreso de los Diputados un aciago 23 de febrero de 1981, “efeméride” de la que este mismo mes recordaremos su 40º aniversario. Aquella sería la última vez que nuestro país padecería una reacción violenta de la derecha cuando se le despoja de su “cortijo”, que es como percibe al país que pertenece a todos.

Sin embargo, no es la única forma con la que intenta reconvertir un adverso resultado electoral que no admite. Ahora se vale de la manipulación y de las mentiras más o menos burdas: lo que se conoce como fakenews. El uso tan extendido de esta forma de desinformación ha hecho que, en la actualidad, proliferen quienes la difunden para manipular sin disimulo. Son aquellos populistas, de derechas e izquierdas, que consiguen atraer el voto de los descontentos y desafortunados, que son legión, con promesas fáciles y argumentos emocionales con los que deleitar el oído de sus seguidores. Trump fue, una vez más como buen showman, todo un experto en el arte de mentir con descaro y en contar la realidad en función de sus particulares intereses, provocando una profunda división y el enfrentamiento entre los norteamericanos, además de otros desórdenes en el mundo. Y, cómo no, en España han surgido émulos que combaten entre sí por ver cuál de sus marcas es más radical, vociferante y tergiversadora en el espectro político de la derecha hispana. Incluso, por demostrar quién podría liderar esa derecha intransigente y sectaria, en franca lid de egos que pugna por encarnar las “esencias” del patrioterismo conservador más rancio.

La última figura en llegar ya se postula, desde el primer minuto, para convertirse en la referente ideológica de la derecha cañí. Como se imaginan, me refiero a Isabel Díaz Ayuso, flamante presidenta de la Comunidad de Madrid. En su caso, sigue el ejemplo cercano de su institutriz política, Esperanza Aguirre, pero actualizando sus métodos con las enseñanzas de Trump. Descaro y mentiras, arrogancia y mediocridad, imprudencias e ignorancia. Se vale de estas argucias para parecer la más combativa entre sus pares y confrontar con el Gobierno central, en manos de una coalición de socialistas y comunistas, al que repudia. Esta “cachorra” de la derecha muestra el talante sectario y manipulador que caracteriza a todo populismo que se precie. Así, no duda en utilizar la institución que preside y la gravísima situación por la que atraviesa el país, debido al azote mortífero de la pandemia, para hacer populismo político en beneficio de su interés particular y en pos de los réditos electorales que podría reportarle, sin importarle ni el perjuicio que cause a la ciudadanía ni la falsedad de sus invectivas. Esa es la razón por la que disiente, desobedece y ataca cuantas normas y medidas emanan del Gobierno central, consensuadas en el Consejo Interterritorial de Salud en el que participan todas las comunidades autónomas, por el sólo afán de distinguirse mediáticamente cual abanderada de los damnificados por las restricciones sanitarias. Entre la salud y la economía, ella se posiciona a favor de lo segundo, discutiendo siempre las recomendaciones de los expertos y epidemiólogos, mientras simultáneamente acusa al Gobierno de no actuar con mayor rigor contra la pandemia.

Tal forma de actuar, de primer curso de populismo, le ha llevado, por ejemplo, a no aceptar el ámbito geográfico municipal a la hora de delimitar los confinamientos perimetrales, como hace el resto del país, para sustituirlo por la zona básica de salud, de más difícil control epidemiológico. Esta decisión, más política que sanitaria, le sirve para simular una preocupación por la movilidad de la gente y la viabilidad del comercio.

De igual modo, cuando al inicio de la pandemia el Gobierno procuraba solventar las insuficiencias de abastecimiento sanitario que la Covid-19 puso al descubierto, tras años de austeridad en la inversión pública, pujando en un mercado mundial que apenas podía atender la atropellada demanda, nuestra lideresa madrileña aprovechaba para cuestionar la eficacia gubernamental y anunciar, como contrapartida, el flete de aviones, que nunca llegaron a tiempo, con los que resolvería el avituallamiento sanitario de Madrid, la comunidad que mayor número de hospitales ha privatizado.

Pronto se vio superada por la magnitud de la tragedia, como todo el mundo, a pesar de echar culpas a cualquier responsable, menos a ella ni a su Administración. El desbordamiento y colapso de los hospitales por la avalancha de pacientes hizo que el gobierno que preside negase el traslado e ingreso hospitalario de los ancianos en asilos que enfermaban. Durante la primera ola de la pandemia, más del 80 por ciento de las muertes de estos residentes se produjo en las propias instalaciones donde vivían, al negárseles el tratamiento en hospitales. Desde la Consejería de Salud madrileña se habían cursado instrucciones -o protocolos, como los denomina la propia Díaz Ayuso- para restringir el acceso de los ancianos a los hospitales. Tal proceder no era compartido por todo su gobierno. El consejero de Políticas Sociales confesó haber denunciado que esos criterios “no eran éticos y posiblemente no son legales”, advirtiendo de ello, reiteradamente por escrito, al consejero de Salud. También provocaron un aluvión de ceses y dimisiones, como la de la gerente de Atención Primaria, la responsable de Hospitales de Madrid, la viceconsejera de Asistencia Sanitaria, la del doctor que había sido elegido portavoz del Grupo Covid, la directora de Salud Pública, entre otros.

Isabel Díaz Ayuso ni siquiera está dispuesta a respetar las normas para evitar contagios que se aplican en todo el país en función de la incidencia de cada territorio. Si se limitan los grupos en bares y restaurantes a cuatro personas, ella permite que sean de seis. Si el toque de queda se declara a partir de las once de la noche, ella lo establece a medianoche. Y si se recomienda el confinamiento perimetral o limitar el horario de comercios, ella solicita al Gobierno un cambio legal para endurecer las medidas que, sin embargo, avanza que no las impondrá en su región. Su actitud es la de llevar siempre la contraria, criticar toda decisión que no le convenga a sus particulares propósitos y, de segundo de populismo, presentar un relato alternativo de la realidad que le permita aparecer como la defensora incondicional de la libertad de la gente, una libertad que, por supuesto, está siendo atacada por el Gobierno central al que combate con ira, aunque los madrileños paguen las consecuencias.

Como buen espécimen de la derecha, Díaz Ayuso se comporta movida por los prejuicios propios de su ideología, que hace prevalecer el interés individual sobre el general, antepone los beneficios económicos privados frente a los públicos, la satisfacción mercantil de las necesidades en vez de servicios públicos que corrigen desigualdades y un sistema mercantil y laboral que se basta a sí mismo y no la intervención estatal en su regulación y control que evite abusos. Ella cree representar todo eso y el Gobierno de la Nación, en manos de la izquierda, su más directo oponente. Y emplea desde la demagogia la gestión de la pandemia para descalificarlo, cuestionarlo y combatirlo, posicionándose, al mismo tiempo, como la referente de la derecha con mayor predicamento que existe hoy en nuestro país. Por eso monta en cólera. Es su estrategia. Y, por ahora, le funciona.       

lunes, 1 de febrero de 2021

Soledad digital

Curiosamente, cuanto más "comunicados" pretendemos estar, más aislados nos volvemos, comportándonos como solitarios en una isla desierta a la que intencionadamente hemos huido. Es lo que nos pasa cuando estamos subordinados al teléfono portátil, ese "móvil" que no tiene ruedas, al que concedemos toda preferencia. La tecnología nos ha convertido en enemigos de la cercanía física, del diálogo presencial, del calor sensible de un abrazo y del hechizo estremecedor de una mirada o una sonrisa. Preferimos la frialdad de una imagen perfilada en una pantalla, el sonido emitido por un altavoz, hablarle a un micrófono. Tanto nos hemos acomodado a la copia audiovisual de la realidad que desdeñamos la original. Nos hemos enganchados a la soledad digital, menos comprometida que la compañía personal, hasta el extremo de ignorar a quien nos acompaña, nos habla o nos mira. Nos parece más importante, tanto como para ofrecerle constantemente nuestra atención, un artilugio electrónico que la persona que está materialmente a nuestro lado, compartiendo espacio, tiempo y vida con nosotros.

Nos resulta más fácil pulsar un like que pronunciar un “hola”, leer un tuit que mantener una conversación, captar una foto con el móvil que admirar y disfrutar de un paisaje. Nos hemos vuelto seres maleducados que abandonan a su interlocutor con la palabra en la boca, dejándolos sin nadie a quien mirar o escuchar, por atender el pitido de un cacharro que nos negamos silenciar. Es por eso que me enerva siempre -no lo puedo evitar- ese solitario voluntario que, en vez de estar conmigo, prefiere su naufragio digital. Bastaría que se viera sin sus dispositivos electrónicos para que percibiera lo absurdo de una dependencia que lo aparta y aísla del mundo. Es lo que muestra, de manera artística, el fotógrafo estadounidense Eric Pickersgill con una serie de retratos, como los aquí reproducidos. Nos descubre el rostro ajeno y distante de los solitarios digitales que simulan estar con nosotros cuando están muy lejos, en cualquier otra parte que los distraiga de su soledad buscada.