lunes, 30 de enero de 2023

ADIASA, una aventura apasionante

Un artículo, solicitado por un antiguo y querido amigo, que publiqué en este blog en agosto pasado, ha sido reproducido por la revista El ojo crítico, medio digital e impreso dedicado a la divulgación e investigación de fenómenos sobre los que la ciencia no halla explicación, como son la experiencia paranormal, los OVNI, la parapsicología y otros.

El número 95 de dicha revista, aparecido en noviembre pasado, recogió en sus páginas el comentario que redacté a instancias de ese amigo acerca de ADIASA Y LA HISTORIA DE LA UFOLOGÍA, en el que intenté hacer un recordatorio de lo que significó aquella inolvidable experiencia  de juventud, cuando estábamos volcados en el estudio de los denominados popularmente “platillos volantes”.

Como fundador y presidente de ADIASA, grupo dedicado al fenómeno OVNI, aparte de anécdotas, acopio de casos, intercambios de información, trabajos de campo y análisis e investigación interdisciplinar de lo que parecía escapar del conocimiento científico, solo puedo asegurar, a estas alturas, que aquella “aventura” adolescente fue muy gratificante y enriquecedora para mí como persona y verdaderamente provechosa en mi formación. Y que, transcurrido tanto tiempo, aún me embargan sentimientos de gratitud hacia las personas y amigos que me acompañaron, apoyaron y colaboraron para que ADIASA  consiguiese ser uno de los grupos de referencia del panorama ufológico de la época. Por eso hoy, al traer a la memoria aquel pasado, quiero agradecer a El ojo crítico, una revista que cumple 30 años en la palestra dirigida por Manuel Carballal, que haya tenido a bien acoger mi comentario, un comentario que José Antonio Galán, con su ingente archivo documental, hizo que aflorara de mis recuerdos con mayor nitidez. Gracias, pues, a ambos.    

sábado, 28 de enero de 2023

La muerte

Aunque sabemos que está ahí, nunca pensamos en ella. La obviamos como algo que pasa a otros y que a nosotros prácticamente no nos sucederá o, a lo sumo, tardará tanto en llegar que es como si fuera remotamente probable. Por eso no la nombramos y hacemos todo lo posible por no obsesionarnos con ella. Total, ¿para qué? Vivimos, de hecho, de espaldas a su inevitable fatalidad. Una fatalidad que, cuando llega, siempre nos coge desprevenidos y desorientados, como si recibiéramos un mazazo a traición y arbitrario. Entonces, sí, pensamos en la tragedia que causa y en ese destino, siempre azaroso, que a todos espera, tarde o temprano. Entonces, sólo entonces, la nombramos, pronunciamos su nombre y asumimos su fatal evidencia. Una evidencia que nos aterra, nos asquea y que aceptamos a regañadientes.

La asumimos a la fuerza. Porque no tiene piedad, es ciega y, en la mayoría de las ocasiones, injusta. Sentimos entonces, cuando ronda cerca o nos sabemos objetivo próximo de ella, su aliento helando la nuca, palideciendo los labios y arrancándonos el alma para suspenderla en el filo angustiado del desasosiego.  Entonces, sí, deletreamos su nombre para señalar la absoluta inhumanidad con la que obra, la sinrazón de muchas de sus decisiones, la fría crueldad de sus actos. Y del rigor insoslayable de sus sentencias. Es entonces cuando reconocemos que reina sobre todo lo vivo, que da sentido temporal a cada existencia al negarle la capacidad de calcular su duración. Comprendemos entonces que nos hallamos a su merced, sometidos a la veleidad de su capricho.

Entonces la nombramos, susurramos su nombre para designar al culpable que nos golpea con tanta saña. Decimos su nombre para expresar nuestro repudio y poder maldecir su proceder sin causa aparente, sin respetar prioridades, sin atenerse a ningún orden, sin miramientos a la justicia. Ni siquiera por actuar con venganza, sino por un modo aleatorio, haciendo pagar a inocentes y buenos lo que debiera corresponder a culpables y malos, sentenciando a jóvenes y sanos con la condena a la que deberían responder viejos y enfermos.

Somos incapaces de comprender su existencia del mismo modo que no acabamos de comprender el milagro de la vida. Proceden ambos de un mismo misterio, del misterio incomprensible del ser y la nada. Uno y otro son inseparables y no se pueden explicar si no se relacionan, puesto que cada uno justifica la viabilidad del otro. Nos angustia y asusta porque no podemos escapar de su indiferente influencia, de la que nuestra voluntad es ajena y nuestro fin, ocioso. Pero sabemos tu nombre y te reconocemos cada vez que apareces. Eres la fiel portadora de la eficaz guadaña. Eres la muerte.    

martes, 24 de enero de 2023

El árbol de la ciencia

No voy a hacer una reseña de la novela de Pío Baroja, cuyo título copio para este comentario, sino reflejar la actitud de una gran parte de la ciudadanía a la hora enfrentarse a una realidad que desborda sus conocimientos. Y que en vez de informarse más ampliamente o acudir a quienes atesoran esos conocimientos, prefiere las explicaciones de los que inventan patrañas que satisfacen su propia ignorancia.

Ejemplo de lo que digo son aquellos que, hasta ayer mismo, negaban la pandemia del coronavirus que ha azotado a la humanidad, causando millones de muertos, y desconfiaban de las vacunas, considerándolas instrumentos para manipular a las personas. O los que se niegan aceptar que en nuestro planeta se esté produciendo un cambio acelerado del clima debido a la acumulación de gases de efecto invernadero generados por la actividad humana. También,  esos otros que aseguran estar convencidos de que la Tierra es plana y que el hombre no ha pisado la luna. O esa especie de majaderos, con ínfulas intelectuales, que escribe artículos para rebatir que el ser humano con su inteligencia sea fruto de la selección natural, pues le parece más lógico el creacionismo.   

Todos esos desconfiados, que se guían exclusivamente por bulos y comentarios en bares y peluquerías, engrosan las filas de los que, como se lee en un pasaje del libro arriba citado, piensan que “creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad” y que hacerlo “en los átomos es señal de estupidez”. Se sienten más cómodos en la ignorancia y con las supersticiones que dan sentido a sus vidas que en la orfandad carente de finalidad que se descubre gracias al pensamiento racional y su fruto, la ciencia. Con todo, estos paranoicos constituyen los más inofensivos de los ignaros. Porque los hay peores y mucho más peligrosos.

Hay quienes huyen de la razón y la ciencia porque las creencias en dogmas religiosos les proporcionan más confianza y seguridad. Es la actitud de los que rechazan toda transfusión sanguínea o de sus derivados, indicada por la medicina para compensar cualquier pérdida grave de sangre, por accidente o enfermedad, incompatible con la vida, debido a que su fe se lo impide. O los que no admiten los trasplantes de órganos o tejidos por idénticas cuestiones morales, muy respetables como opinión personal pero sumamente peligrosas, sobre todo cuando afectan a terceras personas que dependen de la tutela de tales fanáticos.

Lo mismo cabría decir de quienes no son partidarios del aborto, incluso en aquellos supuestos de violación o de malformación del feto. Aunque para la ciencia el desarrollo embrionario no es más que un conjunto de células todavía sin diferenciación, los antiabortistas consideran que se trata ya de un ser humano y, por ende, interrumpir un embarazo es matar a una “persona” no nacida, un nasciturus. Nadie ni nada obliga a estos a abortar si es contrario a sus ideas, pero los que constriñen la naturaleza a sus creencias pretenden que hasta los que buscan la luz en la ciencia tampoco lo puedan hacer, aún cuando abortar no es para ninguna mujer una decisión ni agradable ni placentera, sino una necesidad  que adopta en uso de su plena libertad y responsabilidad. Estos antiabortistas son peligrosos por ese afán de imponer sus creencias a todos, incluso a los que no comparten sus opiniones rebatidas por la ciencia. Se comportan como fanáticos dispuestos a entronizar sus prejuicios, como antaño lo hicieron contra el divorcio, el matrimonio homosexual y otras rémoras parecidas.    

Todos ellos pertenecen a la familia de los que también cuestionan agriamente la existencia de una violencia machista contra las mujeres y que ellas, las mujeres,  por su mera condición femenina, se vean abocadas a tropezar con infinitos techos de cristal cada vez que intentan  alcanzar posiciones laborales o sociales que generalmente suelen estar ocupadas por hombres. A lo sumo, en muestra de condescendencia, admiten cierta violencia intrafamiliar de la que es víctima tanto la mujer como el hombre, y que la mujer podría aspirar, pues nada se lo impide, a las más altas responsabilidades profesionales y sociales si tuviera preparación y voluntad para ello, no mediante cuotas que corrijan faltas de oportunidad.

Estos negacionistas del papel de la mujer son reaccionarios porque rechazan el feminismo al considerarlo una ideología perniciosa, propia de “feminazis”, en vez de una lucha por la igualdad en derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer. Y hacen todo lo posible para que se mantengan los roles y los estereotipos que discriminan en función del sexo, tal y como la sociedad machista y patriarcal los ha transmitido a través de la tradición y las costumbres. Niegan, por tanto, derechos y libertades a la mitad hembra del género humano. Se trata de un negacionismo  pernicioso porque procura que no se instauren medidas contra una violencia machista que cada año causa víctimas mortales, y que es contrario a cuantas ayudas y políticas se destinen a erradicar esta lacra de manera eficaz. Quienes lo comparten rechazan, sin más, una realidad de la que son reacios por cuestiones ideológicas, morales, culturales y económicas. Y como todos los anteriores, hacen lo indecible por que se imponga al conjunto de la sociedad sus dogmas y su  particular modelo social, aquel en el que la mujer permanece subordinada al hombre como si estuviera incapacitada para disfrutar de los mismos derechos que el varón. Es, pues, una mentalidad cavernícola, muy alejada del pensamiento científico que nutre la moderna sociología, que sirve para justificar la desigualdad histórica de la mujer, como explica la historiadora Marga Sánchez en su libro Prehistorias de mujeres (Destino).

Sin embargo, todos los que comulgan con estos prejuicios pueden –y de hecho la mayoría lo hace- actuar de buena fe, convencidos de “su” razón, aunque discrepen de la verdad científica con argumentos morales o emocionales. Lo más grave es que coexisten con grupos mucho más peligrosos: los que tergiversan el conocimiento para manipular a la gente por intereses espurios de poder y riquezas. No son ignorantes. Conocen los frutos del árbol de la ciencia, pero los utilizan a su antojo y conveniencia, mediante medias verdades, falsos enfoques, argumentos falaces  y francas mentiras, con tal de conservar privilegios y poltronas. Representan el mal para la convivencia pacífica y la tolerancia en cualquier sociedad humana civilizada.

Me refiero a los que se valen de la democracia sólo si les beneficia. En caso contrario, no tienen empacho en cuestionar sus resultados y en deslegitimar al vencedor que gana la confianza popular. Comienzan entonces a extender sospechas de fraude electoral y teorías conspiratorias que socavan la confianza en el sistema democrático y sus instituciones, el sistema más racional de convivencia. Estos populistas manipuladores son expertos en retorcer la sociología y la estadística, ciencias que estudian la sociedad humana y las probabilidades de cuantificar la realidad y analizar sus modificaciones, para que respalden sus pronósticos y expectativas. Y lo hacen adrede y con mala fe. Porque no aceptan, diga lo que digan las urnas, que los ciudadanos se alejen de sus postulados y prefieran otras opciones políticas a la hora de ser gobernados.

En su versión más extrema y violenta, cegados por la sinrazón y las ambiciones, no dudan en incitar y promover revueltas, turbas y disturbios que no sólo destrozan el anclaje físico de la democracia (manifestaciones, obstruccionismo, ocupaciones de edificios, etc., como en Washington y Brasilia), sino que también deterioran la credibilidad y la confianza en el procedimiento más justo y menos arbitrario de administrar nuestra gobernanza como colectivo heterogéneo de individuos.

Estos sectarios que desconfían de los mecanismos democráticos cuando les son adversos son los patógenos más letales para la salud social y la convivencia, y perviven cuando nos dejamos deslumbrar con sus ídolos y fetiches en vez de guiarnos por el cuestionamiento crítico y racional de la propaganda embaucadora con la que nos seducen. No son exclusivos de nuestro tiempo, tan convulso. Siempre, por todas partes a lo largo de la historia, han proliferado los charlatanes que pretenden conducirnos con promesas de paraísos en la tierra, intentando que la razón y la ciencia los ampare. Olvidan, como escribió Pío Baroja en su novela y descubren los que se decantan por el átomo ý no por los ídolos y fetiches, que “la ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana, ni es atea, ni revolucionaria, ni reaccionaria”. Pero, al parecer, no aprendemos.

lunes, 9 de enero de 2023

Ni magos ni reyes

Ahora que ya han pasado los delirios consumistas de las fiestas navideñas (triunfo mercantil sobre unas celebraciones supuestamente religiosas) podemos cuestionar, sin acritud ni empalago de polvorones, una de sus fechas más queridas, la de los Reyes Magos de Oriente. Porque una de las trolas más reiteradas, sostenidas y enraizadas en la sociedad es la que cada 6 de enero se representa en todo el mundo convirtiéndolos en autores de los regalos que se entregan a los niños que se portan bien. Se trata de una tradición que pretende sustentarse en un discutible pasaje de la Biblia, del Evangelio de San Mateo, que alude a unos personajes que, guiados por una estrella en el cielo, se acercaron al pesebre de Belén donde había nacido Jesús de Nazaret, para adorarle y honrarle con oro incienso y mirra, ya que lo consideraban el rey de los judíos.

En ninguna parte del texto bíblico se menciona que eran reyes ni que fueran tres, ni siquiera cuáles eran sus nombres. Además, como no se extrae de un documento histórico verificado, la leyenda, bastante imprecisa, sólo se limita a subrayar la presencia de estas figuras secundarias en una escena de máxima tensión y simbolismo para la religión católica: el nacimiento de la deidad en medio de una persecución por parte de los poderes terrenales de la época que querían impedir su alumbramiento. En sí misma, no es más que la versión de una versión de un comentario recogido de una narración que suele adornar los relatos religiosos o trascendentes de la imaginación humana en cualquier cultura.  De hecho, existen antecedentes de relatos semejantes anteriores a la tradición cristiana, como el de Seleuco I, general de Alejandro Magno, sátrapa que reinó en Babilonia y Siria y ofrendó oro, incienso y mirra al dios Apolo en su santuario de Dídima, en el 288 a C.

La versión cristiana no se consolida en la iconografía religiosa hasta los siglos III y IV  d C., cuando se establece que sean tres los reyes, uno por regalo, y, en tiempos de San Apolinar el Nuevo, se les representa como magos vestidos al estilo persa. Gracias a esta evolución del relato a lo largo de la Edad Media, una leyenda imprecisa y poco verosímil se transforma en un rito mágico de enorme fuerza emocional que sirve para subyugar a los niños de todos los tiempos. Así se instaura una tradición, como la de la Cabalgata de  los Reyes Magos de Oriente, con aportaciones sucesivas de significantes y símbolos que la adecúan a las conveniencias sociales, culturales, económicas o religiosas de cada época, a pesar de que ni fueron tres, ni eran reyes, ni mucho menos magos.

Es lo que tienen las tradiciones: no se les puede pedir rigor histórico ni fidelidad al origen del que germinan. Con el paso del tiempo, las convenciones sociales acaban puliéndolas en función de intereses diversos, sean estos mercantiles o proselitistas. Y este caso no escapa a la norma. La tradición de los Reyes Magos, que en España comenzó a celebrarse desde mediados del siglo XIX en Alcoy (y de ahí al resto del mundo hispano),se utiliza para engatusar a la más inocente de las criaturas, el cachorro humano, con la finalidad de acostumbrarlo a la obediencia a los progenitores (debe portarse bien si desea recibir regalos) y, simultáneamente, inocularle un sentimiento religioso que actúa de contexto (los reyes aparecieron para adorar al niño Jesús). En otras latitudes son otros los personajes que desempeñan esta función, como Papá Noel o San Nicolás en el mundo anglosajón, la bruja Befana en Italia, etc.

Objetivos de autoridad y adoctrinamiento que se valen de ese componente mágico, un cierto misterio metafísico, que impregna el relato con el atractivo de la ilusión y la fantasía que tanto entusiasma a las mentes sencillas y vulnerables, como la de los niños y la de aquellos predispuestos a creer en dioses y seres sobrenaturales. Nada singular, por otra parte, en la historia de la humanidad, que siempre recurre a la superstición cuando la razón es incapaz de acceder al conocimiento.

No es de extrañar, por tanto, que tanto el mercado como la iglesia -el orden es indiferente- mantengan intacta e intocable una tradición tan provechosa para los fines lucrativos y proselitistas de uno y otra. Todos ellos aluden a la “ilusión” que despierta en los niños como excusa para no desmontar el tinglado y seguir ocultando la verdad a quienes más tarde, cuando ya sus mentes racionales tienden a sospechar, la verdad del engaño. Y aunque pocos son los traumas, muchas son las frustraciones que genera en los niños saber que han sido víctimas de una monumental trola que ha condicionado sus infancias y hasta sus formas de comportarse. Los réditos más sustanciosos de semejante falsa los reciben el mercado y la iglesia, que cada año engordan sus cuentas de resultados crematísticos y espirituales, valiéndose únicamente como argumento de autoridad de la tradición. Una tradición sustentada en una leyenda incierta y fantaseada.

Lo más grave de este “negocio” es que ninguno de sus promotores piensa seriamente en los niños, sino en las ganancias obtenidas año tras año. No entra en sus cálculos que, psicológicamente, esté demostrado que el ejemplo de los Reyes Magos no es el mejor modo de educar en valores y actitudes. Y no lo es porque portarse bien por un premio es enseñarles que sólo lo remunerado es bueno, aunque sea injusto. Y que la obediencia a la autoridad dominante siempre compensará y será gratificada, aunque mienta. A la postre, las risas infantiles de los niños se transforman en muecas de desconfianza e incredulidad al conocer la verdad, a pesar de que, cuando sean adultos, continúen con el engaño colectivo, como manda la tradición, sin importar si los Reyes Magos ni siquiera fueron reyes ni magos, ni acaso tres. Eso es lo de menos.

Actualizado el 10/01/23, a las 6:30 h.