lunes, 9 de enero de 2023

Ni magos ni reyes

Ahora que ya han pasado los delirios consumistas de las fiestas navideñas (triunfo mercantil sobre unas celebraciones supuestamente religiosas) podemos cuestionar, sin acritud ni empalago de polvorones, una de sus fechas más queridas, la de los Reyes Magos de Oriente. Porque una de las trolas más reiteradas, sostenidas y enraizadas en la sociedad es la que cada 6 de enero se representa en todo el mundo convirtiéndolos en autores de los regalos que se entregan a los niños que se portan bien. Se trata de una tradición que pretende sustentarse en un discutible pasaje de la Biblia, del Evangelio de San Mateo, que alude a unos personajes que, guiados por una estrella en el cielo, se acercaron al pesebre de Belén donde había nacido Jesús de Nazaret, para adorarle y honrarle con oro incienso y mirra, ya que lo consideraban el rey de los judíos.

En ninguna parte del texto bíblico se menciona que eran reyes ni que fueran tres, ni siquiera cuáles eran sus nombres. Además, como no se extrae de un documento histórico verificado, la leyenda, bastante imprecisa, sólo se limita a subrayar la presencia de estas figuras secundarias en una escena de máxima tensión y simbolismo para la religión católica: el nacimiento de la deidad en medio de una persecución por parte de los poderes terrenales de la época que querían impedir su alumbramiento. En sí misma, no es más que la versión de una versión de un comentario recogido de una narración que suele adornar los relatos religiosos o trascendentes de la imaginación humana en cualquier cultura.  De hecho, existen antecedentes de relatos semejantes anteriores a la tradición cristiana, como el de Seleuco I, general de Alejandro Magno, sátrapa que reinó en Babilonia y Siria y ofrendó oro, incienso y mirra al dios Apolo en su santuario de Dídima, en el 288 a C.

La versión cristiana no se consolida en la iconografía religiosa hasta los siglos III y IV  d C., cuando se establece que sean tres los reyes, uno por regalo, y, en tiempos de San Apolinar el Nuevo, se les representa como magos vestidos al estilo persa. Gracias a esta evolución del relato a lo largo de la Edad Media, una leyenda imprecisa y poco verosímil se transforma en un rito mágico de enorme fuerza emocional que sirve para subyugar a los niños de todos los tiempos. Así se instaura una tradición, como la de la Cabalgata de  los Reyes Magos de Oriente, con aportaciones sucesivas de significantes y símbolos que la adecúan a las conveniencias sociales, culturales, económicas o religiosas de cada época, a pesar de que ni fueron tres, ni eran reyes, ni mucho menos magos.

Es lo que tienen las tradiciones: no se les puede pedir rigor histórico ni fidelidad al origen del que germinan. Con el paso del tiempo, las convenciones sociales acaban puliéndolas en función de intereses diversos, sean estos mercantiles o proselitistas. Y este caso no escapa a la norma. La tradición de los Reyes Magos, que en España comenzó a celebrarse desde mediados del siglo XIX en Alcoy (y de ahí al resto del mundo hispano),se utiliza para engatusar a la más inocente de las criaturas, el cachorro humano, con la finalidad de acostumbrarlo a la obediencia a los progenitores (debe portarse bien si desea recibir regalos) y, simultáneamente, inocularle un sentimiento religioso que actúa de contexto (los reyes aparecieron para adorar al niño Jesús). En otras latitudes son otros los personajes que desempeñan esta función, como Papá Noel o San Nicolás en el mundo anglosajón, la bruja Befana en Italia, etc.

Objetivos de autoridad y adoctrinamiento que se valen de ese componente mágico, un cierto misterio metafísico, que impregna el relato con el atractivo de la ilusión y la fantasía que tanto entusiasma a las mentes sencillas y vulnerables, como la de los niños y la de aquellos predispuestos a creer en dioses y seres sobrenaturales. Nada singular, por otra parte, en la historia de la humanidad, que siempre recurre a la superstición cuando la razón es incapaz de acceder al conocimiento.

No es de extrañar, por tanto, que tanto el mercado como la iglesia -el orden es indiferente- mantengan intacta e intocable una tradición tan provechosa para los fines lucrativos y proselitistas de uno y otra. Todos ellos aluden a la “ilusión” que despierta en los niños como excusa para no desmontar el tinglado y seguir ocultando la verdad a quienes más tarde, cuando ya sus mentes racionales tienden a sospechar, la verdad del engaño. Y aunque pocos son los traumas, muchas son las frustraciones que genera en los niños saber que han sido víctimas de una monumental trola que ha condicionado sus infancias y hasta sus formas de comportarse. Los réditos más sustanciosos de semejante falsa los reciben el mercado y la iglesia, que cada año engordan sus cuentas de resultados crematísticos y espirituales, valiéndose únicamente como argumento de autoridad de la tradición. Una tradición sustentada en una leyenda incierta y fantaseada.

Lo más grave de este “negocio” es que ninguno de sus promotores piensa seriamente en los niños, sino en las ganancias obtenidas año tras año. No entra en sus cálculos que, psicológicamente, esté demostrado que el ejemplo de los Reyes Magos no es el mejor modo de educar en valores y actitudes. Y no lo es porque portarse bien por un premio es enseñarles que sólo lo remunerado es bueno, aunque sea injusto. Y que la obediencia a la autoridad dominante siempre compensará y será gratificada, aunque mienta. A la postre, las risas infantiles de los niños se transforman en muecas de desconfianza e incredulidad al conocer la verdad, a pesar de que, cuando sean adultos, continúen con el engaño colectivo, como manda la tradición, sin importar si los Reyes Magos ni siquiera fueron reyes ni magos, ni acaso tres. Eso es lo de menos.

Actualizado el 10/01/23, a las 6:30 h.      

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