Lo cierto es que esa imagen del amigo de mi adolescencia, después de más de cincuenta años sin verlo, se mantiene nítida en mi memoria. Y se conserva así, congelada en el tiempo, porque desde entonces no hemos tenido ningún contacto ni apenas sabido nada el uno del otro. Como si fuera un fotograma no contaminado por los años ni los cambios en la persona. A buen seguro, ni su rostro ni su pensamiento o comportamiento sean los mismos de los que retengo en la memoria. Será algo recíproco porque ni yo mismo soy el mismo. Aunque, tal vez, puedan delatarnos ciertas expresiones, gestos o viejas aficiones atemperadas por la incredulidad que el tiempo acumula sobre ellas, como el óxido en los metales.
Pero, de pronto, se desentierran momentos que ni siquiera sospechábamos recordar, cuando casualmente hallamos rastros materiales que testimonian aquella antigua amistad, como el dibujo que acompaña estas líneas. Fue un regalo de ese amigo que certificaba, en un remoto 1980, además de la amistad temprana que nos unía, el camino que estaba decidido emprender por el mundo del arte y la pintura. Y, al cabo de cinco décadas, en ambas cosas ha sido fiel a sus anhelos y sentimientos. Porque sigue siendo mi amigo y se ha convertido en un gran pintor de enorme prestigio. A pesar de que llevemos más de cincuenta años sin vernos. Y aunque hace poco nos hemos encontrado gracias a internet, yo lo sigo recordando como entonces, como mi amigo de San Jerónimo.
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