martes, 19 de agosto de 2025

España no se rompe, se quema

Las llamas vuelven a ser  las protagonistas del verano en España. Fuegos que arrasan, dejando carbonizado todo donde haya algo que pueda arder con facilidad, montes, descampados, viviendas, matorrales, vehículos  y bosques repartidos a lo largo y ancho del país, desde la húmeda y fría Galicia hasta la seca y asfixiante Andalucía, sin dejar de lado a Murcia, Aragón, Asturias, Extremadura y Valencia. España arde por los cuatro costados, literalmente.

¿Qué es lo que pasa? ¿Acaso hace más calor que otros años? Es verdad que los episodios de calor extremo, como los que estamos padeciendo denominados olas de calor, son cada vez de mayor magnitud y duración, y están vinculados al cambio climático que algunos, como los antivacunas, se niegan aceptar. Tales negacionistas son, simplemente, ignaros que discuten a la ciencia sus descubrimientos por meros prejuicios ideológicos. No obstante, únicamente el calor, sea extremo o no, no explica por sí solo el número y la virulencia de los incendios forestales que se registran este verano. Aunque vengan favorecidos por el viento y la baja humedad del aire, por esa famosa regla del 30: la coincidencia de temperaturas superiores a 30 grados, vientos de más de 30 km/h y una humedad inferior al 30 por ciento. Ni por esas.

Existen, por tanto, otras causas, diversas y complejas, que facilitan la aparición y el avance de las llamas por nuestra geografía. Algunas de ellas son naturales, las menos. Otras son negligencias, la mayoría. Y las demás, actos deliberados de quemar el monte. Pero  todas ellas debieran ser combatidas si se quiere realmente evitar unos incendios tan graves y letales. A todas luces, el resultado es que se hace poco. Y se hace mal. Por eso, España se quema. Otro eslogan para la ultraderecha, siempre tan catastrofista, a añadir al de España se rompe. Aunque en realidad España no se rompe, se quema, lo que es más preocupante por el peligro que corren las personas.

La actual oleada de incendios ha calcinado ya más de 130.000 hectáreas y ha causado cuatro muertos por quemaduras y un número indeterminado de heridos. Además, hay que sumar las incalculables pérdidas ambientales y materiales, por la masa vegetal y animal (ovejas, perros, liebres, jabalíes, zorros, aves, insectos, etc.) aniquilada y por las viviendas, negocios y propiedades particulares convertidos en cenizas. A todo ello hay que añadir las pérdidas que afectan al patrimonio cultural, como el incendio que ha arrasado las minas romanas de Las Médulas, en León. Según el Sistema de Información Europeo de Incendios Forestales (EFFIS), la superficie quemada, en lo que llevamos de año, asciende a cerca de 350.00 hectáreas, un 0,7 por ciento de la superficie total del país. Es el peor año de incendios del siglo XXI. Toda una catástrofe que podría haberse evitado o, cuando menos, controlado. Pero no ha sido así, desgraciadamente. Para el profesor Resco de Dios, profesor de incendios forestales y cambio global de la Universidad de Lérida, “estamos viviendo la crónica de una catástrofe anunciada”.

El incendio de Zamora es el peor de la historia de España, y el de Orense, el mayor de la historia de Galicia. Sus cifras son devastadoras, en las que los perjudicados se van a contar por miles. Ya habrá tiempo de hacer balance de daños y perjuicios. Y de lamentarse por las vidas humanas sacrificadas en esta oleada de incendios descontrolados que, afortunadamente, nos ha pillado con los pantanos más o menos llenos. Porque hubiera sido mucho peor si la situación nos coge en plena sequía y con las reservas en mínimos, como el año pasado.

Y esa es otra: no queremos asumir que España sufre tal carencia hídrica que debiera obligarnos a hacer un uso más racional del agua, cosa que no hacemos. Por el contrario, la malgastamos como si sobrara, lo que agudiza y cronifica el problema de los incendios. Además, enterramos cultivos en hormigón para urbanizar campos y talamos árboles para levantar hoteles, piscinas y campos de golf. Es decir, huimos del mundo rural buscando prosperar en el urbano. Así, dejamos campos secos y bosques abandonados en una España vaciada que arde a la primera chispa. Una variante demográfica y de usos agrícolas y ganaderos que también guarda relación con los incendios que nos asolan. Algo a tener en cuenta en la búsqueda rigurosa de soluciones.

Entre las circunstancias externas que desatan un incendio –sequedad, vientos, calor-, solo un porcentaje muy pequeño es achacable a causas naturales (rayos, combustión espontánea y otros fenómenos). La mayoría de los incendios forestales obedece a involuntarias conductas negligentes (quema de rastrojos, fogatas, colillas, chispas producidas por maquinaria, cortocircuitos eléctricos, cristales rotos, etc.). Y otros son provocados intencionadamente por cuestiones económicas, especulativas o emocionales (desde transformar bosques en terrenos de cultivo, aprovechamiento de recursos forestales como la madera, buscar un empleo que sin fuego no se encontraría y hasta venganzas personales u otros motivos imprevisibles).  

Pero la causa más relevante de los incendios es la desinversión de las administraciones públicas en la prevención y extinción durante la última década. De hecho, la inversión ha caído a la mitad desde 2009, dejando sin recursos a la contratación de agentes y técnicos forestales durante todo el año (solo se contratan en verano), la realización de campañas invernales de limpieza del sotobosque, el control de la quema de rastrojos, la implementación de campañas masivas de concienciación ciudadana  y, en definitiva, el desarrollo de una política forestal coherente y eficaz. La responsabilidad recae en todas las administraciones, aunque las competencias sean de las Comunidades Autónomas. Y he ahí otro obstáculo que impide el abordaje resolutivo del problema de los incendios forestales; la confrontación entre administraciones o, lo que es igual, la confrontación política.

Al parecer, es más rentable electoralmente aprovechar cualquier problema para desprestigiar y culpabilizar al adversario (persona o administración) que contribuir honestamente en su resolución, incluso existiendo peligro para el ser humano y su actividad productiva. Es tal la confrontación que ni las inundaciones por la DANA ni los últimos incendios hacen posible que se pongan de acuerdo las administraciones dirigidas por partidos enfrentados para actuar coordinadamente en evitar el desastre. No es posible cooperar con lealtad institucional. Así, las ayudas, si se libran, llegan tarde o son insuficientes. Pero emergen de inmediato, en cambio, los reproches, los insultos y las descalificaciones. Y las mentiras, los bulos y la desinformación con los que cada parte justifica su irresponsabilidad.

De este modo, se  protagoniza un espectáculo bochornoso, en el que, mientras algunos presidentes de autonomías afectadas por los incendios no interrumpen sus vacaciones para ponerse al frente en la dirección de la crisis,  otros aprovechan para cuestionar un cambio climático con el argumento de que todos los veranos hace calor, tratando, así, de minusvalorar que el incremento de 1,5 grados en la temperatura del planeta es la causa de olas de calor más altas y duraderas y de temporales violentos, como los que han asolado nuestro país. Y en vez de tomarse en serio las advertencias de los científicos y de actuar para prever las consecuencias del cambio climático, estos irresponsables se ufanan en ahorrar inversiones poco rentables electoralmente y utilizar los problemas como munición política y partidaria, echándose la culpa unos a otros.

Unas irresponsabilidad que mueve a aquellos que se autocalifican de “constitucionalistas” sean los primeros de ignorar la Constitución y el diseño autonómico del Estado, en que el sistema de distribución de competencias está contemplado, como recuerda el catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo, en el “bloque de la constitucionalidad”, integrado por la Constitución y los respectivos Estatutos de Autonomía en todos los territorios del Estado.

Ignoran que las comunidades autónomas disponen de unas competencias en la gestión de su territorio  que solo de manera excepcional, debido a una emergencia extraordinaria,  puede hacer que el Gobierno de la Nación y las Cortes Generales las asuman, declarando los Estados de alarma, excepción y sitio. Pero, para ello, sería necesario que el presidente de la Comunidad Autónoma lo solicite expresamente, cosa que ninguna ha hecho, dedicándose, en cambio, a echar culpas a diestro y siniestro. Y lo que es peor, parecen renegar del Estado Autonómico cuando exigen al Gobierno la asunción de responsabilidades que les corresponden y la centralización de unos recursos e inversiones que son de su exclusiva competencia.

Son las comunidades autónomas, asumiendo honestamente sus competencias, las que deben invertir en prevención de incendios, reforestación, conservación de la biodiversidad, lucha contra plagas, gestión del uso público de los montes e investigación en gestión forestal. Porque son ellas, con la financiación autonómica que reciben del Estado más los impuestos propios, las que han de administrar sus presupuestos para atender las necesidades de su territorio, entre ellas, unas políticas de prevención y extinción de unos incendios cada vez más voraces que han dejado de ser excepcionales, auténticas olas de fuego que se suceden cada vez a intervalos más cortos.

Hay que ser conscientes de que tenemos un tesoro. Nuestro país es la segunda potencia forestal de la UE. Si queremos conservar nuestra masa vegetal en tan digna posición, sería necesario que nuestros políticos se tomasen en serio evitar que las llamas destruyan cada año, por negligencia e incapacidad política, un tesoro natural del que deberíamos sentirnos orgullosos por disfrutar de tal privilegio de la naturaleza. Pero como sigamos así, no será difícil que España acabe siendo un país desértico, desde Tabernas hasta la cornisa cantábrica. Y al paso que vamos, ese chamuscado porvenir, desgraciadamente, no tardará mucho en llegar.    

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