miércoles, 29 de marzo de 2023

Beneficios indecentes

Que los poderosos arrancan beneficios a los momentos de crisis –representan una oportunidad, según ellos-, es algo que en este sistema capitalista en el que vivimos nadie discute, salvo cuando esos beneficios son escandalosos –caídos del cielo- y se consiguen empobreciendo aun más a los humildes y desfavorecidos, que son los que soportan en verdad todas las crisis, tanto financieras como sanitarias, bélicas, económicas, energéticas y las que sean. Algo así es lo que sucede actualmente en diversos sectores de la economía española. Los muy ricos están sacando tajada del cúmulo de crisis que nos golpea sin cesar.

No hay más que ver el panorama. Los bancos (LaCaixa, Santander, BBVA, entre otros) obtienen pingües ganancias en la actual coyuntura, con las que reparten suculentos dividendos entre los inversionistas, mientras niegan facilidades a los atrapados en deudas e hipotecas cuyo interés no para de comerse la nómina de cualquier trabajador. Las compañías petroleras, pobrecitas ellas, tan quejicas cuando el gobierno les obligó adelantar la rebaja de veinte céntimos por litro de gasolina a los consumidores con la subvención al combustible, están haciendo su agosto, pues recaudan como nunca en plena escalada de precios del petróleo. Así lo reflejan los balances de Repsol, Cepsa, CHL y demás petroleras, que tampoco reparten tales beneficios –también caídos del cielo- con sus clientes, abaratando el producto de los surtidores. Todo les parece poco.

Incluso Inditex, la mayor empresa textil española, propiedad de Amancio Ortega, ha cerrado la temporada 2022-23 con beneficios récord de miles de millones de euros (4.130), que sirven para aumentar la retribución de sus accionistas en un 29 por ciento, y la de su fundador y máximo accionista, que se embolsará más de 2.200 millones de euros en dividendos. Sin embargo, semanas antes la compañía se negaba a nivelar los salarios de las trabajadoras de tiendas con las de sus compañeras de logística, fábricas y centrales, lo que suponía un incremento en incentivos de poco más de 65 euros al mes. Tras huelgas y cierres de tiendas, la empresa  finalmente aceptó -calderilla para sus ganancias- ese plus en las nóminas de sus empleados. Eso sí, repartido entre varios ejercicios, no vaya a ser que el agujero que provoque en la cuenta de resultados aboque la quiebra.

Y como estos, se podría hacer una larga lista de ejemplos sobre la sensibilidad empresarial a la hora de arrimar el hombro en períodos en los que siempre se hunden los mismos, aquellos que hacen rentables los negocios a costa de apretarse todavía más el cinturón y pasarlas canutas. Sin embargo, los que no se hunden, sino que flotan y engordan todavía más sus ganancias, son los poderosos e inmensamente ricos, los que patronean y controlan sectores imprescindibles para la población en su conjunto y la economía nacional. La lista sería interminable y vergonzosa, si no diera asco.

Pero todavía hay ejemplos aún más hirientes. Porque afectan a las cosas del comer, con las que no se juega ni debería especularse. Tal es el caso de Mercadona, esa cadena de supermercados propiedad del valenciano Juan Roig. Es el colmo del enriquecimiento gracias al hambre o apuros a la hora de adquirir alimentos de los clientes, cosa que también practican Carrefour, Día, Hipercor y otras grandes superficies, cuyos balances han sido espectaculares.

El lenguaraz y cínico empresario valenciano, cuando tuvo a bien  presentar los beneficios del último año, reconoció textualmente: “hemos  subido una burrada los precios, pero (había) que hacer sostenible la cadena de montaje”. Asegura el ínclito patrón, a modo de excusa, que los precios en sus supermercados se han incrementado sólo en un 10 por ciento, mientras las compras a proveedores lo hicieron un 12 por ciento. De esta manera, pretende dar a entender que ha hecho un sacrificio en favor de los clientes. Y lo dice como si hubiera perdido dinero. Pero no es así. Sus ganancias (beneficio neto) han sido de más de 700 millones de euros, un 5,6 por ciento mayores que las del ejercicio anterior (680), batiendo un récord de ventas de alrededor los 31.000 millones de euros, un 11,6 por ciento más. Y por si fuera poco, se atreve alardear de aportar a las arcas del Estado, vía impuestos, una cantidad ingente de dinero que exige sea bien utilizado por los políticos.

Al parecer, para muchos de estos pudientes, contribuir al bien común y redistribuir la riqueza nacional es sinónimo de despilfarrar un dinero que ellos ganan con esfuerzo y sudor. Como si fueran los únicos que se esfuerzan y sudan, obviando que cualquier asalariado soporta, proporcionalmente, mayor presión fiscal. La insinuación del señor Roig es, simplemente, una variante, aplicada a sus cuentas, del eterno `mantra´ de los conservadores: la eficiencia de la gestión privada frente al supuesto derroche de la pública. Es decir: Mercadona lo hace bien y el Estado, empero, gasta el dinero en fruslerías, como carreteras, hospitales, escuelas, policías, juzgados, pagar pensiones, subvenciones a parados, ayudas a los vulnerables, becas a los estudiantes, comprar vacunas cuando hay alguna epidemia y un largo etcétera. ¡Qué manera de tirar el dinero!, pensarán Roig y sus conmilitones, pudiendo cada cual costear sus propias necesidades.

O cuando las arcas públicas dejan de recaudar para disminuir unos precios que, en los alimentos, están encareciéndose de manera vertiginosa. Por ello, el Gobierno modificó a la baja, desde enero, el Impuesto del Valor Añadido (IVA) a ciertos productos alimenticios. A los de primera necesidad, como el pan, harina, leche, queso, huevos, frutas, legumbres, cereales, etc., de hecho les aplicó una rebaja hasta el 0%. De poco ha servido, pues según la organización de consumidores Facua, “uno de cada tres productos afectados por esta rebaja del IVA ha subido de precio”. Subidas que se han producido a lo largo de toda la cadena alimentaria (aquella que quería hacer sostenible el dueño de Mercadona), incidiendo mayormente en los canales de distribución. Es lo que explica esas extraordinarias ganancias –como caídas del cielo-, que benefician a las grandes superficies de alimentación. ¿Es eso legal? Si lo fuese, ni es ético ni estético. Sino absolutamente inmoral e indecente.

Porque afectan a una necesidad básica del ser humano: la alimentación. Un sector en el que se está produciendo una estrategia especulativa por adelantarse y compensar un probable tope a los precios de determinados productos básicos que impida tales márgenes de beneficios. Con estas subidas no justificadas ya se ha “amortizado” la rebaja de impuestos (IVA) implementada por el Gobierno, favoreciendo la temible inflación que encarece precisamente lo que más duele a los ciudadanos: la cesta de la compra (un 16,6 por ciento en febrero).

Una inflación alimentada por los beneficios empresariales y no por los sueldos, según datos del Banco Central Europeo, puesto que crecen el doble que los costes laborales. Sin ningún pudor, las empresas están trasladando a los precios el grueso de sus aumentos de costes. Así consiguen unas ganancias extraordinarias sin hacer frente a subidas salariales. De ahí, también, que se nieguen en redondo acordar un pacto de rentas que permita un reparto adecuado de la carga que soportan unos más que otros. Prefieren el máximo beneficio para el capital y las penurias para el trabajo.  

Y todo ello en un contexto de crisis múltiples -energética, económica, financiera (otra vez los bancos), más  las incertidumbres derivadas de la guerra de Ucrania), que devastan cualquier economía doméstica. Ante tal situación, ¿es admisible, como si fuera inevitable, que el sector alimenticio y la cadena de distribución obtengan esos enormes beneficios a costa de las estrecheces y dificultades de una gran parte de la población? ¿Es suficiente que el mercado, sobre todo el alimentario, se regule únicamente por la ley de la oferta y la demanda, como exige el capitalismo más desalmado? ¿O debería  ser intervenido puntualmente, en circunstancias como las actuales, para evitar abusos y avaricias (topar precios, cheques para la compra o tasas a las ganancias extraordinarias). ¿No era función de la política fiscal y económica la redistribución de la riqueza nacional, haciendo que aporten más los que más ganan? ¿No se define constitucionalmente España, aparte de Democrático y de Derecho, como un Estado social? ¿Tiene alguien alguna respuesta, además del señor Roig? Pues eso.

jueves, 23 de marzo de 2023

`Somos polvo de estrellas´

Esta hermosa frase de Carl Sagan, astrónomo y divulgador científico estadounidense,  me vino a la mente cuando leí que habían hallado moléculas de uracilo –uno de los “ladrillos” o cuatro bases nitrogenadas (adenina, guanina, citosina y uracilo) que componen el ARN, el ácido ribonucleico presente en todas las células de los seres vivos y que “copia” el ADN, entre otras funciones, cuando la célula se divide para multiplicarse- en las muestras extraídas de un asteroide por la sonda espacial japonesa Hayabusa 2.

Se trata de un hallazgo sorprendente pero no inesperado, además de un éxito absoluto del ingenio astronáutico de Japón, miembro “reciente” de la industria espacial, que ha sido capaz de enviar, en 2018, una sonda hacia el asteoide Ryugu, situado a millones de kilómetros, “aterrizar” en él para recoger esas muestras y enviarlas a la Tierra en una cápsula que cayó sobre el desierto de Australia en 2020. Y aunque ya se habían encontrado compuestos similares en algunos meteoritos ricos en carbono, de los que existía la duda de si estarían contaminados por el contacto o exposición al ambiente terrestre, esta es la primera vez  que se tienen muestras directas de un asteroide, selladas antes de viajar a la Tierra, que no dejan lugar a la duda: nuestro planeta fue “fecundado” por otros cuerpos celestes con las sustancias orgánicas complejas que favorecieron la aparición y evolución de la vida hace millones de años.

De ahí que la frase de Sagan retumbe en mi cerebro con renovado fulgor, máxime si se recuerda al completo, “Somos polvo de estrellas reflexionando sobre estrellas”, ya que lo que asumimos como una metáfora poética parece convertirse en profecía científica, al preconizar que estamos constituidos por elementos que procedieron de estrellas muertas en el remoto pasado del Universo.

Y es que asteroides como Ryugu, junto a meteoritos o cometas, están formados con el material procedente de la nube molecular que dio origen al Sistema Solar, hace unos 4.500 millones de años. Gracias a ellos, estos elementos orgánicos llegaron a la Tierra y otros planetas a través de impactos meteoríticos en los albores del tiempo. Una sonda similar, la Osiris-Rex, fue lanzada por la NASA en 2016 hacia el asteroide Bennu, otro cuerpo celeste rico en sustancias orgánicas, donde llegó en 2018, para también recoger muestras “in situ”, estando previsto que regrese el próximo septiembre. ¿Confirmará esta sonda los hallazgos de Ryugu y las hipótesis sobre el origen orgánico extraterrestre? Seguramente, sí. Queda poco para saberlo.

Lo que no podrá saberse –todavía-  es si sería condición indispensable para el surgimiento de la vida en la Tierra la aportación de estos elementos orgánicos llegados desde espacio mediante meteoritos, puesto que se desconoce cómo surgió la vida a partir de los elementos “no vivos” que la constituyen. Como fuera, aquellas primeras formas de vida, que aparecieron en el mar, se dotaron del ADN y ARN que les permitiría multiplicarse y evolucionar, gracias a esos “ladrillos” procedentes del espacio. Para secundar esta hipótesis, los científicos japoneses también hallaron más de diez aminoácidos en el suelo del asteroide, como el ácido nicotínico, presente en la vitamina B3, molécula que ayuda a los seres vivos a extraer energía de los nutrientes, crear reservas de grasa y preservar el ADN.

Desde esas primeras células hasta culminar en la vida consciente que reflexiona sobre su origen en las estrellas no hay más que un paso cósmico. Y eso es, justamente, lo que hace extraordinariamente bella a la frase de Carl Sagan y lo que las muestras del asteroide Ryugu parecen confirmar: “Somos polvo de estrellas”.

lunes, 20 de marzo de 2023

Solo llega la primavera

Hoy, astronómicamente hablando, “entra” la primavera, la segunda estación del año y la más deseada por la mayoría de la población. Justo hoy el planeta atraviesa ese punto equinoccial de su órbita que hace que el día y la noche tengan la misma duración en el hemisferio norte. Según el Instituto Geográfico Nacional, ello comenzará exactamente a las 22:24 horas (hora peninsular), dando lugar a una estación que durará 92 días y 18 horas, hasta que finalice el 21 de junio próximo. En síntesis astronómica, aparte del calorcito, las flores y el buen tiempo, es lo que celebramos hoy, la llegada de la primavera.

Pero, desgraciadamente, este año parece que sólo llega lo que astronómicamente hemos descrito, y no la esperanza que suele acompañar a la primavera. Esperanza no solo de un clima agradable, sino de un florecer de expectativas nuevas que ayuden a superar y olvidar los nubarrones del invierno. Porque esos negros tiempos no acaban de ser desplazados por esta primavera soleada, nubarrones cargados con la guerra en Ucrania, tan cerca y vergonzosa, con la carestía desorbitada de la vida, de la que se forran los desaprensivos de siempre, con la enésima crisis económica, si es que la anterior se había resuelto, otra vez causada por bancos insolventes, y con los más inquietos presagios para nuestra democracia y convivencia pacífica y tolerante, debido a la inestabilidad política, al sectarismo partidista y a la incapacidad de erradicar de la plaza pública el griterío y las invitaciones al odio por uno y otro lado.

No, la primavera que hoy inauguramos solo nos anuncia luz y calor, pero no la esperanza de calma y sosiego a nuestras vidas. Es una primavera que, además de alergias y picaduras, nos deja la piel erizada por la desilusión y los temores de que los nubarrones continúen cubriendo el horizonte de nuestro futuro. Esta primavera no me hace feliz, precisamente.   

lunes, 13 de marzo de 2023

El lenguaje nos hace humanos*

Si hay algo que caracteriza al ser humano y lo distingue de todas las demás especies animales es el lenguaje. Esa capacidad de comunicarse a través de signos para transmitir su pensamiento nos ha hecho humanos, junto a lo que posibilita tal facultad: el raciocinio. La razón y su fruto, el lenguaje, son atributos específicamente del humán. El lenguaje es nuestra humanidad. Tanto, que los humanos son los únicos que hablan. El resto de animales también se comunican con gruñidos, gestos, danzas, vibraciones, olores o señales químicas –feromonas-, pero son incapaces de elaborar un lenguaje basado en un sistema de signos o símbolos.

Sólo el hombre, gracias a su inteligencia, ha logrado desarrollar una forma especial y exclusiva de comunicarse con sus congéneres de manera eficaz y precisa mediante el lenguaje, un sistema estructural de signos y señales sonoras (fonemas), que sirven para  elaborar un rico léxico y una gramática recursiva. No hace uso de onomatopeyas para designar sus estados anímicos, sus necesidades o las cosas de la naturaleza, sino de un complejo sistema  con el que, de forma derivada, articula palabras que reúnen el doble rasgo del significante y del significado, lo que confiere al lenguaje, a todas las lenguas (porque todas las sociedades humanas poseen lenguas para comunicarse), versatilidad, flexibilidad y creatividad, como sostiene el pensador español Jesús Mosterín1. De ahí que el lenguaje sea el único modo de transmitir una infinidad de mensajes distintos. Es decir, lo que caracteriza al lenguaje es, según Humboldt, “el uso infinito de medios finitos”.  En ello radica la belleza del lenguaje y la libertad que otorga al hablante: belleza para expresarse libremente, aunque no de manera arbitraria. Porque tiene sus normas, como todo gramático sabe.

Estudiar o interesarse por el lenguaje es profundizar en la naturaleza humana, rastrear aquello que nos eleva sobre el resto de especies animales y sondear los cimientos que sostienen nuestra vida social. No es de extrañar, por tanto, que no sólo lingüistas o filólogos se dediquen al estudio del lenguaje, sino también filósofos, sociólogos, antropólogos, neurólogos o psicólogos. Nacemos “equipados” y predispuestos a hablar de forma natural, sin necesidad de aprender. Según Chomsky, el lenguaje no se aprende sino que se desarrolla, se accede a él con la edad, como la pubertad. Este mismo autor añade, además, que el lenguaje surge para expresar el pensamiento, no sólo para comunicar. Ambos mecanismos –del pensamiento y del lenguaje- parecen estar entrelazados, aunque se ignore cómo funcionan. Lo que sí es claro es que la capacidad lingüística es una excepción evolutiva del ser humano, que ha adaptado nuestro cerebro y el aparato fonador  para el lenguaje. Ya se conoce que la estructura cerebral que controla fundamentalmente el lenguaje se localiza en el área de Broca, cuya lesión impide al paciente articular palabras y hablar, aunque le permite entender lo que oye. Por tanto, la facultad del lenguaje está determinada por los genes e incorporada a nuestra estructura cerebral.

Hallar una teoría general que explique la estructura del lenguaje y el proceso cognitivo que lo posibilita ha sido –y es- el objetivo de los lingüistas y otros científicos, dando lugar a diversas ramas o escuelas lingüísticas, desde el estructuralismo (Sausurre) a la pragmática (Morris, Searle y otros), pasando por la semiótica (Sanders Peirce, Eco, etc.) y la filosofía del lenguaje (Locke, Alston, etc.). Cada rama se centra en un aspecto específico del lenguaje, como el estudio del significado (semántica), del contexto (pragmática), de los signos y símbolos (semiótica) o las reglas que componen una lengua (gramática), entre otras. Toda esta diversidad de teorías o enfoques lingüísticos evidencian la complejidad del lenguaje como materia de estudio. Y es que estudiar el lenguaje es pretender analizar la mente humana. 

De lo que no cabe duda es que el lenguaje es una facultad que la naturaleza ha otorgado al ser humano. Poder decir lo que pensamos, sentimos o queremos es una capacidad común del hombre que no debería diferenciarnos entre nosotros, sino distinguirnos de los animales. Entre otras cosas, porque cada lengua es atributo de la persona, no del grupo social, y reside en el cerebro, no en el territorio. Estas reflexiones, debidas al filósofo Mosterín, puede que no sean del agrado del nacionalismo identitario, dado que resultan más lógicas y demostrables que los distingos artificiales basados en el lenguaje. Esta es una razón más por la que interesarse por el lenguaje: para evitar que sea instrumentalizado con fines políticos ajenos al interés científico.

1: La naturaleza humana, Mosterín, Jesús. Editorial Espasa Calpe. Madrid, 2006.

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* Dedicado a mi hija Hilda, filóloga, con motivo de su cumpleaños.

miércoles, 8 de marzo de 2023

Hoy, Día de la Mujer

Hoy, 8 de marzo, se conmemora el Día Internacional de la Mujer, un día para recordar la lucha por la participación y la igualdad de la mujer en la sociedad que no ha dejado de celebrarse desde que Naciones Unidas decretara 1975 como el Año Internacional de la Mujer e instara a todos los países, de acuerdo con  sus tradiciones y costumbres nacionales, a fijar esta fecha para reivindicar anualmente los Derechos de la Mujer y la Paz internacional.

Ya desde antes, desde al menos mediados del siglo XIX, se organizaban manifestaciones y protestas en algunos países en pro de los derechos de la mujer, cuando no se le reconocía el derecho a votar, a abrir una cuenta bancaria, ni aspirar a una educación universitaria o defenderse de los malos tratos, abusos y violaciones de los que era objeto por estar supeditada secularmente al hombre. Con el fin de la dictadura de Franco, en España comenzaron a proliferar marchas reivindicativas a favor de los derechos de la mujer que poco a poco fueron extendiéndose por todas las ciudades, concienciando a amplias capas de la población.

Se trata, pues, de una jornada de lucha justa y pertinente que no conviene obviar tras la cortina de humo de la festividad y la palabrería de quienes siempre están dispuestos a cubrirse con cualquier bandera con tal de obtener beneficios particulares.

Y es por eso, también, que sea motivo de preocupación la división que existe en nuestro país en el movimiento que fomenta y reivindica la igualdad de derechos de la mujer: el feminismo. Y aunque históricamente siempre ha mostrado tendencias en su seno, como el feminismo liberal y el radical, ello no ha impedido la coincidencia de objetivos y exigencias a la hora de reclamar cambios sociales en pro de la igualdad de la mujer.

Es triste que este año, en España, se presente más dividido y polarizado que nunca, tal vez porque el feminismo es una lucha compleja y continua, en la que tras cada conquista surgen nuevos problemas y conflictos que son difíciles de afrontar y resolver.  En esta ocasión es, fundamentalmente, la ley trans y la abolición de la prostitución lo que separa a las organizaciones feministas y las obliga a convocar dos manifestaciones distintas, sin tener en cuenta el daño que infringen al feminismo como palanca social para conseguir la igualdad en los derechos de la mujer.

Más lamentables aún cuando, según la propia ONU, miles de millones de mujeres todavía no tienen las mismas posibilidades laborales que los hombres, cuando una de cada tres sigue siendo víctima de violencia de género, cuando no del machismo asesino, cuando la brecha salarial las discrimina económicamente, cuando menos del 7 por ciento de los puestos ejecutivos en las grandes empresas son ocupados por mujeres y cuando en las cúspides políticas y económicas apenas hay representación de la mujer. Cuando, en fin, tantas metas quedan por alcanzar.

Es necesario, por tanto, en un Día como hoy, mirar al pasado, no perder de vista el presente y tener claro cuáles son los horizontes de futuro en la lucha por los derechos y la igualdad de la mujer. Porque no es un día cualquiera y su objetivo sigue siendo relevante: “se refiere –en palabras de la ONU- a las mujeres corrientes como artífices de la historia y hunde sus raíces en la lucha plurisecular de la mujer por participar en la sociedad en pie de igualdad con el hombre”. Es decir, que hombres y mujeres sean considerados iguales y disfruten de los mismos derechos civiles, sociales, económicos, políticos y religiosos.  

lunes, 6 de marzo de 2023

La inevitable inteligencia artificial

Oponer resistencia a la Inteligencia Artificial (IA) es una lucha perdida, puesto que ya ha venido y lo ha hecho para quedarse. Y como todos los avances para los que no estamos preparados, pues son disruptivos, causa recelo y dudas. Tantas dudas y recelos que, en mi caso, me ponen en estado de alerta ante el avance imparable de la IA en tareas que, por ignorancia, creía libres de tal tecnología. Y es que no confío en ella. No me fío en absoluto de la IA como tampoco lo hacía, en su día, del microondas, de internet y hasta del teléfono portátil, mal llamado móvil.

Reconozco que temo aquellas tecnologías que me arrollan porque las desconozco y no las domino, a pesar de que supongan avances impresionantes para muchos profesionales en incontables indicaciones o trabajos. Apenas les aprecio utilidad práctica en el ámbito doméstico, en el que, como mucho, las empleamos fundamentalmente para calentar agua o café, curiosear páginas web o intercambiar ”guasaps” por mero entretenimiento. Tengo que admitirlo: soy así de simple y analógico.

Con la IA me sucede lo mismo. De entrada, me cuesta creer que lo que nos venden por IA sea realmente inteligente. A lo sumo, admito que son sofisticados programas de almacenamiento y gestión de datos, algoritmos programados para extraer información entre miles de millones de ejemplos y bases relacionados con la cuestión encomendada. Por ello soy visceralmente reacio a considerar ese artilugio cibernético equivalente a la mente humana. Podrá ser muy útil de ayuda, como una enciclopedia inabarcable, en procesos que requieren datos y tiempo ingentes. Pero reconocerle inteligencia, capaz de construir un pensamiento original (bastaría un simple poema), creo que es adjudicarle una facultad de la que carece, a menos que redefinamos el concepto de inteligencia, esa que nos hace interrogar lo que somos y poner en cuestión lo existente para superar nuestras limitaciones.

Lo de artificial no lo discuto, por obvio. Con todo, admito que se trata de programas sumamente complejos para buscar, seleccionar y comparar datos con los que elaborar una respuesta mecánica a un problema determinado. Pero los considero incapaces de acometer reflexiones para las que no están diseñados, es decir, que no pueden pensar por sí mismos e interrogarse sobre su propia capacidad supuestamente inteligente. No llegan al extremo, tan humano, de elucubrar y emocionarse con hallazgos frutos de su sabiduría o ignorancia. Ese saber que no se sabe nada.

Pero si el calificativo de IA me enerva, más me inquieta aún su aplicación en procesos cotidianos que nos avocan a una dependencia indeseada y que poco a poco acabará embotando capacidades propias que dejamos de practicar. Nos vuelve cómodos y torpes, y lo que es peor, controlables y manipulables. Máquinas cada vez más listas y personas progresivamente inútiles y obedientes. Tanto, que ya nos cuesta aparcar porque el coche lo hace solo y mejor,  y si lo dejamos, conduce por nosotros. También confiamos en que nos guíe con el navegador sin saber dónde estamos. Sibilinamente, para que nos vayamos acostumbrando a esa dependencia, se va extendiendo el hábito de pedir a un asistente electrónico que ponga la música que nos gusta y encienda las luces al llegar a casa. Incluso le hacemos preguntas a un ChatGPT que, muy prudente él, elude respuestas comprometidas por ser políticamente incorrectas: “No soy capaz de tener creencias u opiniones personales.” (OpenAI). Ya hasta le ganan la partida a todo un campeón mundial de ajedrez (Deep blue).

Dentro de poco, porque se está en ello, llegarán a diagnosticarnos en función de los síntomas y datos analíticos que les proporcionemos, sin que ningún médico de “carne y hueso” nos ausculte y mire a los ojos. E irán reemplazando al ser humano en cada vez más actividades y tareas. Llegarán a conocerte mejor de lo que puedas conocerte tú mismo, en virtud del rastro que vamos dejando, a través de móviles, internet, tarjetas bancarias, compras on line, etc., en el enjambre digital. Pronto estaremos, si es que no lo estamos ya, eficazmente clasificados en todo tipo de registros alimentados por una IA que continuamente nos escruta y controla. Lo grave es que le permitimos ingenuamente que lo haga, ignorando que lo enumerado más arriba es, simplemente, lo menos “dañino” que puede causarnos la IA cuando se aplica “sin maldad”.

Porque podría servir, y de hecho sirve, para otros propósitos menos benévolos, como la desinformación, la elaboración de noticias falsas y para la pura y simple manipulación. Ya Iñigo Domínguez, en su artículo “Robots más listos y humanos más tontos” lo expone de forma clara, por lo que me ahorraré el esfuerzo. Añadiré, sin embargo, que la publicidad y la propaganda se elaboran en muchos casos con ayuda de IA para “personalizar” mensajes y “seducir” (iba poner embaucar) a los destinatarios, consiguiendo influir en sus decisiones, no sólo para comprar, sino incluso a la hora de votar. Son sistemas expertos en inundarte de (des)información por todos los soportes y canales comunicativos posibles hasta lograr que renuncies a seleccionar tal avalancha de mensajes, y conseguir que te creas los “empaquetados” según tus gustos y tendencias. Eso es lo alarmante y peligroso de la IA: su uso para objetivos ocultos o espurios.

Y es que la tecnología con IA que se utiliza para reconocimiento facial no sólo sirve para “copiar” rasgos de personas desaparecidas o crear rostros falsos y presentarlos como si estuvieran vivos (Deep fake), sino que puede utilizarse para rastrear, localizar y vigilar a personas de manera automática, violando sus derechos. Gracias a la IA, capaz de aprender simulando los procesos inductivos y deductivos del cerebro humano, se pueden construir armas autónomas –“armas con cerebro”, como las bautiza Javier Sampedro- que decidan su objetivo, pudiendo matar sin intervención humana. O fabricar drones autónomos, no teledirigidos, que destruyan infraestructuras, edificaciones o poblaciones (militares o civiles) con sólo “educarlos y entrenarlos” para tal misión. De hecho, esta tecnología se utiliza ya para fabricar armas, lo que mueve a Antonio Guterres, secretario general de la ONU, a clamar contra su uso: “Las máquinas con el poder y el criterio para matar sin implicación humana son políticamente inaceptables y moralmente repugnantes, y la ley internacional debe prohibirlas”.  

No se trata, pues, de ser catastrofista, sino de ser cauteloso y tener presente los riesgos que supone el “mal uso” de la IA, puesto que las consideraciones éticas, morales, culturales y emocionales escapan de los millones de big data con que estas máquinas elaboran sus respuestas y articulan sus conclusiones.   

Y ya que está entre nosotros, deberíamos de estar pendientes de que la IA sea utilizada respetando siempre unos límites que impidan que se vuelva en contra nuestra. Máxime cuando esta tecnología es susceptible de un uso malicioso e interesado, opuesto al bien general. De lo contrario, servirá para ahondar desigualdades y generar división, abusos, discriminación y manipulación. Un peligro del que nos vienen advirtiendo cada vez más pensadores y líderes sociales (Stephen Hawking, Éric Sadin, José Antonio Marina, Yuval Noah Harari, Víctor Gómez Pin  y hasta ¡Elon Musk!, entre otros) cuando resaltan la ya innegable soberanía electrónica en la actividad económica, pero también, en gran medida, en la del ocio, las comunicaciones y la información.

Y es que, por muy bien diseñadas y entrenadas que estén estas máquinas, si su “inteligencia” se limita a seguir instrucciones de un programa y no se rige con criterios éticos o morales, poca inteligencia demostrarán poseer, aunque sean capaces de resolver y responder cuestiones  sumamente complejas. Lo que no me deja más tranquilo.

domingo, 5 de marzo de 2023

Museo de la Imprenta*

Uno de los hitos más trascendentes en el progreso de la Humanidad se produjo en 1450, cuando Johan Gutenberg (1399-1468) inventó la imprenta, la máquina que permitiría reproducir textos escritos en mayor cantidad e indudable calidad. Se pasaba, así, de los códices o textos manuscritos por escribanos a libros que podían reproducirse con rapidez y en número indeterminado. El saber, por tanto, ya no quedaría restringido a reyes y cardenales, sino que pasaba a ser accesible a cualquier persona que supiera leer y pudiera permitírselo.

Uno de los museos que pueden visitarse en Madrid, aparte de los del Prado, Reina Sofía o Thyssen, es el de la Imprenta Municipal-Artes del Libro. En él, sin las aglomeraciones que caracterizan al resto de espacios museísticos, se puede contemplar  la historia de la imprenta, desde su invención hasta hoy, a través de las diversas máquinas impresoras y otras piezas de artes gráficas que allí se exhiben al visitante.

Un edificio de estilo regionalista, sede de la antigua imprenta municipal, situado muy cerca de la Plaza Mayor, alberga este museo atípico, inaugurado en 2011, que atrae, no a masas de turistas aborregados, sino a los amantes del libro, la escritura y de lo que materializa todo ello, la imprenta. Se trata de un espacio diáfano y no muy grande, pero tampoco excesivamente pequeño, que acoge una buena muestra de elementos de las artes gráficas que han jalonado la evolución de la imprenta y de la encuadernación artística y artesanal de libros a lo largo de siglos.

Desde la Biblia de 42 líneas, la primera obra impresa de Gutenberg, hasta el último panfleto propagandístico que te echan al buzón, todos ellos han sido posible gracias a ese ingenio mecánico para imprimir que democratizó y extendió el soporte escrito, la mejor manera de transmitir el conocimiento, a toda la población en todas partes del mundo. Una universalización de lo escrito debido a que la imprenta, tras ser inventada en Alemania, pronto se extendió a Italia y luego España, que la llevó al Nuevo Mundo.

Pero hablar de la imprenta es referirse también al papel (creado en China en el siglo II a C. y traído a España en el siglo X por los árabes), el principal elemento sobre el que actúa una imprenta. Y a la forma definitiva en que se agrupaban los textos impresos de muchas páginas: el libro. La encuadernación de un libro, al principio artesanal y laboriosa, suponía en sí misma una auténtica labor artística que requería de orfebres y grabadores. Posteriormente, se emplearon medios industriales que simplificaron y abarataron la producción y encuadernación de libros, convirtiéndolos en objetos asequibles. Toda ese conjunto de tareas para la impresión y encuadernación es lo que hoy se denomina artes gráficas, y cuya evolución se puede conocer en el Museo de la Imprenta  Municipal y Artes del Libro, de Madrid. Una visita muy recomendable, tranquila y enriquecedora. No se la pierdan.

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* A mi hijo Dani, impresor, con motivo de su cumpleaños.