martes, 16 de abril de 2024

Feria clasista

Esta semana se celebra en Sevilla su celebérrima Feria de Abril, la fiesta primaveral por excelencia de una ciudad fiel a sus costumbres y celosa de su arraigada personalidad. Tanto que ni en el real de la Feria, ese espacio efímero de jolgorio en casetas de lona engalanadas con farolillos y calles por las que circulan coches de caballos, jinetes, flamencas y toda clase de personajes, olvida sus esencias. Y su esencia es una clara distinción de clases sociales que, entre bailes por sevillanas y brindis con manzanilla o rebujito, no hacen más que representar o aparentar su estamento en un ambiente de falsa y feliz convivencia.

Ya desde sus orígenes, a mediados del siglo XIX, como feria mercantil agrícola y ganadera, los sevillanos aprovecharon el certamen comercial para disfrutar de unos días de bailes y cantes, hasta el punto de que los comerciantes tuvieron que solicitar al ayuntamiento un mayor control policial porque tenían dificultades para realizar sus tratos. En aquellos tiempos, las faldas largas y los mantones, como se vestían las cigarreras, era la indumentaria habitual de las mujeres, de la que deriva el actual traje de flamenca. Para unas era su vestido diario, y para otras, un traje confeccionado para engalanarse y exhibirse, como fijó en un óleo el pintor costumbrista Gonzalo Bilbao.

Y es que, una vez instituida oficialmente la fiesta, precisamente a instancias de dos concejales, de origen vasco y catalán, respectivamente, pronto comenzó la Feria a atraer primero la curiosidad, luego la visita y finalmente la participación de los habitantes de la ciudad y de gentes de todo el país y hasta del extranjero. Se convirtió, así, en el espacio propicio para que todo el mundo intentara parecer lo que le gustaría ser pero que no era, representar el personaje o la capacidad que anhela, al menos, durante los días de feria, y mezclarse en falsa convivencia en una festiva farándula de apariencias.

Porque eso es la Feria. Salir aunque no se pueda y mezclarse con quienes el resto del año marcan claras distinciones. Todos intentan ser cordiales, generosos y alegres, aunque con diferencias. Los menos pudientes se conforman con pasear y dejarse ver deambulando hacia ningún sitio por esa ciudad efímera de luces, música y saludos, mientras los privilegiados se reúnen en sus casetas privadas, cerradas para los demás, compartiendo palmas, gambas y vinos con los de su clase. Unos acuden a pie o en bus, y otros en taxis o coches de caballos. Pero todos se cruzan por el real como si fueran vecinos de una misma comunidad, ocultando cada cual sus pequeñas miserias y mostrando la máscara de su representación en ese escenario apretujado de la feria, como diría Paco Robles.

Es, también, lugar de relaciones fortuitas o acordadas. De sonoros y efusivos abrazos, grandes sonrisas y generosas invitaciones a “tómate una copa” en la trastienda de la caseta, donde se ubica el ambigú que no para de despachar vinos, cervezas y platos de gambas o “pescaíto” frito. Pero solo una vez porque la generosidad ha de ser correspondida. Los que no pueden permitírselo, miran y pasean. Y hasta es posible que conozcan a alguien que les permita acceder a una caseta y afrontar de su bolsillo lo que allí consuman, mientras los niños bailan y los padres observan el teatro del que participan, a ser posible, con traje y corbata, y la parienta,  de flamenca. Porque el disfraz es imprescindible. Si no, la imagen que se ofrece es la de un extraño o excluido de la fiesta, seguramente un gorrón.

Y ese es el peor estigma con el que podrían señalarte. Algo así como un apestado. Por eso, si deseas participar y disfrutar de la Feria de Sevilla, ciudad clasista donde las haya, lo mejor es aparentar, gastar tus ahorros y batir las palmas. Hacer como si fueras uno más de los que desde el real se van a los toros a fumarse un puro antes de regresar a la caseta para pasar la noche de fiesta.  Y así, día tras día. ¡Olé!   

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