viernes, 5 de abril de 2024

La “concordia” del agresor

En España todavía no hemos resuelto civilizada, democrática y éticamente la profunda herida y división que supuso para la población, la de entonces y hasta la de hoy, la Guerra Civil y la posterior dictadura que promovieron los agresores fascistas que se rebelaron contra el gobierno de la Segunda República. Ni siquiera, a estas alturas de la historia, hemos sido capaces de condenar sin ambages un levantamiento militar cruento y despiadado, un auténtico golpe de Estado, contra la legalidad de un Estado democrático, como era el de aquel gobierno republicano que luchaba contra imposiciones religiosas, económicas y sociales que privilegiaban a los poderosos y contra las disensiones internas de partidos enfrentados con visiones diferentes.

Décadas de férrea represión militar a los derrotados -militares y civiles-, mediante ajusticiamientos de los considerados traidores por defender la legalidad y con purgas, inhabilitaciones profesionales e incautaciones de bienes al resto de los que no se adhirieron al violento e indigno bando nacional, han incrustado en los supervivientes y sus descendientes una involuntaria actitud defensiva que ha interiorizado incluso el lenguaje de los vencedores, cuyos “valores” continúan condicionando el presente después de cerca de un siglo de aquella tragedia. Esa actitud contemporizadora de los vencidos y el rencor cainita de los herederos y simpatizantes de los vencedores es lo que explica que, hoy en día, subsistan fuertes reservas y hasta rechazo para afrontar sin dogmatismo unos hechos que se deberán asumir y condenar para que puedan ser superados en una auténtica reconciliación del pasado.

Pero todavía, hoy, hay quienes justifican y banalizan aquella guerra fratricida, añoran el autoritario régimen opresor que homogeneizó durante cuarenta años la sociedad con el molde retrógrado, carente de libertades y derechos, que impuso el dictador. Todavía hay quienes continúan negando el reconocimiento a las víctimas de tan oscura y sangrienta época, postergando cuanto pueden  no solo el reconocimiento de la dignidad y la memoria que merecen como inocentes sino también la recuperación de los restos, esparcidos en fosas anónimas, de los muertos y desaparecidos en la guerra y durante la larga noche de la posguerra para que sean enterrados por unos familiares que no cejan en buscarlos.

Es más, aun hay quienes pretenden que no figure en el libro de la historia la negra página de un período que nuestro país sólo pudo pasar tras el fallecimiento natural, en su cama del Palacio del Pardo, del dictador, lo que posibilitó la restauración de la democracia que ahora disfrutamos, la misma que se arrebató por las armas a la República. Una democracia que, con sus bondades para todos –como no puede ser de otra forma-, ampara la libertad de los que la combaten e intentan amordazarla para que se olvide un pasado que la explica y cuyo recuerdo obliga a valorarla y preservarla para evitar que ningún enfrentamiento violento vuelva a repetirse en España.

Esta democracia que se tardó en conseguir -la última de Europa- y que reconoce la pluralidad y diversidad de la sociedad española, es la que permite a la extrema derecha -los nostálgicos de la falta de libertades y de la censura- acceder a instituciones y gobiernos desde donde se dedica a blanquear la dictadura, justificar la Guerra Civil, seguir olvidando a las víctimas y manipular o falsear la historia. Es decir, a desandar todo lo avanzado en reconciliación, tolerancia, libertades y paz en nuestro país gracias a la memoria de un pasado vergonzoso cuyas cicatrices es imperativo restañar definitivamente.

Por eso causa suma intranquilidad que el PP y Vox, unidos en tal propósito, se dediquen a derogar leyes de Memoria Democrática en las comunidades autónomas donde gobiernan para sustituirlas por otra que llaman cínicamente de “concordia”. Es lo que han hecho o está en trámite, como primera medida adoptada, en Valencia, Aragón y Castilla y León (y continuarán haciendo en Andalucía, Murcia y Extremadura, si no al tiempo), utilizando el mismo truco legal y lingüístico con que rechazan la violencia machista para rebautizar sus políticas negacionistas de protección a la mujer como “violencia intrafamiliar”.

La supuesta “concordia” de la derecha y su vástago radical, representados por PP y Vox, sólo persigue la obstrucción de la verdad histórica, la falsedad de los hechos, la impunidad de sus criminales y la equiparación de verdugos y víctimas para que no se siga cuestionando la Guerra Civil ni los cuarenta años de dictadura franquista. Quiere impedir que se condene el franquismo, de cuyas ubres ideológicas y culturales se sienten alimentados y vinculados, cual herederos, hasta el punto de compartir la versión sectaria de los vencedores. Y por eso evita condenarlo expresamente, porque, bajo su concepto de concordia, resulta igual la democracia republicana que la dictadura franquista, el bando sublevado que el ejército leal a la legalidad, el botín de los vencedores (que explica el origen de muchas fortunas) que los expolios a los vencidos (que todavía ni pueden exigir la restitución de sus titulaciones académicos), los caídos por la “gracia de Dios” que los miles de muertos y desaparecidos forzosos que descansan en cunetas y fosas, el enaltecimiento de los vencedores que el olvido de los vencidos.

Tal es el significado de la concordia que pretenden las derechas patrias. Pero no es una actitud nueva. La derecha, de siempre, nunca se ha preocupado en serio por una reconciliación real. De ahí que sea reacia a condenar con honestidad y franqueza el franquismo. Y que se haya opuesto, en 2007, a la prudente ley de Memoria Histórica que impulsó el expresidente Zapatero, y que, antes aun, tampoco permitiera la inclusión de la asignatura de Educación para la Ciudadanía en el currículo escolar. Se trata de la misma actitud intransigente que explica que, en las ciudades y pueblos donde gobierna, los consistorios en manos de la derecha se ufanen en  retirar o recortar drásticamente las ayudas a la protección de la mujer,  dejar de descubrir fosas comunes de represaliados por la dictadura e, incluso, negar el cambio en el callejero de la toponimia apologética del franquismo, entre otras iniciativas retrógradas.

Las derechas de este país no toleran una sociedad plural y diversa que aspira superar las  rémoras de un pasado bochornoso, cuyo conocimiento pueda ser accesible con rigor histórico. Porque no conocer el pasado convierte a un país en vulnerable frente a los manipuladores de la historia. Como los que emprenden esta campaña actual cuya finalidad es “reescribir la historia hasta convertirla en irreconocible”, como sostiene el profesor de la Universidad del País Vasco, Jesús Casquete, autor del libro Vox frente a la historia. Una manipulación que se materializa desmontando la legislación memorialista y utilizando un lenguaje de equidistancia que ya empleaban algunos líderes del PP desde antes de la Transición, para los cuales, a efectos institucionales, no solo las víctimas sino también los victimarios merecen el mismo trato. De este modo consiguen edulcorar o camuflar el amargo recuerdo de la dictadura y la sinrazón de una guerra fratricida.

Causa sonrojo, pues, que todavía no hayamos resuelto democrática y civilizadamente esta herida que nos divide, como hicieron otros países democráticos europeos que sufrieron idénticas experiencias autoritarias y en los que, no solo se ha condenado los hechos nefastos de su pasado, sino que en las escuelas se enseña que la lucha por las libertades públicas y los valores inherentes a la democracia es el arma más eficaz para evitar las consecuencias de los autoritarismos. Con ello no hacen otra cosa que seguir las recomendaciones y políticas europeas e internacionales de memoria histórica, que parten de la premisa de que la base más firme para la democracia es el conocimiento cabal de los episodios antidemocráticos sucedidos en el pasado, como fue el franquismo en nuestro país. Sin embargo, en España no hemos sido capaces de reconciliarnos realmente con el pasado porque las derechas han impedido toda revisión de la historia heredada del franquismo. Alemania e Italia, por ejemplo, han emprendido procesos de desnazificación y desfasticización que impregnan hasta las constituciones de esos países, sin que se haya abierto herida alguna. Aquí, en cambio, no supimos, no pudimos o no quisimos que la Carta Magna española recogiera ninguna prevención antifascista o, lo que es lo mismo, antifranquista.

Y eso es, justamente, de lo que carecen las leyes de “concordia” que impulsan las derechas, extremas o no, cuando pretenden blanquear el pasado franquista. No cumplen con la función de conocer el pasado y reconocer, resarcir y reparar a las víctimas de un golpe de Estado y posterior dictadura. Omiten en su articulado toda referencia a la Guerra Civil y el franquismo. Y no pueden cumplirlo porque la derecha y la extrema derecha están en contra de esa finalidad, ya que están en desacuerdo con la lectura rigurosa de ese pasado que para ellas fue glorioso. Creen que investigar seriamente y dar a conocer, con medios y procedimientos públicos, lo sucedido en la Guerra Civil y la dictadura es una especie de revanchismo que divide a los españoles. Cuando lo que en verdad divide a la sociedad y facilita su polarización es la ignorancia de la historia y la versión sesgada que difunden los vencedores de un pasado ignominioso.

Aun hoy, sorprendentemente, las derechas y sus  acólitos siguen en contra de cualquier legislación memorialista que se elabore con la intención de cauterizar la herida aun abierta y la división que la Guerra Civil y la dictadura franquista causaron en este país. Pero aun más sorprendente es que los mismos que exigen a otros perdón y arrepentimiento por culpas –ya saldadas judicialmente- del pasado, como a los nacionalistas abertzales, para considerarlos dignos de respeto en las instituciones democráticas, sean los que ni han pedido perdón ni condenan un pasado luctuoso que significó el mayor crimen colectivo y el régimen más represivo y totalitario acaecido en España en el siglo pasado. Y que, encima, tengan la desfachatez de presentarse como adalides de la “concordia”. “Manda huevos”, como diría uno de ellos.

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