La asumimos a la fuerza. Porque no tiene piedad, es ciega y, en la mayoría de las ocasiones, injusta. Sentimos entonces, cuando ronda cerca o nos sabemos objetivo próximo de ella, su aliento helando la nuca, palideciendo los labios y arrancándonos el alma para suspenderla en el filo angustiado del desasosiego. Entonces, sí, deletreamos su nombre para señalar la absoluta inhumanidad con la que obra, la sinrazón de muchas de sus decisiones, la fría crueldad de sus actos. Y del rigor insoslayable de sus sentencias. Es entonces cuando reconocemos que reina sobre todo lo vivo, que da sentido temporal a cada existencia al negarle la capacidad de calcular su duración. Comprendemos entonces que nos hallamos a su merced, sometidos a la veleidad de su capricho.
Entonces la nombramos, susurramos su nombre para designar al culpable que nos golpea con tanta saña. Decimos su nombre para expresar nuestro repudio y poder maldecir su proceder sin causa aparente, sin respetar prioridades, sin atenerse a ningún orden, sin miramientos a la justicia. Ni siquiera por actuar con venganza, sino por un modo aleatorio, haciendo pagar a inocentes y buenos lo que debiera corresponder a culpables y malos, sentenciando a jóvenes y sanos con la condena a la que deberían responder viejos y enfermos.Somos incapaces de comprender su existencia del mismo modo que no acabamos de comprender el milagro de la vida. Proceden ambos de un mismo misterio, del misterio incomprensible del ser y la nada. Uno y otro son inseparables y no se pueden explicar si no se relacionan, puesto que cada uno justifica la viabilidad del otro. Nos angustia y asusta porque no podemos escapar de su indiferente influencia, de la que nuestra voluntad es ajena y nuestro fin, ocioso. Pero sabemos tu nombre y te reconocemos cada vez que apareces. Eres la fiel portadora de la eficaz guadaña. Eres la muerte.
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