Que la medicina primaria deja mucho que desear es de sobra
conocido por todos sus usuarios, es decir, por la población en general. Pero
que, en contra de lo esperado, ésta haya empeorado, en especial desde los
recortes y el “austericidio” con los que la maltrató el gobierno de Mariano
Rajoy, es algo que resulta, cuando menos, indignante, al tratarse de un
servicio básico y esencial para la integridad física los ciudadanos, es decir,
para la prevención y mantenimiento de la salud de las personas, sin importar
condición. La Atención Primaria, la que se presta en consultorios, ambulatorios
y centros de salud como primeros escalones del Servicio Público de Salud, falla
y está a punto de colapsar, si es que no lo ha hecho ya.
A la estructural falta de recursos materiales, que impide el
pleno desarrollo de una medicina preventiva y asistencial entendida como tal
(laboratorios, radiografías, sala de curas y primeros auxilios, etc.), se une
en los últimos años una escasez, ya raquítica, de personal que abochorna a los
propios profesionales que prestan servicios en la Atención Primaria. Todo lo cual
ocasiona, no sólo la insatisfacción y la desconfianza de los usuarios, sino también
la saturación permanente de las urgencias de los hospitales, adonde se dirigen
los demandantes de una atención médica incluso sin la debida indicación del
médico de cabecera.

El apoyo de las nuevas tecnologías no ha venido a paliar las
carencias de los centros de salud. Es más, a veces, incluso, las ha empeorado, al resaltar
los males que perduran en los mismos. Sólo el esfuerzo coyuntural emprendido con ocasión de la pandemia del coronavirus, concentrando personal y medios a este
fin en exclusiva, ha permitido que la batalla contra la Covid-19 haya resultado
encomiable, por cuanto ha posibilitado la vacunación de la población con una
celeridad sorprendente. Pero una vez controlada la infección, la vuelta a la “normalidad”
asistencial ha puesto en evidencia las insuficiencias del sistema. Máxime si el
programa informático de cita previa no funciona a pleno rendimiento en todas
las ocasiones y la atención telefónica en los centros de salud permanece inoperativa de forma continua. Todo lo cual obliga al acceso presencial a los mostradores
de estos centros a la hora de tramitar cualquier asunto burocrático, como los partes
de baja médica y la renovación de prescripciones farmacológicas. Es inaudito
que para estas gestiones administrativas se tenga que ir en persona a hacer cola a un centro de
salud.
Pero lo que es más grave: el tratamiento y seguimiento de
patologías crónicas se ha enlentecido hasta niveles preocupantes, por cuanto incide en el deterioro de los enfermos que las padecen. Y ello es debido porque no existe
personal suficiente en medicina primaria para aliviar el atasco asistencial
acumulado. Una cita médica puede tardar más de diez días en conseguirse. Y una
derivación a un especialista puede demorarse más de medio año en programarse.
Las “famosas” listas de espera diagnóstica y quirúrgica han dejado de servir
para medir la calidad de la atención sanitaria en nuestro país, simplemente
porque sus registros han sido desbordados por la realidad. Y ello no es
explicable, menos aún justificable, por la pandemia.

Y es que, a pesar de todas las promesas y anuncios
propagandísticos efectuados al respeto, ninguna mejora sustancial se ha
acometido en Atención Primaria, más allá de contratar personal eventual para atender
“vacunódromos” de urgente pero también temporal necesidad. Si las tecnologías
no palian sus carencias y la falta de recursos, tanto humanos como materiales,
sigue siendo endémica, la Atención Primaria en nuestro país no dejara de ser el
patito feo de la sanidad pública, y sus fallos y disfunciones continuarán
siendo el motivo de queja de sus sufridos
usuarios. No hay que ser un experto en Salud Pública para percibirlo, sino un simple ciudadano que hace uso de su tarjeta sanitaria.
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