Se entiende por canícula al período comprendido entre la
segunda mitad de julio y la primera quincena de agosto por ser, en teoría, el
más caluroso del año. La canícula, por tanto, es el punto álgido del verano en
España, cuando el grueso de la población programa sus vacaciones en busca de
las brisas del mar o de la montaña para refrescarse. Y en este segundo verano
pandémico, con más razón aún. Además del bochorno térmico, insoportable en
urbes como sartenes, los españoles quieren aliviar la sensación de agobio
carcelario que les provoca las limitaciones y restricciones en sus hábitos
cotidianos impuestas para frenar los contagios de una enfermedad imparable. Hay
insaciables deseos por retomar las rutinas y sentir de nuevo la vida latir sin
ataduras.
Siendo el nuestro un país turístico, dotado de una impresionante
infraestructura del ocio hasta el extremo de ser la más potente industria
nacional, el desahogo vacacional de los naturales está en gran medida
compensando las dificultades en la llegada masiva de turistas extranjeros, hacia
los que se orienta este negocio. Las ganas de asueto y los ahorros conseguidos
gracias a los confinamientos y los aforos reducidos han posibilitado tal ímpetu
en el consumo hotelero, hostelero y, en definitiva, de ocio, propio de la
estación, pero también en el de reformas del hogar y otros gastos inhabituales en
el verano.

De este modo, la canícula pandémica está favoreciendo una
fuerte recuperación de la economía en España, con crecimientos superiores a la
media europea, conforme avanza la vacunación y mejoran las expectativas macroeconómicas
y productivas. Lo que no crece son los índices de lectura de libros y prensa ni
la actividad cultural en general, que acusan los estragos causados por los impedimentos
epidemiológicos a la crónica anorexia de la cultura española, que sigue siendo
tan insignificante que ni ayudas reclama al Estado, como hacen la hostelería y
el ocio nocturno, por ejemplo. Eso sí, la electricidad y la gasolina disparan
su precio hasta cotas no vistas ni en épocas de pleno empleo, cuando ninguna
crisis, ni económica ni sanitaria, castigaba al empleo y los ingresos de las
familias, cercenando sus esperanzas de progreso.
Resulta extraña esta canícula pandémica, con las impulsivas
reacciones que despierta entre el personal, como si fuese la última oportunidad
de disfrutarla en nuestras vidas. Una canícula que nos hace olvidar, por el
ímpetu con que la celebramos, a los que sucumbieron a la letalidad de una
enfermedad todavía no vencida ni a quienes quedaron en la orilla de una economía
que no garantiza un salario digno y, menos aún, un puesto de trabajo al que
está en condiciones de trabajar, a pesar de los Ertes y demás parches
caritativos. Ojalá la canícula vuelva a ser lo que era, aquella rutina soporífera
de unas horas lentas empapados en sudor, siguiendo embelesados el vuelo de las
moscas.
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