jueves, 5 de agosto de 2021

Canícula pandémica

Se entiende por canícula al período comprendido entre la segunda mitad de julio y la primera quincena de agosto por ser, en teoría, el más caluroso del año. La canícula, por tanto, es el punto álgido del verano en España, cuando el grueso de la población programa sus vacaciones en busca de las brisas del mar o de la montaña para refrescarse. Y en este segundo verano pandémico, con más razón aún. Además del bochorno térmico, insoportable en urbes como sartenes, los españoles quieren aliviar la sensación de agobio carcelario que les provoca las limitaciones y restricciones en sus hábitos cotidianos impuestas para frenar los contagios de una enfermedad imparable. Hay insaciables deseos por retomar las rutinas y sentir de nuevo la vida latir sin ataduras.

Siendo el nuestro un país turístico, dotado de una impresionante infraestructura del ocio hasta el extremo de ser la más potente industria nacional, el desahogo vacacional de los naturales está en gran medida compensando las dificultades en la llegada masiva de turistas extranjeros, hacia los que se orienta este negocio. Las ganas de asueto y los ahorros conseguidos gracias a los confinamientos y los aforos reducidos han posibilitado tal ímpetu en el consumo hotelero, hostelero y, en definitiva, de ocio, propio de la estación, pero también en el de reformas del hogar y otros gastos inhabituales en el verano.

De este modo, la canícula pandémica está favoreciendo una fuerte recuperación de la economía en España, con crecimientos superiores a la media europea, conforme avanza la vacunación y mejoran las expectativas macroeconómicas y productivas. Lo que no crece son los índices de lectura de libros y prensa ni la actividad cultural en general, que acusan los estragos causados por los impedimentos epidemiológicos a la crónica anorexia de la cultura española, que sigue siendo tan insignificante que ni ayudas reclama al Estado, como hacen la hostelería y el ocio nocturno, por ejemplo. Eso sí, la electricidad y la gasolina disparan su precio hasta cotas no vistas ni en épocas de pleno empleo, cuando ninguna crisis, ni económica ni sanitaria, castigaba al empleo y los ingresos de las familias, cercenando sus esperanzas de progreso.     

Resulta extraña esta canícula pandémica, con las impulsivas reacciones que despierta entre el personal, como si fuese la última oportunidad de disfrutarla en nuestras vidas. Una canícula que nos hace olvidar, por el ímpetu con que la celebramos, a los que sucumbieron a la letalidad de una enfermedad todavía no vencida ni a quienes quedaron en la orilla de una economía que no garantiza un salario digno y, menos aún, un puesto de trabajo al que está en condiciones de trabajar, a pesar de los Ertes y demás parches caritativos. Ojalá la canícula vuelva a ser lo que era, aquella rutina soporífera de unas horas lentas empapados en sudor, siguiendo embelesados el vuelo de las moscas.        

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