martes, 15 de diciembre de 2020

Pueblos condenados al olvido

La historia, más que del acúmulo de datos, es reflejo del olvido. Por eso se dice que la historia la escriben los ganadores, los que condenan al olvido a los perdedores para glorificar la gesta, siempre sesgada, parcial e incompleta, de los que triunfan en la lucha de las ideas, los pueblos, el poder. Así es la historia del mundo y de cualquiera de sus pedazos, constituidos ya como naciones o estados que se suponen estructura administrativa de los pueblos que habitan el planeta. Y en ese relato histórico, que aún se escribe y se modifica a gusto del vencedor de turno, algunos pueblos tienen predeterminado su destino, condenados al olvido.

En estos días no ha sido casualidad que dos de esos pueblos sufran, de manera casi simultánea, el desprecio y el abandono de los que practican la hermenéutica histórica en unos tiempos en que escasea la decencia y se rinde culto a la obscenidad. Tanto el pueblo palestino como el saharaui acaban de recibir la puntilla a sus aspiraciones nacionales y han sido relegados a la condición de figurantes de los poderes aliados en la región, por decisión arbitraria, pero determinante, del mediocre cabecilla del imperio que hoy escribe la narrativa mundial: el presidente de los Estados Unidos de América (EE UU), Donald Trump.

Con todo el poder que otorga gobernar la única superpotencia mundial, modelo imperante tanto de lo político como de lo económico, cultural y sobre todo militar, el dirigente menos cualificado de EE UU ha optado por saltarse a la torera la legalidad internacional y desoír las resoluciones de la ONU que amparan y legitiman el derecho que asisten a Palestina y Sahara Occidental para dotarse de un Estado independiente y soberano, reconocido y admitido en el concierto global de naciones. Por la fuerza de los hechos consumados, Donald Trump, a punto de abandonar la Casa Blanca tras perder, aunque no lo quiera reconocer, las elecciones, ha querido sembrar de obstáculos el mandato del próximo presidente electo, Joe Biden. Y lo hace con tan malos modos y de forma tan obscena como corresponde al estilo faltón, impetuoso y sobrado de soberbia del mandatario derrotado.

Porque, desde que asumió la presidencia, Donald Trump ha otorgado a Israel no sólo el beneplácito sino apoyo para completar la anexión de los territorios palestinos ocupados y considerar ciudadanos de segunda clase a la población árabe del país, contraviniendo las resoluciones de la ONU, los acuerdos internacionales y hasta la propia posición de EE UU, mantenida hasta la fecha sobre el conflicto palestino-israelí, al distanciarse de la canónica “solución de dos Estados” y patrocinar un plan que atiende exclusivamente a los intereses judíos. Con él ratifica la política sionista para la disolución social del pueblo palestino, consistente en la progresiva desnaturalización de Cisjordania mediante la proliferación de colonias judías en su interior, la declaración de la totalidad de Jerusalén como capital del Estado hebreo, sin respetar su estatus jurídico internacional, y el férreo control militar de cualquier actividad de los palestinos, tanto en Cisjordania como en la Franja de Gaza. Tal política cuenta con la plena avenencia de Donald Trump, quien mantiene un absoluto cabildeo con las autoridades judías más intransigentes, radicales y corruptas, como la que representa Benjamín Netanyahu, actual primer ministro hebreo, procesado por la justicia de su país.

Ese mal llamado “Plan de paz”, patrocinado por Trump y elaborado por su yerno, Jared Kushner, ha sido la penúltima traición a las aspiraciones de los palestinos de erigirse en nación soberana. Un plan que no sólo fragmenta Cisjordania, reduce su tamaño y la mantiene bajo soberanía israelí con autonomía limitada, sino que consolida y extiende la diseminación de colonias judías en su seno y la separa aún más, administrativamente, de la Franja de Gaza. Todo ello supone, en la práctica, la anexión definitiva de los enclaves palestinos en el Estado de Israel, incumpliendo los parámetros internacionales y las resoluciones de la ONU.

Pero la puntilla última, esperemos que no definitiva, ha consistido en desunir y enfrentar a los aliados árabes de la causa palestina para que establezcan relaciones con Israel y dejen de apoyarla, a cambio de suntuosas contraprestaciones económicas avaladas por EE UU. El frente homogéneo que todos los países árabes mantenían contra el Estado judío y a favor de las demandas palestinas ha quedado, así, resquebrajado. Además de Egipto (1979) y Jordania (1994), los únicos países árabes con los que Israel mantenía relaciones, acordadas con la firma de la paz tras enfrentamientos bélicos, Trump ha conseguido en sus últimas horas que Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos establezcan relaciones diplomáticas con el otrora acérrimo enemigo, el estado sionista de Israel.

Esta “normalización” de relaciones, olvidando las viejas demandas del fin de la ocupación de Palestina y la creación de un Estado palestino independiente y viable, circunscrito a los límites acordados antes de 1967, cuando se desató la Guerra de los Seis Días, parece responder antes a una estrategia defensiva contra la influencia de Irán, en la que Israel actuaría como paraguas militar, que al desistimiento de la causa palestina, ahora relegada a las prioridades geoestratégicas del tablero de Oriente Próximo. Sin embargo, este plan, promovido por Trump y denominado enfáticamente Acuerdos de Abraham, no acaba de atraer la adhesión de Estados árabes más significativos en la región, como Arabia Saudí, pero supone una puñalada mortal a las pretensiones del pueblo palestino. Se trata del enésimo bofetón a un pueblo que no ha dejado nunca de ser considerado perdedor en la narrativa de la historia que escriben los vencedores, es decir, los que disponen de la fuerza.

Perdedores como lo son, también, los saharauis desde que fueron vergonzosamente abandonados a su suerte, bajo la presión de la bota marroquí (marcha verde), por la España entonces potencia colonizadora (administradora) de aquel territorio africano, allá por el año 1975, en los estertores del franquismo. Víctimas del mismo atropello injustificable, moneda de cambio en las transacciones geopolíticas que interpretan la historia sin contar con sus protagonistas, el pueblo saharaui está también predestinado al olvido y el desprecio. Son tratados como calderilla en las manos de Donald Trump, válida para poner chinitas a su sucesor, engrosando adhesiones “compradas” a esos Acuerdos de Abraham que persiguen el reconocimiento de Israel por parte de países árabes. Magro triunfo de la diplomacia trumpista que sirve, además, para ignorar a España, país con responsabilidad en el conflicto, otra vez a la ONU, incapaz de organizar el acordado referéndum de autodeterminación, y al consenso y legalidad internacionales, manifiestamente pisoteados e inoperantes.

Dando expreso reconocimiento a la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental, EE UU ha conseguido que el reino alauita se sume a los países árabes que mantendrán relaciones con Israel. Si ya el pueblo saharaui vivía en un limbo legal que los recluía en los campamentos desérticos de Tinduf, desde donde se podía acoger a niños en vacaciones como acto de consoladora solidaridad, que no compromete a nada, ahora se le condena al olvido definitivo, tras aquel acuerdo de 1975 con el que España dividió en dos al Sahara para entregarlo a Mauritania y Marruecos, declarado nulo por la ONU.

En este caso, Trump no ha hecho más que aprovechar una situación de hecho consentida, la colonización marroquí del Sahara ocupado, para reforzar su “diplomacia” personal, su venganza por la derrota electoral y su obsesión incondicional con Israel. Y en ese relato del poder, algunos pueblos llevan la de perder, como el palestino y el saharaui. Están, desgraciadamente, condenados al olvido.

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