lunes, 7 de diciembre de 2020

Arecibo

Cuando era un atolondrado adolescente, época en que mis aficiones más absorbentes eran la astronáutica, la astronomía y la ufología, tuve conocimiento de la existencia del mayor radiotelescopio del mundo, construido precisamente en mi país natal. Ambos hechos, una tecnología a escala gigantesca y su emplazamiento en territorio familiar, hicieron que sintiera el anhelo, durante toda mi vida, de conocer “in vivo” aquel inmenso instrumento de escucha cósmica.

El radiotelescopio de Arecibo había sido construido en la década de los sesenta del siglo pasado y estuvo en funcionamiento hasta el año pasado. Su espejo, de 305 metros de diámetro, era fijo y ocupaba una depresión entre montañas. Sobre él, sostenida por cables de acero anclados a tres torres, estaba suspendida a 150 metros de altura una antena (espejo secundario o reflector) de más de 820 toneladas de peso. Esa antena, a causa de la desidia, la mala conservación o el interés por otros proyectos, finalmente se precipitó sobre el espejo principal, ocasionando graves daños, cuantiosos de reparar. Debido a esos daños estructurales, se ha decidido desmantelar lo que fue una joya técnica de la investigación espacial. Y uno de mis sueños vitales, tardíamente satisfecho.

Porque cuando ya peinaba canas pude, al fin, visitar en Arecibo aquella construcción, aún más impresionante físicamente ante los ojos que a través de fotografías o películas. Recorrí sus instalaciones y el espacio expositivo anexo de fotos y paneles informativos sin poder cerrar la boca, embobado. Estaba haciendo realidad un sueño, como ya he dicho, pero también rindiendo un emocionado homenaje a mi padre, fallecido hacía poco, que había sido médico, precisamente, en aquel pueblo de Arecibo. Ya no era sólo el radiotelescopio, sino que Arecibo había sido el lugar donde mi progenitor consumió su vida profesional entregado a la medicina.

Todo lo que uno es, todo lo que somos, objetos, personas y paisajes que nos constituyen, acaba por desaparecer y caer en el olvido, formando parte de la nada. Mi aventura en la vida va dejando un rastro, cada vez más extenso, de pérdidas y desapariciones. Mi país o patria natal y mis padres son los primeros trozos de mi propia corteza que he ido dejando por el camino. Ahora, además, se desprende de mí lo que había sido en gran parte de mi vida un orgullo onírico, aquel inmenso radiotelescopio que, desde un rincón remoto de mi país de origen, enviaba señales al universo, buscando rastros de vida inteligente. Ahora ese sueño desaparece, y lo siento como si me arrancaran algo de mi propio organismo.

Colapso de la antena.
Si desgraciadamente estamos solos en el Universo, de igual modo nos vamos quedando solos en el mundo, hasta que todo lo existente vuelva a ser la nada de la que surgimos, tras aquel primer petardazo del Big Bang, cuyo eco podía todavía escucharse gracias, entre otros aparatos, al radiotelescopio de Arecibo, el que fascinó mi adolescencia y determinó, en algún sentido, mi vida.

Adiós, pues, a todo lo que ese ingenio, esa época y esos recuerdos significaron para mí y en lo que fui, soy y seré. Arecibo se difumina de la ciencia y, lo que es más doloroso, de mi vida. Arecibo fue, para mi, mucho más que un radiotelescopio.

    

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