El radiotelescopio de Arecibo había sido construido en la
década de los sesenta del siglo pasado y estuvo en funcionamiento hasta el año pasado.
Su espejo, de 305 metros de diámetro, era fijo y ocupaba una depresión entre
montañas. Sobre él, sostenida por cables de acero anclados a tres torres, estaba
suspendida a 150 metros de altura una antena (espejo secundario o reflector) de
más de 820 toneladas de peso. Esa antena, a causa de la desidia, la mala conservación o el interés por otros proyectos, finalmente se precipitó sobre el espejo
principal, ocasionando graves daños, cuantiosos de reparar. Debido a esos daños
estructurales, se ha decidido desmantelar lo que fue una joya técnica de la investigación
espacial. Y uno de mis sueños vitales, tardíamente satisfecho.
Todo lo que uno es, todo lo que somos, objetos, personas y
paisajes que nos constituyen, acaba por desaparecer y caer en el olvido, formando
parte de la nada. Mi aventura en la vida va dejando un rastro, cada vez más extenso,
de pérdidas y desapariciones. Mi país o patria natal y mis padres son los
primeros trozos de mi propia corteza que he ido dejando por el camino. Ahora, además,
se desprende de mí lo que había sido en gran parte de mi vida un orgullo onírico,
aquel inmenso radiotelescopio que, desde un rincón remoto de mi país de origen,
enviaba señales al universo, buscando rastros de vida inteligente. Ahora ese
sueño desaparece, y lo siento como si me arrancaran algo de mi propio organismo.
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Colapso de la antena. |
Adiós, pues, a todo lo que ese ingenio, esa época y esos recuerdos significaron para mí y en lo que fui, soy y seré. Arecibo se difumina de la ciencia y, lo que es más doloroso, de mi vida. Arecibo fue, para mi, mucho más que un radiotelescopio.
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