Comencé a leer la poesía de Francisco Brines a finales de
los ochenta, cuando adquirí su poemario El otoño de las rosas, aquel que
lo convirtió, como dijo Carlos Barral, en “un clásico vivo”. Quedé subyugado, me conmovió profundamente.
Acudí a una presentación que hizo en Sevilla en el salón de actos de una caja
de ahorros en la calle Martín Villa. Me impactó escucharlo en persona no sólo
por la hondura de los versos que escuchamos de sus propios labios, sino por la timidez,
sencillez y honestidad que irradiaba, que denotaban a un ser nada pretencioso
ni fatuo.
Brines canta a la pasión desde la desolación, desde las
desgarraduras de un sentimiento de frustración que huye del idealismo
trascendente para aferrarse a la experiencia sensible, como describe Juan Carlos
Abril en su edición del Jardín nublado briniano. Entre esa
experiencia vital y la reflexión ética, con la que formula una construcción
pagana, alejada de todo contagio religioso, discurre la poesía del flamante
premio Cervantes, en la que el amor, el fracaso, las heridas, la soledad, la
condición inesquivable del tiempo que acota esa quimera hecha de plenitud y vacío
que llamamos ser humano, forman parte de sus motivos más recurrentes.
Este premio, uno más, concedido cuando Brines, delicado de
salud pero mentalmente lúcido, alcanza los 88 años de edad, le fue otorgado por
ser el poeta que “más ha ahondado en la experiencia del ser humano individual
frente a la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital”. De hecho, sigue
trabajando en un nuevo libro titulado “Donde muere la muerte”, en el que posiblemente
volverá a exponer su artesanía poética sobre la aventura efímera de la vida que
es el hombre. Pero su epitafio ya nos lo dejó escrito en “Mi resumen”*:
.Ese es el resumen
y está en él mi
epitafio.
y él se asoma a
un espejo
que no refleja
a nadie.
*: Último poema
de Jardín nublado, de Francisco Brines, edición de Juan Carlos Abril. Colección
La cruz del sur, antologías, de la editorial Pre-Textos. Valencia, 2016.
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