sábado, 14 de noviembre de 2020

Envejecer

Envejecer es alcanzar una edad en la que se sufren limitaciones, amputaciones y putrefacciones que deterioran el organismo y son repudiadas por la mente. Si no es la artrosis o la sordera, son extirpaciones diversas, problemas de visión, pérdidas dentales, quebrantos viscerales u olores nauseabundos que emanan con los efluvios líquidos, sólidos o gaseosos de nuestros desechos orgánicos, cada vez más agrios. Es desagradable llegar a viejo, aunque sea una fortuna conseguirlo cuanto tantos no han podido superar la prueba inesquivable del tiempo. Pero cuando se es consciente de alcanzar una edad provecta, no logras aceptar de buen grado la decrepitud que trae consigo, la humillación que acarrea (como sentenciara Wagensberg: “Vivir envejece, envejecer humilla y la mayor humillación es morirse”), porque tu mente se aferra a una imagen de ti de tiempos dominados por el vigor, cuando podías correr, pensar con lucidez, vivir deprisa o contener la orina, sin echar cuenta de ello y sin esfuerzo alguno más que el de la simple voluntad.

La vejez, con su continua caída hacia el deterioro físico y psíquico, es el preludio de esa fatalidad siempre inesperada, poco deseada, que es desaparecer para siempre del mundo, como si no hubieras existido nunca. Llegar a viejo es una achacosa venganza contra esos burócratas que cuantifican la sostenibilidad de la supervivencia para el sistema económico y social, con pretensión de que cada vida sea siempre rentable. Pero es un triunfo que soportas como si fuera una condena que el cuerpo se encarga cada día de recordar, con quejumbres y fatigas, al prohibirte muchas de aquellas rutinas y apetitos que hacían brillar tus ojos.

Envejecer es recordar lo que fuimos, demorando con inquietante paciencia el último acto, restándole todo dramatismo y trascendencia, mientras se apura la compañía y los afectos que nos ha deparado nuestro paso por el “mar, que es el vivir”, según verso de Jorge Manrique.    

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