lunes, 23 de noviembre de 2020

Desconciertos

La inmediata actualidad, una redundancia porque la actualidad siempre es inmediata, no deja de depararnos motivos para el desconcierto. Los hechos que nos presenta provocan más confusión y desconfianza que certidumbres y seguridad. Nos mantienen en vilo a la espera de alguna “verdad” que no sea discutida, que no cause recelo y no sirva para la confrontación y la polarización de la sociedad. Llevamos en esta situación de desconcierto y desesperanza demasiado tiempo, aunque últimamente con mayor intensidad que nunca.

Es cierto que vivimos unos tiempos de excepcionalidad por causa de una pandemia que jamás antes en nuestra historia reciente habíamos conocido. Pero, en vez de permanecer unidos en la lucha contra ese enemigo invisible y letal (más de un millón de contagios y 50 mil muertos), siguiendo las directrices de gobiernos que recaban el asesoramiento de expertos y de la ciencia, nos dedicamos a utilizar el problema, que afecta a la salud de toda la población y a la economía del país en su conjunto, para exhibir nuestras diferencias, cuestionar las iniciativas y desobedecer las recomendaciones con las que no estamos de acuerdo. Todo lo cual provoca tal estado de ansiedad e incredulidad que la gente se vuelve insegura y desconfiada. No sabe a quién creer ni qué hacer sin tener la sensación de que la están engañando o que, por lo menos, no le cuentan toda la verdad. Los mal pensados -¿acaso equivocados?- consideran, incluso, que están siendo utilizados con fines torticeros de intencionalidad política.

Y es que, entre las directrices de unos y las contramedidas de otros, el espectáculo que ofrece esta confrontación entre administraciones es, cuando menos, de asombro. La vergüenza y el desconcierto que generan la discusión y el incumplimiento de normas adoptadas para frenar las altísimas tasas de transmisión en determinados territorios es inaudito. Si no fuera porque lo que está en juego es la salud, cuando no la vida, de los ciudadanos, sería para refugiarse en la desafección y la indiferencia de quienes parecen buscar sólo un provecho partidista del mayor reto que afronta la salud pública en nuestro país. Por eso resulta increíble que la comunidad de Madrid, la que mayor índice de contagios por cada cien mil habitantes ha registrado hasta hace poco, consiga ahora una súbita mejoría que hace descender sus cifras de manera espectacular, a pesar de que los negocios de hostelería no han seguido las indicaciones sanitarias que con mayor rigor acatan las demás comunidades. ¿Acaso los expertos que asesoran al gobierno regional disponen de mayor y mejor información que los de la OMS, el resto de Europa y el Ministerio de Sanidad? Es desconcertante.

Como también es desconcertante que la regulación legal de la educación en España siga siendo materia de enfrentamiento ideológico, nunca objeto de un consenso estatal para fijar definitivamente la mejor educación de niños y jóvenes, a fin de garantizar una óptima preparación a la generación que deberá sustituirnos, de la que dependerá el futuro de nuestro país. Pues no, cada cambio de color en el Ejecutivo supone una nueva ley de educación, y para peor. Ya el principal partido de la oposición ha anunciado que, cuando acceda al gobierno, revocará la ley que acaba de aprobar el Parlamento. Así no hay manera ni formación ni progreso. Seguiremos siendo un país de servicios que desperdicia su talento en servir copas, hacer camas y pegar ladrillos, sin interés por la ciencia, la investigación, los idiomas y el emprendimiento. Tal vez sea lo que se proponen los que diseñan los planes educativos, para que los futuros votantes no se interesen por exigir responsabilidades. Causa pavor.

Casi tanto como la diatriba generada para aprobar unos presupuestos que son imprescindibles para la gobernanza y la gestión de nuestro país. No importa que llevemos tres años con unas cuentas prorrogadas que ya no son válidas para afrontar los retos, máxime en una situación de excepcionalidad como la que estamos sufriendo, a que nos enfrentamos hoy y cara a los próximos años. Nos jugamos nuestro papel como nación en Europa y en el mundo. Pero no disponemos de estadistas con capacidad de actuar de cara al futuro, sino de politiquillos que ejercen en función de sus intereses del presente, incapaces de subordinar sus avaricias al interés general. Y lo peor es que no se vislumbra a nadie en el ruedo político con semejante generosidad y altura de miras. Porque si los que hay no defienden siquiera, sin maniqueísmos, el sacrosanto derecho a la salud de todos en plena amenaza de un patógeno sumamente contagioso, todavía menos hallaremos que velen por la viabilidad presupuestaria del país y el respeto a la democracia y sus instituciones. Escasean políticos que sean honestos con los ciudadanos a los que dicen representar. Tal es la razón por la que ningún partido se presta a priorizar los puntos de acuerdo, en pos de un bien superior, en vez de parapetarse tras vetos que magnifican los de desacuerdo. Exigen todo o nada, y así no hay manera de construir ni avanzar. Así no se hace país, por muy patriota que uno se declare. Es desconcertante.

Pero el mayor desconcierto lo provoca el atrincheramiento de Donald Trump en la Casa Blanca, quien se niega reconocer su derrota electoral. Lo increíble es que, como excusa, esgrime un supuesto fraude electoral y trampas en las votaciones, como si USA fuera un república bananera. Ninguna de sus graves acusaciones se basa en pruebas fehacientes, a pesar de que un ejército de abogados a su servicio presente impugnaciones en aquellos estados cuyos votos podrían revertir un resultado que le es adverso. Ni en Michigan, Georgia, Nevada, Arizona, Wisconsin y Pensilvania ha logrado que el recuento de votos le proporcione la victoria que le ha sido negada. En ese último estado, el juez federal que ha fallado contra sus alegaciones, a pesar de ser republicano, no ha podido evitar señalar en su escrito que éstas se basaban en “argumentos legales torcidos sin mérito y acusaciones especulativas” para construir un argumentario que es “como el monstruo de Frankenstein”. Mientras tanto, Trump no ceja en destruir la confianza en la democracia norteamericana y el prestigio de sus instituciones, insinuando todo tipo de manipulaciones, fraudes y trampas que le arrebatan su victoria. No liga su permanencia en el cargo al número de votos, a la voluntad popular, sino a su intuición y al engreimiento patológico que padece. Por ello saldrá de la Casa Blanca tal como gobernó: con soberbia, desconsideración, infantilismo, intolerancia y mediocridad intelectual. Deja una sociedad polarizada, dividida, más desigual y abandonada a su suerte frente a una crisis sanitaria que ha causado más muertes que la guerra de Vietnam. Si desconcertante fue su elección, mayor lo es su salida del poder. Aunque sabiendo las causas que tiene pendiente con la Justicia, no es de extrañar que se aferre con los dientes a un cargo que le proporciona inmunidad.

La actualidad, pues, se empeña en ofrecernos un panorama que provoca una fuerte sensación de desconcierto. Lo cual es muy preocupante y da miedo.           

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