miércoles, 28 de octubre de 2020

La vacuna del hastío


En esta anormalidad que llamamos “nueva normalidad”, en la que nos hallamos otra vez vapuleados por un segundo ataque de una pandemia que asola el planeta, asumimos conductas que anteriormente despreciábamos, bien por cabezonería, ignorancia o mera discrepancia. Ahora, que ya estamos atenazados de miedo y llenos de incertidumbres, obedecemos los consejos que nos hacen y nos comportamos como nos demandan. Ayer, sin ir más lejos, fui a vacunarme de la gripe. No era la primera vez que me vacunaba, pero sí la primera que lo hacía de forma voluntaria. Esta confesión resultará sorprendente, por contradictoria, si aclaramos que procede de quien ha sido un profesional sanitario hasta hace pocos años. Tampoco es que fuera un negacionista de las vacunas, puesto que todos mis hijos han sido vacunados según el calendario establecido por los médicos. Pero en el caso de la gripe, cuyo patógeno muta cada dos o tres años, siempre dudaba si la vacuna estaría inmunizándome contra una cepa que ya habría desaparecido. Pero, aparte de esta débil excusa, era mi estado físico, poco dado a padecer la gripe, lo que me envalentonaba a no actuar como debía, a pesar de pertenecer a los grupos de riesgo (por ser sanitario) en los que es indicado la vacunación. Mi excentricidad duró hasta ayer. Porque ayer me convertí en un abuelito más, en la cola del centro de salud, totalmente convencido de que, poniendo mi brazo ante la enfermera, estaba haciendo lo que debía de hacer: vacunarme. Y lo hice por miedo. Por miedo a caer enfermo y ser presa fácil de ese maldito virus “chino”, como lo denomina el aún más letal Trump, que aprovecha una crisis sanitaria mundial para hacer política y negocios.

He ido porque tenía miedo y un hastío enervante. Un miedo comprensible de morir a causa de alguna complicación que podría evitarse con una simple inyección subcutánea. Y hastiado hasta el fastidio por el bombardeo de información, bulos y propaganda con el que los responsables gubernamentales intentan culpar a la población de la propagación y la gravedad de esta nueva ofensiva de la epidemia, como si ellos hubieran hecho todo lo que estaba en sus manos para afrontarla y controlarla. Porque, tal como llevan gestionando este nuevo ataque, parece que no han aprendido nada después de enfrentarse al primer embate de una enfermedad que cogió a todos los países sin saber qué hacer. Ahora ya se sabe y no caben disculpas ni discusiones.

Han sido esos responsables gubernamentales de la sanidad los que permitieron una “desescalada” del confinamiento, que había logrado reducir los contagios, y un progresivo, tal vez acelerado, retorno a la actividad económica y social, enfáticamente calificada de nueva “normalidad”, que ha facilitado el actual rebrote de la enfermedad y su transmisión comunitaria. Tras prometer recursos y medios, ni la sanidad ni las residencias de ancianos ni los colegios ni los transportes públicos, ni la investigación, ni prácticamente nada, ha sido reforzado y preparado para enfrentarse a este reto pandémico con eficacia.

Las medidas adoptadas, con las que constantemente se les llena la boca, son meros parches que nada resuelven. Se limitan al uso de mascarillas, geles desinfectantes y distancia interpersonal. Pero las que de verdad erradican o aíslan al virus, y que exigen personal y medios, no se implementan con la fuerza debida. El personal sanitario es insuficiente, por causas de sobra conocidas porque son consecuencias de la anterior crisis financiera; los rastreadores de contagios son escasos para el volumen de la población a controlar; la “medicalización” de las residencias es un juego semántico (¿disponen de más profesionales sanitarios, camas de hospitalización y farmacias a los que alude el eufemismo?); los aislamientos no son controlados rigurosamente por ninguna autoridad; la distancia social no se cumple ni en bares ni en el transporte público (por mucha megafonía informativa que dispongan pero sin que nadie contabilice la entrada de viajeros). Y así, en casi todos los sectores de la economía, salvo en aquellos donde estas normas favorecen la rentabilidad económica y la contención del gasto en personal y servicios.

Y es que, mientras advertían de la obligación de cumplir con las medidas de higiene dictadas (las más fáciles y baratas), las autoridades gubernamentales estaban al mismo tiempo implementando el reinicio de la actividad económica. Todos los sectores exigían empezar a producir y a solicitar ayudas por las pérdidas sufridas. El debate en el Gobierno, en todos los gobiernos, era equilibrar la balanza entre la salud (de los ciudadanos) y la economía (de los empresarios y medios de producción). Abrir la mano por un lado significaba un perjuicio para el otro lado.

Eso es lo que explica que la segunda ola de la Covid-19 afecte fundamentalmente con mayor intensidad a los países más desarrollados del mundo, como Europa y Estados Unidos, aquellos que no pueden prescindir de su actividad económica y de una sociedad consumista. Ni en Vietnam ni en África la tasa de nuevos contagios es tan elevada como en tales países desarrollados.

Me hastía y me enfurecen esas acusaciones a una juventud irresponsable, a las reuniones familiares y a las aglomeraciones callejeras porque se comportan según lo permitido y, hasta ahora, de alguna manera incentivado por esos mensajes contradictorios de las autoridades. No hace falta recordar que se consistió la movilidad para salvar la temporada de verano (por algo el turismo es la primera industria de este país) y las ciudades abrieron todos sus comercios, con las formales limitaciones mencionadas, para compensar el “parón” económico del confinamiento. Y, ahora, la culpa la tienen, naturalmente, los ciudadanos por no saber enfrentarse al nuevo ataque de esta incurable pandemia.  

Por todo eso he decidido ir a vacunarme. Para no explotar de ira y evitar que me culpen, encima, de mi probable fallecimiento por negligencia mía, no de quienes tienen la responsabilidad de velar por la salud de toda la población. Aun así, y con lo que está pasando, todavía hay gobernantes que dudan si supeditar la economía a la salud de la gente. ¡Qué asco!    

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