Hoy nos levantamos temprano, no por estar desvelados y perder el sueño, sino porque la hora ha sido cambiada esta madrugada. A las tres hemos tenido que retrasar una hora en el reloj. Y cuando hemos abandonado la cama a las nueve de la mañana, en realidad eran las ocho. El día, por tanto, hoy nos parecerá muy largo y nos sentiremos un poco confundidos hasta que nos adaptemos -también nuestro estómago- al nuevo horario de invierno.
Estos cambios vienen produciéndose desde hace décadas. El
primero lo realizó Francisco Franco para hacer coincidir nuestro horario con el
de la Alemania nazi, país que por aquel entonces apoyaba al régimen dictatorial
que impuso en España, durante 40 años, el general sublevado que provocó y ganó
una guerra civil. Gracias a ese cambio llevamos una hora de adelanto del que
nos corresponde por el huso horario en que se halla nuestro país, justo el del meridiano
de Greenwich.
En los años setenta del siglo pasado, a raíz de una crisis
en el abastecimiento de petróleo, tuvimos que intentar ahorrar energía y
aprovechar al máximo la luz solar. Europa en su conjunto, con algunas
excepciones, decidió adelantar una hora más durante el horario de verano, con
objeto de tener más horas de sol por las tardes. Con tal cambio, todavía
vigente y que hoy se corrige, nuestro país acumula dos horas de adelanto sobre
el que le correspondería por la luz solar. Por ese motivo, en los días
veraniegos, cuando más calor hace, el sol luce sobre nuestras cabezas hasta
cerca de las diez de la noche. Una excelente circunstancia para el turismo,
pero para quien tiene que madrugar al día siguiente para trabajar, las casas
recalentadas no le permiten conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada.
Evidentemente, la medida estaba pensada para los países nórdicos, en los que
oscurece más temprano y así aprovechan mejor la luz diurna.
Nunca me han convencido ni gustado estas modificaciones
horarias. Además de ilógicas, por lo ya expuesto, me parecen contraproducentes,
dado los trastornos innecesarios que ocasionan. Ni siquiera entonces, cuando se
adoptaron, estos cambios contribuían a ningún ahorro energético. Y menos en un
país ubicado en latitudes tan al sur, donde los rayos del sol inciden de manera
más directa. Porque lo que ahorramos en bombillas que no hay que encender, nos lo
gastamos en aires acondicionado que hay que mantener a pleno rendimiento hasta
bien entrada la noche. Sin embargo, todavía continuamos practicando tales
cambios horarios. ¿Por qué?
A veces las medidas se mantienen por pura inercia. Otras
veces, porque nadie evalúa sus efectos y logros. Además, existe una cierta resistencia
a modificar lo establecido, si no es a causa de una fuerte presión social que
lo demande. Y, en este caso, la presión que ejercen las industrias del turismo
es en el sentido de mantener los cambios, ya que beneficia al negocio. Y una parte
de la población, acostumbrada a veranos largos y al disfrute vacacional, es
sumamente reacia a recuperar el horario más natural, aunque ello suponga más
gasto energético para el país. Un país, no lo olvidemos, en el que el turismo
es la primera fuente de riqueza de una economía, como la nuestra, enfocada al
sector servicios. Más que por aquellas excusas ahorrativas iniciales, los
cambios se mantienen fundamentalmente porque favorecen a la hostelería, el
negocio hotelero y al turismo.
Hacer coincidir nuestros ritmos biológicos y los relojes
internos con los ciclos de luz y oscuridad del día, cuyas alteraciones
ocasionan trastornos en los hábitos alimenticios, los de sueño y descanso, y en
la actividad que desarrollamos en función de ellos, no es tenido en cuenta en
absoluto. Dos veces al año nos vemos sometidos a cambios horarios que nos
obligan a cambiar conductas y hábitos biológicos. Y quienes más los sienten -y
los sufren- son los ancianos y los niños, que continuamente han de aclimatarse
a estos cambios horarios.
Como en todo, existen partidarios y detractores de un
horario y otro. Si no se puede ya adoptar el huso horario que nos corresponde
geográficamente, yo particularmente prefiero que se mantenga definitivamente,
durante todo el año, el actual horario de invierno. Es cierto que oscurecerá
más temprano, casi al término de la jornada laboral, pero también amanecerá más
temprano, justo cuando emprendemos nuestras actividades cotidianas y los niños
han de acudir a los colegios. Y en verano, cuando el sol derrite sin piedad el
asfalto, la noche empezará antes a refrescar calles y casas, permitiéndonos
disfrutar o descansar más cómodamente, sin estar empapados en sudor. Y es que, a estas alturas de mi vida, estoy
más a gusto sin tantos cambios y disfrutando del fresco antes que padeciendo
calor. Será cuestión de edad.
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