jueves, 22 de octubre de 2020

Simpatía por la herejía

La herejía es una práctica condenada por el poder establecido, cualquier poder. Pero es en el ámbito religioso donde cobra toda su nefasta significación, porque era la acusación más recurrente para condenar al disidente de las normas o los dogmas al silencio, en el mejor de los casos, o la muerte. Todas las religiones, inevitablemente intolerantes al creerse únicas en la verdad, tienen manchadas de sangre las manos por castigar con la muerte a sus herejes. Desde Lutero, Calvino, Mahoma o la Inquisición católica, las grandes religiones monoteístas cargan con una negra historia de asesinatos y violencia inhumana a sus espaldas en nombre de Dios. A pesar de tanta violencia, nunca han podido acabar con los reiterados brotes de herejía que surgen entre sus fieles menos aborregados, entre quienes les daba por pensar además de creer. Son pensadores a contracorriente que desde joven han despertado mi fascinación. Me atraían por ser ejemplos de personas que pensaban por su cuenta y morían por sus ideas. Y me resultaba admirable ese afán por cuestionarlo todo, entre otras cosas, porque yo siempre he dudado de lo que se me ofrecía -normas, ideas, costumbres, disciplinas, etc.- como algo incuestionable e inmutable. Pero, en comparación con ellos, he tenido más suerte: mi actitud sólo me ha causado ser considerado un indisciplinado, no carne de hoguera.

Los que ponen en duda ideas preconcebidas, los que disienten de lo establecido, lo que discuten el pensamiento dominante, los que niegan argumentos de autoridad y los que someten a razón todo constructo humano suelen ser tachados de herejes. Sin embargo, son ellos, con sus dudas y sus críticas a las reglas y usos establecidos, los que hacen avanzar el pensamiento y las instituciones, los que traen la modernidad, la racionalidad y la justicia a los ámbitos donde faltaban. Y los que tenían razón frente al inmovilismo anquilosante de lo establecido. Muchos de ellos murieron por decir y mantener lo que pensaban, sin retractarse ante los ignorantes que los juzgaban y condenaban. El tiempo y la historia demostraron que los equivocados fueron los jueces y los dogmáticos, y que los disidentes eran los que alumbraron la verdad más limpia y acertada, aunque unos pocos de ellos participaran de la insolencia del soberbio. Hoy sabemos con certeza que la Tierra gira, como ha hecho siempre, alrededor del Sol, aunque la Iglesia haya condenado a Giordano Bruno a la hoguera por proclamarlo y afirmar que nuestro mundo no era el centro del Universo. Bruno murió porque no se retractó como hizo, años más tarde, Galileo Galilei (“Eppur si muove”) para salvar la vida.

Los herejes son los discrepantes con lo asumido ciegamente. Son rebeldes con lo dado, evidencian las contradicciones de lo que se nos ofrece como verdad. Son, en suma, los que hacen mejorar nuestros conocimientos con sus dudas y amplían nuestras visiones de la realidad. En absoluto representan un peligro, sino una oportunidad para repensarlo todo, para avanzar. Y hoy, en que estamos sometidos a la dictadura del pensamiento único y con el temor de expresar lo políticamente incorrecto, la presencia de herejes, en el más amplio de los sentidos, es más necesaria que nunca. En medio de la confusión que nos provoca la sobreinformación continua, los bulos malintencionados y las mentiras bien construidas, el pensamiento herético sirve de guía para iluminarnos y aclararnos las ideas, ayudándonos a ser críticos y desconfiados. A pensar, investigar y no dar nada por sentado.

Antonio Pau, un curioso jurista y escritor, acaba de publicar un interesante librito titulado Herejes (Editorial Trotta, 2020), en el que reseña las breves biografías de veintidós de ellos, junto a las ideas que mantuvieron y que provocaron sus condenas. Desde Marción de Sínope hasta Miguel Servet, pasando por Valentín el Gnóstico y el Maestro Eckhart, descubrimos los rasgos esenciales de esas personas que se alejaron de la ortodoxia por ser fieles a lo que pensaban con honradez y con el mejor de los propósitos: aproximarse racionalmente a la verdad. Conociendo sus vidas, nos percatamos que no era recomendable ser un hereje. Incluso hoy seguimos considerando a quien se aparta de lo establecido como un excéntrico que quiere distinguirse estando disconforme con todo. El prejuicio con el hereje se mantiene intacto, lo que hace aumentar mi admiración y simpatía por él.

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