Percibimos un árbol, olemos un café, oímos el trino de un
pájaro, distinguimos lo dulce de lo salado o notamos lo liso de lo rugoso y lo
frío de lo caliente cuando nuestro cerebro ya ha acumulado, con toda nuestra
experiencia perceptual, datos ingentes de unos “inputs” sensoriales que les
llegan desprovistos de color, forma y sonido, y elabora con ellos una conjetura
posible, la mejor de muchas -esa “alucinación controlada”-, sobre las causas
probables que pueden producirlos. Vemos un árbol cuando nuestro cerebro elabora
el “concepto” de árbol. Si no, no lo distinguiríamos de entre la amalgama de
ondas electromagnéticas que capta el ojo y procesa el cerebro. Según Eric Kandel,
otro neurocientífico, no existe ninguna “mirada inocente”, sino conceptos
previamente clasificados para interpretar la información visual. Lo que le
sirve a Seth para subrayar que “cualquier percepción es algo que un organismo hace,
y no una información pasiva que se le suministra a una ‘mente´ centralizada”.
¿Y por qué nuestro cerebro elabora estas construcciones
perceptivas como si fuesen objetivamente reales? Porque la finalidad de la
percepción es guiar la acción y la conducta: potenciar las posibilidades de
supervivencia del organismo. No percibimos el mundo como es, sino como nos es
más útil percibirlo.
¿Y cómo nos “percibimos” nosotros mismos? Mi “yo”, tu “yo”,
cualquier “yo” se elabora de idéntico modo, pues también es una inferencia de
la percepción, otra alucinación controlada, aunque de un tipo muy especial. La
percepción del mundo, a través de los sentidos, se le llama exterocepción. Y a
la percepción del cuerpo desde dentro, interocepción. Estas últimas se
transmiten desde los órganos internos del cuerpo hasta el sistema nervioso
central. Sirven, básicamente, para facilitar información de esos órganos y del
funcionamiento del estado general del organismo. Y ello es así porque en lo más
profundo del yo se sitúa la experiencia de ser un organismo vivo. De
hecho, el principal objetivo de todo organismo es mantenerse con vida. Todos
los seres vivos procuran conservar su integridad fisiológica ante los peligros
y las oportunidades. Por eso tienen cerebros.
La consciencia (que parece depender de la actividad neuronal del sistema talamocortical) no es algo que tengamos gracias a un poder
sobrenatural o divino, sino que surge y es parte de la naturaleza. La evolución
ha moldeado y dotado a nuestros cerebros para el control y la interpretación de
las percepciones, externas e internas, indispensables para la supervivencia.
Ello nos ha permitido manejarnos por los complejos entornos en los que surgimos,
crecimos y prosperamos los seres humanos, facilitándonos, también, la capacidad
de aprender de actos voluntarios previos para hacerlo mejor la siguiente
ocasión. Por eso, no vemos las cosas como son, las vemos como somos. Incluidos nosotros
mismos.
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*La creación del yo, Anil Seth, editorial Sexto
Piso, Madrid, 2023.
Véase también la entrevista “La consciencia no viene dada
por un ser divino, es parte de la naturaleza”. El País, 28/04/2023, pág. 25.
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