martes, 18 de mayo de 2021

Matanza de palestinos

Todo un programa meticuloso de exterminio del pueblo palestino, confinado durante décadas en zonas acotadas, estrechas y separadas entre sí en lo que antaño fue su país y donde viven hacinados como en una cárcel, sin libertad, apretados, vigilados y periódicamente aniquilados, es lo que se desprende de los bombardeos indiscriminados que está realizando estos días el Ejército israelí sobre la Franja de Gaza, bajo la excusa de defenderse -de forma tan desproporcionada que parece más bien una ofensiva- del lanzamiento de cohetes que la milicia de Hamás dispara desde allí hacia Israel.

Se trata de la enésima escaramuza violenta, en los últimos setenta años, del eterno conflicto palestino-israelí, al que la intransigencia de la parte hebrea, sobre todo, no permite que se solucione pacíficamente para lograr un acuerdo justo, que recoja los derechos de ambos bandos. Al contrario, lo que demuestran los hechos es que Israel no desea la paz mientras obtenga réditos políticos y geoestratégicos, tanto internos como regionales y globales, manteniendo indefinida y periódicamente la tensión. Alberga un objetivo inconfesable, pero conocido: la aniquilación total del pueblo árabe palestino y todo lo que representa la antigua Palestina, con sus símbolos y raíces. Y se aplica a ello con quirúrgica precisión, ejecutando ante la cómplice indiferencia del mundo una auténtica matanza de su población. El mecanismo del que se vale es siempre el mismo: acción, reacción y contundente contrarreacción, de modo que parezca que son los palestinos quienes inician continuamente las agresiones, como pretende ahora, una vez más, hacer con este feroz e indiscriminado ataque a Gaza.    

Es verdad que Hamás, la milicia palestina islamista que inicialmente Israel ayudara a crear para debilitar a la Organización de Liberación de Palestina (OLP), está lanzando toscos misiles desde Gaza hacia Jerusalén y otros enclaves israelíes que, sólo por su número -miles de cohetes- unos pocos de los cuales logran esquivar el escudo antimisiles hebreo. En respuesta a esos lanzamientos, el Ejército judío lleva cerca de dos semanas, de forma desproporcionada, bombardeando la Franja por tierra, mar y aire. El balance hasta la fecha es de 200 muertos e infinidad de heridos palestinos, casi en su totalidad civiles y muchos de ellos niños, y 10 muertos israelíes, entre ellos un militar. Ante la opinión pública, Israel se defiende, y tiene derecho a ello, como no se cansa de repetir su presidente, Benjamin Netanhayu, quien sin embargo se niega considerar ninguna tregua de las hostilidades, como le reclaman la ONU y otros mediadores internacionales, y menos aún a buscar un diálogo que detenga la auténtica carnicería que se está practicando contra la población gazatí.      

Lo que calla Israel es que el origen de esta nueva escaramuza de destrucción y violencia tiene que ver con las provocaciones a los palestinos efectuadas por las autoridades hebreas para obstaculizar su acceso a la Ciudad Vieja de Jerusalén con ocasión del fin del Ramadán. Allí, en torno a la mezquita de Al-Adsa, la policía hebrea ocupó aquel recinto sagrado y se empleó de forma abusiva y desproporcionada, dejando un reguero de más de 170 heridos palestinos y 17 policías lesionados. La brutalidad de la represión policial fue tal que desencadenó múltiples manifestaciones de protesta de palestinos y árabes israelíes, que pronto se extendieron a otros países árabes de Oriente Próximo.

A ello hay que sumar la intención hebrea de desalojar a no menos de setenta familias palestinas de sus hogares, en el barrio de Seikh Jarrah de Jerusalén, que habitaban desde hacía décadas, para entregarlas a supuestos propietarios judíos que presumen de documentos acreditativos ante los tribunales israelíes. Tal enfrentamiento falsamente “inmobiliario” generó crispación en la comunidad palestina y choques con los “invasores” judíos que tratan de arrebatarles sus posesiones. En ese clima de indisimulada limpieza étnica, la muerte a tiros de un joven árabe durante una reyerta entre extremistas judíos y radicales árabes en Lod, encendió la espiral de la violencia entre ambas comunidades y el resurgir de disturbios generalizados, cada vez más graves. Sin estos antecedentes, no es posible explicar el recíproco lanzamiento de misiles y bombas entre Gaza e Israel.

Ya se cuidan las autoridades hebreas de elaborar la narrativa imperante del conflicto. Para ello han bombardeado los edificios donde se ubicaban los medios de comunicación y las agencias de prensa en Gaza. E impiden, además, que ningún periodista tenga acceso a la Franja para cubrir desde allí los hechos. Incluso se han permitido difundir desinformación, como cuando el propio Ejército advirtió de una próxima invasión terrestre, que sirvió para que altos mandos de Hamás, objetivo de los israelíes, se expusieran a abandonar sus escondrijos. Como se ve, la información es la primera víctima de toda guerra, también de esta.

Si todo lo anterior, que emerge súbitamente como el vapor a través de la espita de una olla a presión, lo inscribimos en el contexto de un pueblo que fue expulsado de sus tierras para la creación del Estado de Israel, empujado a campamentos de refugiados en países limítrofes o reducido en espacios limitados (Cisjordania y Gaza), como las reservas indias en Norteamérica, sin que hasta la fecha ni la ONU con sus resoluciones ni las intifadas palestinas hayan conseguido materializar el sueño de construir dos Estados que se reconozcan mutuamente, conviviendo en vecindad, paz y seguridad dentro de las fronteras reconocidas en 1967, según resoluciones de la ONU, el derecho internacional y los acuerdos bilaterales. Toda una utopía ante la intransigencia israelí.

Y al que, como colofón, el último Plan de “paz” promovido por Donald Trump no hacía más que volver a humillar, al satisfacer sólo las aspiraciones israelíes en el conflicto y prometer la consecución de un Estado palestino que se diluía en múltiples condicionantes, mientras sancionaba la “infestación” de sus territorios, que se mantendrían separados, por colonias judías, que no sólo ocupan sus tierras, sino que con su presencia reducen la densidad de la población árabe del territorio de cara a futuros plebiscitos supuestamente democráticos. Además, en contra de su estatus internacional, reconocía Jerusalén como capital del Estado judío, daba por válidas las anexiones israelíes de enclaves ocupados (Altos del Golán, arrebatado a Siria) y hurta a Palestina el Valle del Jordán, que queda bajo control militar israelí.

De ahí que, como describiera la escritora Almudena Grandes, “la iniquidad produce iniquidad que produce iniquidad”. Es lo que contemplamos, hoy, con el enésimo brote de violencia de un conflicto alimentado por una iniquidad histórica y con solo una víctima: el pueblo palestino, por mucho que Israel diga que únicamente está defendiéndose, como quien se defiende de las moscas a cañonazos.   

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