Se trata de la enésima escaramuza violenta, en los últimos
setenta años, del eterno conflicto palestino-israelí, al que la intransigencia de
la parte hebrea, sobre todo, no permite que se solucione pacíficamente para lograr un acuerdo justo, que recoja los derechos de ambos bandos. Al contrario,
lo que demuestran los hechos es que Israel no desea la paz mientras obtenga
réditos políticos y geoestratégicos, tanto internos como regionales y globales,
manteniendo indefinida y periódicamente la tensión. Alberga un objetivo inconfesable,
pero conocido: la aniquilación total del pueblo árabe palestino y todo lo que
representa la antigua Palestina, con sus símbolos y raíces. Y se aplica a ello con
quirúrgica precisión, ejecutando ante la cómplice indiferencia del mundo una
auténtica matanza de su población. El mecanismo del que se vale es siempre el
mismo: acción, reacción y contundente contrarreacción, de modo que parezca que son
los palestinos quienes inician continuamente las agresiones, como pretende
ahora, una vez más, hacer con este feroz e indiscriminado ataque a Gaza.
Es verdad que Hamás, la milicia palestina islamista que
inicialmente Israel ayudara a crear para debilitar a la Organización de
Liberación de Palestina (OLP), está lanzando toscos misiles desde Gaza hacia
Jerusalén y otros enclaves israelíes que, sólo por su número -miles de cohetes-
unos pocos de los cuales logran esquivar el escudo antimisiles hebreo. En
respuesta a esos lanzamientos, el Ejército judío lleva cerca de dos semanas, de
forma desproporcionada, bombardeando la Franja por tierra, mar y aire. El
balance hasta la fecha es de 200 muertos e infinidad de heridos palestinos,
casi en su totalidad civiles y muchos de ellos niños, y 10 muertos israelíes, entre
ellos un militar. Ante la opinión pública, Israel se defiende, y tiene derecho
a ello, como no se cansa de repetir su presidente, Benjamin Netanhayu, quien sin
embargo se niega considerar ninguna tregua de las hostilidades, como le
reclaman la ONU y otros mediadores internacionales, y menos aún a buscar un
diálogo que detenga la auténtica carnicería que se está practicando contra la
población gazatí.
A ello hay que sumar la intención hebrea de desalojar a no
menos de setenta familias palestinas de sus hogares, en el barrio de Seikh
Jarrah de Jerusalén, que habitaban desde hacía décadas, para entregarlas a
supuestos propietarios judíos que presumen de documentos acreditativos ante los
tribunales israelíes. Tal enfrentamiento falsamente “inmobiliario” generó crispación
en la comunidad palestina y choques con los “invasores” judíos que tratan de
arrebatarles sus posesiones. En ese clima de indisimulada limpieza étnica, la
muerte a tiros de un joven árabe durante una reyerta entre extremistas judíos y
radicales árabes en Lod, encendió la espiral de la violencia entre ambas
comunidades y el resurgir de disturbios generalizados, cada vez más graves. Sin
estos antecedentes, no es posible explicar el recíproco lanzamiento de misiles
y bombas entre Gaza e Israel.
Ya se cuidan las autoridades hebreas de elaborar la
narrativa imperante del conflicto. Para ello han bombardeado los edificios
donde se ubicaban los medios de comunicación y las agencias de prensa en Gaza.
E impiden, además, que ningún periodista tenga acceso a la Franja para cubrir desde
allí los hechos. Incluso se han permitido difundir desinformación, como cuando
el propio Ejército advirtió de una próxima invasión terrestre, que sirvió para
que altos mandos de Hamás, objetivo de los israelíes, se expusieran a abandonar
sus escondrijos. Como se ve, la información es la primera víctima de toda
guerra, también de esta.
Y al que, como colofón, el último Plan de “paz” promovido
por Donald Trump no hacía más que volver a humillar, al satisfacer sólo las
aspiraciones israelíes en el conflicto y prometer la consecución de un Estado
palestino que se diluía en múltiples condicionantes, mientras sancionaba la “infestación”
de sus territorios, que se mantendrían separados, por colonias judías, que no
sólo ocupan sus tierras, sino que con su presencia reducen la densidad de la población árabe del
territorio de cara a futuros plebiscitos supuestamente democráticos. Además, en
contra de su estatus internacional, reconocía Jerusalén como capital del Estado
judío, daba por válidas las anexiones israelíes de enclaves ocupados (Altos del
Golán, arrebatado a Siria) y hurta a Palestina el Valle del Jordán, que
queda bajo control militar israelí.
De ahí que, como describiera la escritora Almudena Grandes, “la
iniquidad produce iniquidad que produce iniquidad”. Es lo que contemplamos,
hoy, con el enésimo brote de violencia de un conflicto alimentado por una
iniquidad histórica y con solo una víctima: el pueblo palestino, por mucho que
Israel diga que únicamente está defendiéndose, como quien se defiende de las
moscas a cañonazos.
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