jueves, 13 de mayo de 2021

Confusión ideológica

En esta época confusa y líquida, las ideas no resultan tan definidas o concretas como antaño, cuando estas servían para diferenciar con meridiana claridad lo bueno de lo malo, la verdad de la falsedad o la derecha de la izquierda, y distinguir nuestras certezas de las ignorancias. Al contrario de lo que sucede hoy, hubo un tiempo en que las cosas no tenían matices, eran claras: el enemigo estaba identificado y todos, excepto sus afines, lo combatían sin establecer equidistancias, no se banalizaban los grandes males y la vida era mucho más dura y menos confortable que en la actualidad, por mucho que nos quejemos.

Para una generación de la que formo parte, en aquellos años se entendía la política y la economía, si es que pueden considerarse cosas distintas, como dos caras de un mismo proyecto, una realidad que se generaba a partir del modelo ideológico predominante en cada lugar y tiempo. Para unos, la política era consecuencia de la economía y, para otros, era la economía la derivada de la política, algo parecido a las infraestructura y superestructura de la teoría marxista. Aquello que nos resultaba tan evidente no procedía de estudios académicos ni siquiera informales, sino de la simple apreciación que cualquier profano en ciencias sociales, pero suficientemente ideologizado por la experiencia y las lecturas, obtenía en la formación de su conciencia política.

Tras la muerte del dictador -pues aquí hubo una dictadura, el mayor estímulo ideológico-, esa visión ideologizada de la realidad se materializó durante décadas en un bipartidismo político que distinguía diáfanamente los modelos sociales enfrentados: el de la derecha y el de la izquierda, el que asumía la política en función de la economía (modelo capitalista) y el que subordinaba la economía a la política (modelo socialista). Para los primeros, la economía y el mercado serían los encargados de modelar la sociedad y satisfacer sus necesidades; y para los segundos, era la sociedad la que controlaría y regularía la actividad económica de manera que sirviese para corregir las desigualdades y las injusticias que soportan los ciudadanos por sus condiciones de origen.

Asumiendo la influencia de tales condiciones, era posible determinar qué modelo social podría convenir a los intereses de los ciudadanos, según la clase social a la que pertenezcan. Los pudientes y afortunados engrosarían las filas de la derecha, la que preconiza que debía prevalecer el capital y la economía sobre el interés social, mientras que los obreros y los sin recursos nutrirían las huestes de la izquierda, que defiende que la economía ha de ser un instrumento de equidad y justicia social. Y entre ambos grupos, se hallaría una amplia zona central, integrada por una clase media a medio camino entre la burguesía y el proletariado, que fluctúa entre un bando y otro, posibilitando la alternancia en el poder de la derecha y la izquierda, según circunstancias coyunturales. Como es obvio, se trata de una lectura simple, pero comprensible, coherente y hasta predecible electoralmente sobre la organización social y económica de la realidad. Del mismo modo, también se percibían simplificados los problemas a los que debía hacer frente la sociedad en su conjunto: riqueza/pobreza, privilegios/derechos, injusticia/igualdad, opresión/libertad, prebendas/oportunidades.

Desde tales esquemas mentales, cuando hoy escuchamos la reivindicación callejera de “libertad” por parte de quienes perciben las restricciones sanitarias a causa de una pandemia como intolerables medidas de opresión, tachándolas incluso de dictadura democrática. no se da crédito a los oídos. Mayor perplejidad provoca, si cabe, que los que pertenecen a clases trabajadoras y humildes, que dependen para la satisfacción de sus necesidades básicas de los servicios públicos que provee el Estado de bienestar, depositen su confianza en partidos que persiguen la prevalencia del capital sobre la política, es decir, priorizan la economía a la protección de la salud de la población. Tales comportamientos resultan chocantes para aquella mentalidad del pasado, al evidenciar la confusión y las contradicciones que caracterizan la visión política en la actualidad. Y, lo que es más grave, la pueril banalización que se hace de conquistas sociales, como la libertad, que no sólo fueron costosas en vidas y sacrificios, sino que aspiran a objetivos de emancipación más elevados para la dignidad humana que la mera distracción lúdica en bares y discotecas.

Tal mezcolanza ideológica, que vuelve indistinguible aquellos enfoques antiguos de economía y política, nos trae a la memoria el fin de la historia, ese negro porvenir que plantease con clarividencia el escritor Fukuyama, en el que desaparecería la evolución del pensamiento humano debido al aplastante dominio del sistema capitalista a nivel mundial. Porque, llegados a ese futuro en el que no hay alternativas, la única lógica imperante será la mercantil. La misma que persigue la derecha neoliberal, que exige rentabilidad o “sostenibilidad” financiera de cualquier servicio público que provea el Estado, ya sea un hospital, una carretera o un colegio, para, acto seguido, ceder los más rentables a la iniciativa privada, cuya finalidad es el lucro, para su construcción y explotación.

Gracias a esa confusión, se ha logrado una especie de desideologización de la ciudadanía que contagia transversalmente a toda la sociedad y que hace que personas de toda condición se sientan convencidas de que el derecho a la vida deba supeditarse a la libertad de ocio, que el liberalismo económico haya de prevalecer sobre la política y que el único sistema que garantiza el bienestar personal y la salvaguarda de derechos y libertades sea el sistema capitalista de libre mercado. Y que todo lo demás (salud, igualdad, seguridad, trabajo, educación, justicia, etc.) habrá de estar subordinado a lo que permita la economía con sus leyes mercantiles.

En esta sociedad “líquida” actual, como la definió Bauman, en que además de la desideologización abundan el individualismo y unas estructuras (trabajo, familia, relaciones, compromisos) cambiantes y efímeras, no resulta extraño que cunda la confusión y la incoherencia, hasta el punto de entregar nuestra confianza a quienes defienden intereses contrarios de los que nos convienen. Y lo hacemos porque ya nada es seguro ni verdadero, como nos han hecho creer las fakenews y quienes las propagan, para que pongamos en duda hasta las vacunas y la existencia de una pandemia vírica. Incluso nos han mentalizado de que todos los partidos y los políticos son iguales, contribuyendo, así, a esa muerte de las ideologías que tanto beneficia a los que predican las bondades de una gestión exclusivamente económica.

Pero esta confusión y desideologización son intencionados, curiosamente tienen motivos ideológicos y económicos precisos por parte de poderes e intereses que se camuflan detrás de palabras, como libertad, de un significado simbólico y real que conmueve con solo escucharlas. Se utilizan como eficaz reclamo entre quienes, no sólo ignoran lo que costó conseguirlas, sino el hondo valor que contienen y que se desprecia al banalizarlo.  Cuando ya ni se conoce nuestro lugar en sociedad ni importan los proyectos o las ideas sobre la mejor manera de organizarnos colectivamente, cuando no se valora lo que nos conviene para que el futuro que se ambiciona dependa sólo de nuestras propias manos, caemos presos de la confusión y la manipulación. Cuando nos incapacitan para todo juicio crítico, fundado en las causas de los hechos, nos dejamos guiar con docilidad por los que siembran confusión y alimentan la desideologización. Justamente, lo opuesto a la curiosidad e inquietud política y económica de quienes sufrieron tiempos peores y más opresivos que los actuales, cuando la libertad era la promesa de un horizonte de expansión para el espíritu humano sin ataduras, no sólo la exigencia de un derecho a emborracharse.

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