No me dio tiempo. Entre leer los carteles y mirar la cara de
la gente, dada mi inclinación a curiosear la sociología del paisaje, pasé de un
recinto de espera a otro de inmunización sin poder ojear la prensa. Rápidamente
me conminaron a acceder a un box donde te identifican, introducen los datos del
lote de la vacuna en tu historial y proceden a inyectarte. Eran tres
sanitarios, con sus uniformes, mascarillas y guantes correspondientes, y
sobrados de una amabilidad que calmaba todas las suspicacias que pudieras
albergar. Una amabilidad que se transformó en camaradería en cuanto les notifiqué
que yo también era un sanitario… jubilado. Intercambiamos comentarios e
impresiones que me hicieron sentirme honrado de pertenecer a un colectivo que
presta tan enorme servicio a la población en una situación realmente excepcional.
Les agradecí su trabajo y esmerada atención, percibiendo en sus miradas la
satisfacción de que, por unos instantes, alguien no sólo reconociera su
trabajo, sino que tuviera conocimiento de su verdadero valor y trascendencia.
Salí de allí feliz. Estaba vacunado. Pero la felicidad
surgía más por una sensación de orgullo profesional que por la vacuna que
finalmente me fue administrada. Ahora sólo resta que ambas cosas surtan efectos:
que la inyección me prevenga de la enfermedad y que la admiración por los
sanitarios se extienda en todos los campos de su actividad y a lo largo del
tiempo y de los Presupuestos Generales del Estado. Gracias, compañeros.
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