viernes, 7 de mayo de 2021

Vivencias de un (casi) enclaustrado (27)

Ayer me vacunaron, por fin. No creo que lo hicieran tarde o temprano, sino cuando pudieron y me tocaba, a pesar de que yo mismo había solicitado vía telemática la cita. Como dije en otra vivencia, el trámite resultó sencillo y rápido, más eficaz de lo que esperaba. Y el procedimiento mismo del pinchazo me sorprendió por su buena organización y mejor ejecución, en especial por parte de los sanitarios que me atendieron. Y eso que estaba en un vacunómetro que despacha a miles de ciudadanos, cada uno con sus temores y sus prejuicios, a los que hay que tomar la temperatura y obligarlos a respetar las normas establecidas y mantener las distancias interpersonales. Todos vamos suficientemente mentalizados con estas medidas sanitarias después de más de un año esquivando la pandemia. Y cumplirlas una vez más, precisamente en la puerta de entrada para la salida de esta pesadilla, constituía una esperanza largamente soñada. Así que, con una obediencia cercana al borreguismo, seguí escrupulosamente todas las indicaciones que me efectuaron, con mi periódico en la mano por si la espera se hacía larga.

No me dio tiempo. Entre leer los carteles y mirar la cara de la gente, dada mi inclinación a curiosear la sociología del paisaje, pasé de un recinto de espera a otro de inmunización sin poder ojear la prensa. Rápidamente me conminaron a acceder a un box donde te identifican, introducen los datos del lote de la vacuna en tu historial y proceden a inyectarte. Eran tres sanitarios, con sus uniformes, mascarillas y guantes correspondientes, y sobrados de una amabilidad que calmaba todas las suspicacias que pudieras albergar. Una amabilidad que se transformó en camaradería en cuanto les notifiqué que yo también era un sanitario… jubilado. Intercambiamos comentarios e impresiones que me hicieron sentirme honrado de pertenecer a un colectivo que presta tan enorme servicio a la población en una situación realmente excepcional. Les agradecí su trabajo y esmerada atención, percibiendo en sus miradas la satisfacción de que, por unos instantes, alguien no sólo reconociera su trabajo, sino que tuviera conocimiento de su verdadero valor y trascendencia.

Salí de allí feliz. Estaba vacunado. Pero la felicidad surgía más por una sensación de orgullo profesional que por la vacuna que finalmente me fue administrada. Ahora sólo resta que ambas cosas surtan efectos: que la inyección me prevenga de la enfermedad y que la admiración por los sanitarios se extienda en todos los campos de su actividad y a lo largo del tiempo y de los Presupuestos Generales del Estado. Gracias, compañeros.  

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