domingo, 5 de noviembre de 2023

Ni católico ni monárquico

Espero no espantar a nadie si admito que no soy católico (y de ninguna otra religión) ni monárquico. Pertenecer a ellas por tradición o costumbre –como suele la mayoría de sus acólitos- me parece ilógico y acomodaticio. Soy arisco a ambas sectas por personal elección racional. He de reconocer, no obstante, que mis padres me prestaron ayuda, pues no corrieron a bautizarme hasta que yo fuera capaz de tener una opinión al respecto. Y, evidentemente, elegí no hacerlo. Pero la elección de la monarquía no ha estado a mi alcance ni a la de nadie, pues nos la incluyeron de manera inseparable, como los suplementos dominicales de los periódicos,  con la Constitución. Ello no obsta para que siga prefiriendo la república a una monarquía.

Porque, por un parte, para mí, creer en un ser sobrenatural y eterno que, en función de mandamientos y normas sospechosamente humanos, nos impone una tutela moral a nuestras vidas más allá de cualquier consideración ética del bien y del mal, me parece de un infantilismo supino, más propio de supersticiosos y miedosos de la soledad ontológica que producto de un razonamiento crítico.

Y por otra, pienso que la máxima representación del Estado de un país civilizado –un símbolo convenido en democracia- recaiga por herencia  en el linaje de una familia determinada, me resulta no sólo ingenuo sino un arcaísmo que se arrastra desde cuando considerábamos, por ignorancia o fantasías de poder, que los reyes eran encarnaciones de los dioses. Por todo ello, no creo ni en dios ni en el rey. Es más, desconfío de religiones y de coronas inviolables y sucesorias, por muy parlamentarias que sean estas últimas.

Dicho lo cual, creo que, desde esa percepción externa carente de vínculos afectivos o tradicionalistas, podría aportar algún comentario, tal vez menos subjetivo que el de los acólitos aludidos, acerca de la curiosa coincidencia temporal y espacial (aquí y ahora) que se ha producido hace unos días con la presentación del informe del Defensor del Pueblo sobre la pederastia en el seno de la Iglesia Católica de nuestro país y el juramento (que no promesa, que sería lo correcto en un acto civil y no religioso) de la Constitución, realizado por la heredera al trono de España, la princesa Leonor de Borbón Ortiz.

Son dos hechos distintos, pero no distantes ni nimios, que afectan a los símbolos de los poderes, divino y terrenal, que aun subyugan nuestra convivencia como comunidad supuestamente libre y democrática. Aparte de rituales y anécdotas, la monarquía y la iglesia son instituciones atávicas que han controlado -y controlan- a veces con hierro y otras con guantes de seda, los destinos de los españoles desde hace siglos, incluido el largo paréntesis de la dictadura, de la que la iglesia formó parte imprescindible para ahormar el espíritu religioso e ideológico de varias generaciones de españoles, y de la también emanó, por capricho arbitrario del dictador, la restauración de la actual dinastía borbónica que reina España, con la bendición "a posteriori" de la Constitución. De ahí que no sorprendan esos cuatro minutos de aplausos que dedicaron sus señorías parlamentarias al discurso de la princesa.

Ha sido un hollywoodense espectáculo de márketing, con salva de cañonazos, paseos en Rolls Royce, calles llenas de banderolas en las farolas, pantallas de televisión gigantescas en plazas madrileñas, reparto gratis de pastelitos con los colores de la enseña de España y empalagosos reportajes de televisión y prensa, la soporífera ceremonia de juramento a la Constitución de la princesa Leonor al cumplir 18 años, su mayoría de edad. Se alimentaba así, entronizándola como heredera al trono y a la futura Jefatura del Estado, la añoranza de una institución obsoleta que ha perdido casi todo el prestigio que consiguió cuando el rey Juan Carlos I hizo lo que tenía que hacer, apoyar la legalidad constitucional frente al golpe de Estado del teniente coronel Tejero, pero que ese mismo rey, ahora exiliado en una monarquía "hermana" árabe, dilapidó con sus desmanes personales y económicos.

Aunque quisiéramos, es un régimen del que no podemos libranos democráticamente porque nos está vedado gracias a la práctica imposibilidad de modificar la Constitución. En vez de votar un Jefe de Estado en unas elecciones o destituirlo en virtud de un proceso parlamentario, los españoles "disfrutamos" de una monarquía que solo tiene dos salidas: la abdicación o el derrocamiento, ninguna de ellas por decisión soberana del pueblo en las urnas. Mientras tanto, los ciudadanos hemos de asumir como elementos intrínsecos de la institución los privilegios que rodean a la familia real, las desigualdades que entraña y los insoportables cultos a la personalidad del monarca y su prole, como el que se ha producido con el acto de la princesa Leonor. ¿Todavía alguien estima más conveniente la monarquía que una república? ¿Qué miedos nos han inoculado para creer tal cosa?

Pero si el poder terrenal es motivo de desconfianza, el "divino", representado y ejercido por la Iglesia, no es más tranquilizador. Y entre los muchos miedos que genera la iglesia, católica en este caso, figura no el de arder en el infierno sino el daño físico y psíquico que causa en los niños, criaturas indefensas y vulnerables que son víctimas de pederastia cuando se acercan con ingenuidad e inocencia a las sotanas de algunos de sus pastores. Un daño que, por otra parte, siempre se ha sospechado o sabido y nunca denunciado, pero que a raíz de un informe del Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, realizado por encargo de las Cortes Generales, se ha podido conocer, cuantificar y señalar responsabilidades.

El amplio informe, fruto de un trabajo no exento de obstrucción y opacidad por parte de muchas diócesis, recopila los abusos que se produjeron entre los años 60 y 90 del siglo pasado en el ámbito religioso, lo que permite hacer una extrapolación estadística y sociológica que arroja un resultado de más de 400.000 víctimas de agresiones sexuales en el seno de la Iglesia Católica española, casi el uno por ciento de la población total. Pero la jerarquía eclesial, lejos de asumir el resultado del informe, con el cinismo con el que siempre ha procurado ocultar estos hechos acaecidos en su seno, ha intentado ahora minimizarlos y "contextualizarlos" con los producidos en otros ámbitos, como si eso restara gravedad y responsabilidad a lo sucedido tras los muros de las iglesias, parroquias, colegios religiosos, seminarios, etc.

Sin embargo, los datos revelan, para sonrojo de feligreses y ateos, que la Iglesia Católica española encabeza las iglesias del orbe católico en las que los depredadores sexuales de niños vestían hábitos religiosos y tenían colgados crucifijos del pecho. Y en la que era común encubrir a estos pederastas trasladándolos de parroquia o diócesis para negar los hechos. La propia iglesia cometía, de este modo, un doble pecado: el de encubrimiento y el de complicidad, que se añadían a la crueldad que se perpetraba en sus templos y demás espacios e instituciones dependientes de la Iglesia Católica de nuestro país.

La hipocresía exhibida por la Conferencia Episcopal ha sido inmensa, a la hora de valorar el alcance de un problema que, en cualquier otro ámbito, hubiera acarreado importantes consecuencias penales y sociales. Y la ha mostrado porque, como entidad privada que disfruta de enormes privilegios, trata de eludir su responsabilidad, negar reparación a las víctimas y ser reacia a pedir perdón de modo sincero y honesto. Una actitud sorprendente, pues, aunque sea sabido que este asunto de la pederastia en la Iglesia Católica es global y en cada país se ha abordado y tratado de forma desigual, la resistencia de la jerarquía eclesial española no tiene comparación con la reacción que ha tenido en otros países. Hasta el Papa se ha visto obligado a convocar a los obispos españoles a una reunión extraordinaria en el Vaticano, prevista para finales de noviembre. Si bien el objeto de la misma es abordar la inspección de los seminarios en España, no pasa desapercibido que se produce en el contexto de la investigación de los abusos a menores en la iglesia.

Está visto que, por mucho que lo nieguen, el reino de las religiones -de todas ellas- está en este mundo, donde cometen los mismos abusos y atropellos que cualquier otro poder, aunque se escuden en las aspiraciones espirituales y morales con las que intentan adoctrinar a creyentes y no creyentes. Miedo me dan. Pero, con todo, todavía no sé de qué desconfío más: si de las religiones o de las monarquías. Mirándolo bien, asemejan idéntico tinglado. Es para pensárselo un rato, ¿no creen? 

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