lunes, 30 de diciembre de 2024
December en diciembre
viernes, 27 de diciembre de 2024
Despidámoslo en paz
A esta percepción pesimista contribuye la extrema debilidad de un gobierno dependiente en grado sumo de acuerdos a izquierda y derecha del Congreso, imposibilitado para sacar adelante ninguna iniciativa sin el beneplácito, a veces parecido al chantaje, de unos y otros socios. Un gobierno que desde el primer día nació con el estigma de ilegítimo e indigno, y al que desde entonces se le ha querido tumbar por cualquier medio sin esperar al único modo saludable en democracia: mediante las urnas y con propuestas de actuación alternativas que convenzan a los ciudadanos.
Aparte de una oposición frontal que se niega a reconocer ningún mérito, hay que añadir los frentes judiciales que acosan al Gobierno, debido a demandas por corrupción, algunas infundadas y basadas en recortes de prensa, que afectan a un exministro, rápidamente expulsado del partido, y a familiares del presidente del Ejecutivo (esposa y un hermano), acusados, a pesar de las indagaciones, sin pruebas ni indicios sólidos. Una situación, en cualquier caso, delicada en la que se entremezclan el lawfare con la instrucción sumarial rigurosa y la propaganda política con la intoxicación mediática. Al parecer, es el signo de los tiempos.
No resulta extraño, por tanto, que la impresión que tenga una gran parte de la población sea de franca desconfianza y amarga decepción, aun cuando la ejecutoria gubernamental pueda considerarse meritoria, con 15 leyes aprobadas este año -25 si se suman los decretos leyes convalidados (más de dos leyes al mes)-, sobre asuntos tan relevantes como la reforma de la Constitución para retirar el término “disminuido” a las personas con discapacidad. U otras de carácter social que hacen referencia a la suspensión de los desahucios hipotecarios, los subsidios de desempleo o las ayudas por la DANA, sin olvidar la ley ELA y otras.
No obstante, nadie parece estar contento de cómo le va, aunque le vaya relativamente bien, a pesar de que el número de personas con empleo marca registros históricos, los salarios recuperan poco a poco poder adquisitivo y emerge tras el horizonte la posibilidad de trabajar menos horas semanales sin que la nómina se resienta. Son pocos los que admiten la buena marcha de la economía, salvo The Economics, para quien la de España es la economía que mejor se comporta de toda la OCDE. O la propia Unión Europea, que confirma con sus estadísticas que la economía española crece más que la media.
Tampoco parece valorarse que vivamos en una sociedad más abierta y tolerante que nunca, en la que ya no nos asombra ni son delitos el aborto, la orientación sexual o los matrimonios homosexuales. Y donde el sistema educativo, aunque perfectamente mejorable, permite la escolarización obligatoria de todo niño en España, nazca donde nazca, y que el analfabetismo sea un vago recuerdo de épocas felizmente superadas.
Ni que enfermar no suponga mayor problema que el de acudir a un hospital de la sanidad pública para que sus profesionales nos atiendan con la capacidad y la preparación que envidian en otros países mucho más ricos que el nuestro.
Los escépticos mantienen esta sensación negativa aunque la inflación y los precios –incluidos los de la gasolina y la electricidad- estén bajo control, el salario mínimo vuelva a subir, las pensiones se revaloricen conforme al IPC, y continúen las ayudas –nunca suficientes ni inmediatas- a los más vulnerables y desfavorecidos de la sociedad. O, incluso, cuando se destinen ingentes cantidades en medios y recursos a los afectados por desgracias naturales imprevistas, como han sido la erupción de un volcán, unas inundaciones devastadoras o una pandemia de carácter internacional, todo ello concentrado en poco más de un lustro, sin contar los efectos económicos y comerciales de una guerra en el continente.Nada de lo positivo nos alegra. Al contrario, nos disponemos a despedir el año creyendo que los inmigrantes nos invaden y constituyen un grave problema porque están vinculados con la delincuencia u otros riesgos catastróficos, como se encargan de propalar los bulos xenófobos dictados por sectores conservadores y de extrema derecha. O que la burocracia de la Unión Europea, ese mercado continental al que tenemos acceso de manera prácticamente ilimitado, empobrece nuestra agricultura con sus normas y controles. Y que las paradas biológicas para no esquilmar determinadas especies, los límites de capturas y otras regulaciones similares solo sirven para que desaparezca la industria pesquera de nuestro país en beneficio de la foránea.
Esta negatividad sobre nuestras capacidades y potencialidades como país se expresa de manera recurrente cada vez que, con el final del año, enfrentamos un nuevo ciclo embargados de desánimo y pesimismo, sin pensar que el futuro será lo que queramos que sea, siempre y cuando el diagnóstico del presente no nuble o distorsione las expectativas del porvenir. Un futuro luminoso que puede estar al alcance con solo darnos cuenta de lo que tenemos y de lo que anhelamos en beneficio de todos. Y sobre todo, si asumimos el pensamiento del Kant más antropólogo cuando aventuraba aquello de que el género humano ha estado progresando siempre hacia lo mejor y así continuará en lo sucesivo, gracias al primado de la racionalidad.
Pero yo, en contra de mi optimismo, no aseguraría tanto, máxime cuando Trump –que jamás ha leído a Kant ni a ningún filósofo- vuelve por sus fueros; los palestinos siguen siendo masacrados en un genocidio prácticamente televisado; más de 11.000 inmigrantes han muerto ahogados este año tratando de llegar a nuestras costas; Putin amenaza con una guerra de misiles al resto del mundo; Miley no se desprende de su grosera motosierra, y tantos otros que convierten este planeta en un lugar inhóspito, triste y desagradable. Aun así, o precisamente por eso, apelaría, al menos, a que despidamos el año con esperanza y en paz. Con esperanza en nuestra racionalidad y en paz con nosotros mismos, pacíficos habitantes de un país tan privilegiado, en clima, recursos, culturas e ingenio, como el nuestro. No creáis que es poco pedir para el 2025.
sábado, 21 de diciembre de 2024
Israel: un país de, por y para la guerra
Porque lo que hoy llamamos Israel era lo que antes se conocía como Palestina, una parte del antiguo Imperio Turco Otomano. Cuando cayó este Imperio, tras la Primera Guerra Mundial, el Reino Unido asumió la administración de Palestina sin poder calmar las exigencias de árabes, sionistas y hasta de Francia, con quien compartía mandato. Las hostilidades entre los gobernantes británicos, la población árabe y los inmigrantes judíos fueron especialmente intensas durante las décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado, debido a la formación de grupos militares árabe y judíos.
Y es que, desde finales del siglo XIX (cuando se celebra, en 1897, el primer congreso sionista con intención de crear un hogar para los judíos en Palestina), comienza la llegada de inmigrantes judíos a aquellas tierras, la mayoría provenientes del Este de Europa, empujados por el creciente antisemitismo que sufrían en el Viejo Continente. Una inmigración que se dispararía con el ascenso nazi en Alemania y el exterminio que emprende de los judíos europeos. Esas oleadas de judíos hacia Palestina provocaron enfrentamientos cada vez más virulentos entre los palestinos que reivindicaban su independencia y los judíos recién llegados que consideraban como suyo aquel territorio.
Incapaz de contener el conflicto, el Reino Unido delega en Naciones Unidas, que emite en 1947 la Resolución 181, consistente en un plan que reparte la región entre dos Estados, uno árabe y otro hebreo, correspondiéndole a este último el 54 por ciento del territorio. Además, se le otorga a Jerusalén, ciudad simbólica para las tres religiones monoteístas presentes en la región (islamismo, judaísmo y cristianismo), el estatus de “corpus separatum” bajo un régimen internacional. Ni qué decir tiene que el plan fue aceptado con renuencia por los israelíes y rechazado por los árabes. Desde entonces, el conflicto no ha hecho más que enconarse y agravarse, justificando continuas escaramuzas y la permanente actitud bélica de Israel hacia sus vecinos.
De hecho, el mismo año en que se erige como Estado, Israel es atacado por Egipto, Siria, Jordania, Irak y Líbano, librando, así, su primera guerra regional, denominada Guerra de Independencia., con la que ocupa el 58 por ciento de Palestina, incluido el oeste de Jerusalén. Ello le permite ampliar en un 40 por ciento el territorio que tenía asignado en la resolución de la ONU. Y expulsa a un millón de palestinos al exilio, como refugiados, a Líbano y otros países árabes o los confina en Gaza y Cisjordania. Esta expulsión de palestinos de sus tierras es considerada como la “Nakba” (desastre o catástrofe) y otra resolución de la ONU (194) reconoce el derecho de retorno de estas personas refugiadas y de sus descendientes, cosa que sigue sin cumplirse.
En 1956 estalla la Guerra de Suez, debido a la actitud pro rusa del presidente de Egipto, el coronel Nasser, quien, guiado por sus aspiraciones nacionalistas contrarías al dominio colonial occidental, nacionaliza el Canal de Suez. Las potencias coloniales se alían entonces con Israel y atacan Egipto. Israel invade la península del Sinaí, y Gran Bretaña y Francia bombardean los aeropuertos egipcios y desembarcan en el puerto de Said, al norte del Canal. Es en este contexto cuando los refugiados palestinos comienzan a organizarse y surge Al Fatah, el Movimiento Palestino de Liberación, creado por Yasser Arafat, el grupo más importante de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina).
Una década más tarde, Egipto, con Siria e Irak, países adheridos
al nacionalismo panárabe liderado por Nasser, ataca en 1967 a Israel, que
responde de manera fulminante en lo que se conoce como la Guerra de los seis días. El Ejército israelí ocupa por entero la
Península del Sinaí (Egipto), la Franja de Gaza y Cisjordania (enclaves
palestinos) y los Altos del Golán (Siria). Aprovecha también para ocupar el Este
de Jerusalén.
Pero los conflictos no cesan. La OLP atrinchera sus milicias en Líbano. Y para alejar ese potencial peligro, Israel decide atacar Líbano y Siria en 1982, librando la Guerra de Líbano. Durante esta ofensiva, se produce la masacre de los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, en Beirut oeste, perpetrada por milicianos falangistas cristianos amparados por el Ejército israelí. Asesinaron a más de 3.000 personas inocentes: un auténtico genocidio, como lo calificó la ONU (Resolución 37/123). Obligado por las bombas, la OLP abandona Beirut y se traslada a Túnez. Líbano se compromete a no albergar grupos armados en su territorio.
Hasta hoy, en que Israel retoma las armas contra Gaza, Cisjordania, Líbano y Siria en una ofensiva que considera de legítima defensa. Con ninguna de estas guerras el pueblo palestino ha resultado beneficiado ni respetado. Al contrario, solo ha conseguido ser expulsado de sus tierras o comprobado cómo menguaba un territorio que habitaba históricamente hasta quedar constreñido a la Franja de Gaza y algunas poblaciones en Cisjordania.
Los palestinos, en realidad, se hallan arrinconados y prácticamente encarcelados, ya que Gaza se ha convertido en la prisión más grande del mundo, donde malviven confinados poco más de dos millones de palestinos. Desde 2007 la Franja está bloqueada por Israel, que controla férreamente las entradas y salidas del enclave. Y para debilitar a la Autoridad Nacional Palestina (Gobierno palestino), dominada por la OLP, y dividir y aislar a los palestinos de Gaza de los de Cisjordania, Israel apoyó en Gaza a Hamás, el grupo paramilitar islamista que accedió al gobierno de la Franja mientras su rival político, Al Fatah, conservaba el de Cisjordania. Y han sido, precisamente, milicianos de Hamás, junto a otros grupos armados palestinos, los que han desencadenado la última guerra al atacar a Israel el 7 de octubre de 2023 con cohetes dirigidos hacia el sur del país y cruzar la frontera para atacar varias localidades israelíes, dejando un reguero de más de 1.200 israelíes muertos y otros 200 secuestrados.
Así arrancó la Guerra de Gaza, la sexta guerra con la que Israel, en respuesta a ese ataque de Hamás, no dudó en lanzar miles de bombas sobre Gaza, sin respetar ni escuelas ni hospitales ni refugios de civiles, y procedió a imponer un completo asedio, ordenando la evacuación de su población a la par que impedía todo suministro de combustible, alimentos y demás recursos básicos. Una ofensiva que, hasta la fecha, no solo no ha concluido, sino que continúa, extendiéndose hacia Líbano, Siria y, con misiles de advertencia, Irán.
Después de poco más de un año de guerra, el resultado es una catástrofe humanitaria en Gaza que no tiene precedentes, causando más de 45.000 victimas mortales, la mayoría de ellas mujeres y niños. En comparación con las víctimas israelíes, se trata del balance más desproporcionado desde la Segunda Guerra Mundial. A día de hoy, Gaza está totalmente devastada y sus infraestructuras completamente destruidas. Cerca del 90 por ciento de las viviendas están en ruinas. Se trata de una guerra en la que Israel ha cometido actos prohibidos en la Convención sobre el Genocidio, pues su propósito específico, confesado en diversas declaraciones no oficiales, es el de destruir a la población palestina de Gaza, como recoge un informe de Amnistía Internacional. Por ello, además, Israel ha sido denunciado ante la Corte Penal Internacional, que ha dictado órdenes de detención por presuntos crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad contra el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, el exministro de Defensa, Yoav Galiant, y el comandante de Hamás Mohammed Deif.
Seis guerras que, sin embargo, no garantizan la paz ni la seguridad entre judíos y árabes en Oriente Próximo, pero de las que siempre sale perjudicado el pueblo palestino. Ni siquiera los pasos dados para lograr una paz mediante el diálogo -como pretendían las Cumbres de Camp David y los Acuerdos de Oslo-, con el que ambos contendientes reconociesen su derecho a un Estado independiente y soberano, coexistiendo en pacífica convivencia y mutua seguridad, han conseguido resolver el conflicto.
Israel no se fía de sus vecinos y estos lo contemplan como un tumor que crece en un organismo (territorio) árabe, devorando una de sus vísceras: el pueblo palestino. Sometido a constantes escaramuzas, intifadas, atentados o guerras francas, la solución no se vislumbra al alcance de las bombas de unos o el terrorismo de otros. Todavía no han surgido dirigentes con altura de miras, aunque sí belicosos fanáticos cortoplacistas, capaces de afrontar el reto de dialogar y pactar una mutua y permanente convivencia en paz entre judíos y palestinos, como exhortaba la ONU en su primera resolución de los dos estados.
¿Cuántas guerras más precisará este conflicto para encarrilarse?.
miércoles, 11 de diciembre de 2024
¿La culpa fue de la DANA?
De antiguo se sabe que las borrascas, cuando son intensas, generan crecidas de los ríos, escorrentías superficiales y riadas que todo lo arrasan debido a la gran cantidad de lluvia que cae del cielo en un corto período de tiempo. Y se conocen, también de antiguo, los cursos por los que discurre esa agua hasta llegar a otros ríos o al mar, que es el vertedero final de toda el agua que no es retenida por la tierra. Esos cursos que drenan agua son conocidos y tienen nombre en los mapas: barrancos, torrenteras, quebradas, ramblas, despeñaderos, etc., cuyas formas, tamaño y longitud están determinados por la orografía del terreno y la fuerza de la gravedad. Hay mapas cartográficos que establecen con precisión las zonas inundables de riesgo. Es más, desde 2003 existe un Plan de Acción Territorial sobre prevención de riesgo de inundación en la Comunidad Valenciana. Por tanto, a nadie cogía desprevenido la fuerza del agua ni por donde se manifestaría.
El pasado 29 de octubre, una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos de la atmósfera) arrasó más 70 municipios de varias comarcas de Valencia, especialmente en l´Horta Sud y La Ribera, haciendo que el barranco del Poyo se desbordada debido a una crecida repentina, pero no inesperada. La devastación que provocó en vidas y bienes constituye el mayor desastre “natural” vivido en España en los últimos cien años. Pero no era inesperada porque las DANA, antiguas “gotas frías”, son un fenómeno habitual del otoño en el Levante español, donde confluyen masas de aire húmedo procedentes del Mediterráneo con otras corrientes frías que atraviesan la Península desde el norte, lo que da lugar a precipitaciones intensas y, a veces, torrenciales. Pero, aparte de la temporalidad del fenómeno, tampoco fue inesperado el desborde del Poyo porque la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) llevaba una semana advirtiendo de fuertes lluvias sobre la zona y alertando de la más que probable crecida de los ríos. ¿Fueron, por tanto, las lluvias o las riadas las causantes de la catástrofe?No se puede culpar al mar de que alguien se ahogue en sus aguas ni a la fuerza de la gravedad de que estrelle un avión. Son realidades, materiales y físicas, que siempre han existido y a las que nos enfrentamos para dominarlas -para nadar o volar, por ejemplo- con nuestro ingenio, audacia o irresponsabilidad. En este sentido, es conveniente distinguir, como entiende el filósofo argentino Ernesto Garzón, entre catástrofes, con frecuencia desencadenadas por fenómenos naturales que escapan al control humano, y calamidades -desastres, desgracias o miserias- que resultan de acciones humanas intencionadas.
Desde esta perspectiva, es posible afirmar que no fue la DANA la culpable de tantas muertes ni de los destrozos provocados por la crecida de los ríos y las inundaciones. Aunque se considere desastre natural, lo cierto es que la capacidad destructiva de cualquier borrasca o DANA está directamente relacionada por la actividad humana y su tendencia a intentar domeñar las fuerzas de la naturaleza o, simplemente, ignorarlas. Es ahí donde hay que exigir responsabilidades por lo sucedido en Valencia.
Lo primero que habría que determinar es quién autorizó y construyó viviendas u otras infraestructuras urbanas en zonas inundables, anteponiendo el beneficio económico a la seguridad ciudadana, sin tener en cuenta el riesgo al que se exponen cuando aparecen estos fenómenos extremos. Permitir que la gente desarrolle su vida cotidiana en zonas potencialmente peligrosas, aunque sumamente rentables, es una irresponsabilidad de la que se debería rendir cuenta. Además, la “impermeabilización” del suelo que se produce por el cemento y el asfalto de la expansión urbanística, reduce la filtración e incrementa el volumen y la velocidad de circulación superficial del agua en esas zonas urbanas. Es muy grave que ninguna de las recomendaciones del Plan de Acción Territorial ni de otros estudios similares sirviesen para introducir modificaciones en las leyes o en las ordenanzas municipales para evitar la edificación en zonas peligrosas. Antes al contrario, se ignoraron para acelerar en los últimos años la expansión urbana no sólo en la costa del Mediterráneo, sino también en las comarcas que ahora han sido castigadas por el desastre.
Y si, para colmo, los barrancos o ramblas ven limitado su cauce por muros y encauzamientos, puentes, carreteras, vías ferroviarias, matorrales, basura y todo tipo de desperdicios arrojados por el ser humano, creando barreras que obstaculizan el drenaje natural del agua, lamentar que se desborden es igualmente de una irresponsabilidad cínica. De todas estas calamidades, más que culpabilidad habría que exigir el establecimiento de responsabilidades.
Porque, incluso, cuando se acometen obras de defensa frente a inundaciones sobre estos canales naturales, en muchos casos estas actuaciones solo consiguen trasladar y poner en peligro otras áreas, aguas abajo. Es lo que recoge un informe de expertos de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA), que destaca, en relación con lo sucedido en Valencia, que “los encauzamientos de barrancos que permitieron la expansión urbana de los pueblos de l´Horta Sud y el posible efecto barrera del dique sur del nuevo cauce del Turia, que limita el espacio natural de la rambla de Poio, son ejemplos dramáticos de este fenómeno” de riadas catastróficas.Pero, la exigencia de responsabilidad política, consustancial a la democracia, no debe limitarse a los que legislan para manipular la naturaleza con planes industriales, urbanísticos y de infraestructuras minimizando riesgos, sino también a quienes, cuando se presenta el desastre, no son capaces de gestionarlo y minimizar sus consecuencias. Estos tienen una responsabilidad directa en lo sucedido en Valencia, porque hubo fallos y demoras inexplicables a la hora de alertar con suficiente antelación a la población del peligro inminente al que se enfrentaba. En una época que dispone de conocimientos científicos y adelantos técnicos y de comunicación que permiten prever y monitorizar en tiempo real estos episodios atmosféricos para, si no evitar, sí al menos reducir o paliar sus consecuencias, es inconcebible que se produzcan fallos tan estrepitosos en la prevención y gestión del desastre, debido a la poca celeridad e incompetencia de las autoridades responsables de ello.
La DANA, pues, no fue la culpable de la catástrofe producida en Valencia. Tampoco fue culpa de una falta de información y capacitación de los medios y sistemas para la detección y prevención de estos fenómenos. La culpa es de quienes debían tomar la decisión política para activar la respuesta preventiva y de gestión de una crecida repentina, pero no inesperada, como la acaecida en la provincia de Valencia. La culpa del desastre es de quienes no ejercieron con eficacia su responsabilidad política, dejándose guiar por una arrogancia insensata, una ignorancia injustificable y una incompetencia supina.
Se hace necesario reclamar responsabilidades inmediatas porque, entre otras razones, cabía esperar de ellos mayor atención y preparación frente a las amenazas indiscutibles que surgen del impacto global del cambio climático sobre zonas especialmente expuestas como es, precisamente, el Levante español. Y porque de la incompetencia e irresponsabilidad de estos cargos públicos se aprovechan los que contribuyen a fomentar un populismo que manipula la rabia, la frustración y justa indignación de las víctimas de una tragedia tan previsible como evitable.
No, la culpa no fue, en ningún caso, de la DANA. Y es necesario exigir responsabilidades.
sábado, 7 de diciembre de 2024
Apología de las ideologías
Y es que con las derrotas del fascismo y el comunismo tras la Segunda Guerra Mundial, parecía que no tenía sentido preocuparse por ideologías que prometían modelos de sociedad en los que se respetase la libertad y la igualdad en derechos y oportunidades, puesto que la democracia y el Estado del bienestar supusieron la erradicación de aquellos totalitarismos que no las toleraban Así, un nuevo fantasma empezó a recorrer el mundo, el fantasma de las democracias liberales, ligadas inseparablemente al Capitalismo, que implantaban la sociedad de consumo y una economía de mercado que satisfaría todas nuestras necesidades. Y con tanto éxito que el mundo entero se rige desde entonces por ese modelo de sociedad capitalista, sin que ningún otro pueda siquiera cuestionarlo.
El capitalismo, como nuevo orden económico, había llegado para quedarse. Hasta las mismas clases sociales dependientes de servicios y ayudas provistos por el sector público, como los trabajadores menos cualificados y los estratos más desfavorecidos, empezaron a apoyar de manera masiva a partidos que propugnan un Estado raquítico que apenas intervenga en la economía. Ello se comprende porque con la sociedad de consumo ya no existen clases sociales, pues todas ellas, incluida la del proletariado, se transforman en ciudadanos consumidores. Por eso, según la derecha defensora del capitalismo, no hacen falta las ideologías, puesto que, al ser insustituible este modelo económico, producto de la industrialización y basado en la propiedad privada de los medios de producción y en la obtención de beneficios, las alternativas de gobiernos y economías no dejan de ser meras formas de administrar lo público con más o menos sensibilidad social.
Tal es el mensaje que siembra la derecha, la única ideología que se considera legitimada, como si de un derecho natural se tratase, para regular y ordenar nuestras vidas y… haciendas. De hecho, utiliza incluso el vocablo de manera peyorativa cuando pretende denostar cualquier iniciativa que no le agrada, como la “ideología” de género, la del feminismo, la de la igualdad y otras. Pretende que no percibamos que ella también es una ideología, esa con la que impone políticas regresivas en derechos y conquistas sociales, desmantelando poco a poco el Estado de bienestar y deteriorando la sanidad y la educación pública para favorecer la privada; limitando u obstaculizando el derecho al aborto, a la eutanasia, a una vivienda de protección oficial, a la dependencia, etc. O cuando paraliza la renovación y el funcionamiento de organismos del Estado (CGPJ, RTVE y otros), ocupa cargos públicos, utiliza el Senado para organizar encuentros con los que creen que crece “la verdad de la creación frente a la de la evolución”, afirmando que nada de eso es por motivos ideológicos. Y cuando aplica tales políticas como si su ideología, su visión del mundo, constituyera una verdad absoluta, irrefutable. De ahí que, de continuo, critique a la izquierda de estar ideologizada, como sus políticas, ya que todo lo que hace está animado por motivaciones ideológicas.
Sin embargo, aun aceptando la economía capitalista, no es conveniente que esta se regule a sí misma, que sea el mercado quien corrija sus excesos, ya que ello es contrario a su naturaleza y, por consiguiente, que tenga en cuenta a los consumidores. Porque, por propia naturaleza, el sistema capitalista tiende hacia la concentración y, por ende, a los monopolios. Fue algo de lo que ya advirtió, a mediados del siglo pasado, el economista norteamericano Galbraith, cuando habló de “pobreza pública con riqueza privada”. Desde entonces, la pobreza se extiende y la riqueza se concentra en pocas manos. ¿Puede esto remediarse? Sin ideología, no, pues los ideales son fuerzas poderosas de transformación social.
La izquierda persigue modificar lo que parece intocable con políticas que favorezcan a los perjudicados por el sistema capitalista y la sociedad consumista. No pretende romper la baraja, sino cambiar las reglas del juego, suavizar los efectos más nocivos para los menos pudientes de una economía cuya única norma es el máximo beneficio. Guiarse por este pensamiento, procurar alcanzar tales objetivos, ya es abrazar una ideología. Una ideología que aspira a que el Estado proteja a los indefensos y vulnerables de la sociedad. Una especie de humanismo que apuesta por la razón para llevar una vida digna de ser vivida. Soñar con un mundo mejor. Y no es algo nuevo, pues entronca con el cristianismo primitivo que prometía “la dicha de los pobres” y con la teoría socialista alumbrada en la Edad Moderna, desde la “Utopía” de Thomas Moro, los sistemas de Saint Simon, Fourier y Owen , hasta las obras de Marx, Engels, Hegel o Rawls, y tantos otros.¿Y ello es necesario hoy en día? Más que nunca. Con las doctrinas de los neoliberales (Reagan, Thatcher, Aznar y Rajoy) y los nuevos populismos de derechas, la desigualdad en las democracias más avanzadas ha aumentado de forma escandalosa. Además, por si fuera poco, hemos visto que el capitalismo sufre crisis cíclicas (crack del 1929, la del petróleo de 1973, la financiera de 2008 y la del covid de 2020, por citar algunas) que recaen indefectiblemente sobre los trabajadores y desfavorecidos, mientras que bancos y detentadores del Capital reciben ayudas u obtienen oportunidades de negocio con ellas. De hecho, la abundancia que experimentamos es relativa pues está mal distribuida. El mercado del trabajo solo es capaz de ofrecer precariedad laboral y salarial, y poca estabilidad. El sistema de precios es sensible a cualquier estornudo de un jeque, a una guerra en cualquier rincón del mundo o a una catástrofe natural que destruya cosechas o rutas de suministro. La vivienda es un sueño inalcanzable para una gran mayoría de trabajadores, condenados a alquileres cada vez más elevados. El medio ambiente es víctima de un cambio climático catastrófico debido a la actividad humana. Y todo ello es por causa de un sistema capitalista que mercantiliza, cuando no se le regula, cualquier actividad o necesidad del hombre.
Hay, pues, mucho por lo que indignarse, como decía Tony Judt, ante “las crecientes desigualdades en riqueza y oportunidades, las injusticias de clase y casta, la explotación económica dentro y fuera de cada país, la corrupción, el dinero y los privilegios”, etc. No podemos permanecer indiferentes a las consecuencias de un sistema económico carente de reglas morales y valores éticos, en el que el trabajo y el ser humano son simples recursos desechables dependiendo de su rentabilidad. Luchar contra todo ello es posible desde la ideología que impele a actuar para cambiar tal estado de cosas. La desafección política es fruto de “relatos” de la derecha, al preconizar que no hay nada que hacer, que todos los políticos son iguales, salvo los de derechas, que son quienes saben gobernar como dios manda.
Por eso yo hago apología de la ideología, ya que sin debate ideológico no es posible la libertad ni el avance social. Cada vez que oiga que tener ideología es algo trasnochado, tóquese la cartera porque quieren engañarlo para que se conforme con lo que tiene y no aspire a un mundo más justo, solidario y con igualdad de oportunidades. Las ideologías son creencias compartidas para luchar por lo que consideramos que beneficia a todos, ese mundo mejor que todos deseamos. Porque para defender sólo lo suyo le basta con el egoísmo, no necesita ideología. No confunda una cosa con la otra.