Los recuerdos son imágenes congeladas en la memoria. Así recordamos hechos, personas y vivencias pasadas, cual fotogramas, mientras no se extravíen entre los pliegues del olvido. Y esas imágenes que de vez en cuando afloran a nuestra memoria no sufren los estragos del envejecimiento, pues el tiempo solo afecta al que recuerda. Por lo común, nos asombra encontrar cosas y personas que no son como los recordamos. Porque nuestros recuerdos no cambian, pero lo recordado sí envejece y cambia. Incluso, desaparece. A veces, y cada vez con más frecuencia, un fallecimiento nos obliga recordar a alguien, lo que desintegra un trozo de aquella imagen mental del tiempo compartido en el pasado, en el transcurso de nuestras existencias. Un recuerdo que ha ido quedándose atrás y que entonces retorna fracturado, como si fuera desintegrándose. Eso produce una extraña sensación de supervivencia y orfandad en quien recuerda porque muestra el destino próximo de lo que inevitablemente está condenado a desaparecer. Y, lo que es peor, a no dejar rastro. De ahí que nos esforcemos por conservar recuerdos de lo vivido. Porque todos sobrevivimos en el recuerdo de los demás, en quienes nos recuerden. Es el pensamiento que me embargó durante el breve encuentro con unos compañeros del trabajo para dar el pésame por otro amigo que muere. Vamos quedándonos atrás y desintegrándonos.
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