miércoles, 25 de junio de 2025

¿Cuál es el problema con Irán?

Israel y su aliado protector Estados Unidos han decidido que Irán no puede dotarse de bombas atómicas bajo ningún concepto, ya que ello significaría una amenaza grave para región. Para Israel, que dispone de armamento nuclear, se trata de una cuestión existencial de seguridad, como aduce cada vez que ataca instalaciones o asesina a científicos del programa nuclear iraní. Así, ambos socios llevan años advirtiendo a Teherán de que se abstenga de proseguir los pasos para fabricar la bomba nuclear, advertencias que se sustancian, unas veces, en negociaciones diplomáticas y otras, en el recurso a la fuerza.

Como en estos días. La impaciencia –y las ganas de que apartemos los ojos de Gaza- ha llevado a Israel, en una acción sin duda concertada con el impulsivo presidente norteamericano, a emprender una incursión aérea para aniquilar con bombas el liderazgo militar y científico iraní y destruir, de paso, las defensas antiaéreas del país para que, acto seguido, EE UU lanzase sus bombas antibúnker de 13 toneladas, con precisión quirúrgica, contra objetivos nucleares ocultos o bien protegidos. De esta forma han destruido todas las instalaciones conocidas, incluida la planta de enriquecimiento de uranio de Fordow, construida a unos 800 metros bajo tierra, debajo de una montaña, lo que la hacía invulnerable a las bombas convencionales. En conclusión: Israel ha iniciado una guerra express de 12 días que ha causado más de 600 iraníes y cerca de 30 israelíes muertos, aparte de numerosos daños materiales en Irán, sobre todo..  

Es la manera que tiene EE UU, el único país que ha hecho uso de bombas atómicas contra las ciudades japonesas de  Hiroshima y Nagasaki en 1945, de decidir quién puede tener acceso a armamento nuclear, independientemente de las intenciones ofensivas o defensivas que se alberguen para ello y aunque se suscriba el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), como han hecho EE UU, Rusia, China, Reino Unido y Francia, permitiendo las inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica. A Irán se le niega ese derecho con el que podría disuadir futuros ataques israelíes. Al parecer, este es en realidad el verdadero peligro que quita el sueño a un Israel amparado por la superpotencia mundial.

No obstante, ese acto ilegal de atacar militarmente al país, sin autorización de la ONU ni del Congreso de EE UU, no disuadirá a Irán de conseguir la bomba nuclear de forma secreta, viéndose obligado a retirarse del Tratado de No Proliferación que para poco le ha servido. Seguirá el ejemplo que le brindan India, Paquistán, Corea del Norte y el propio Israel de disponer armas nucleares y no firmar el TNP, sin que por ello hayan sido castigados ni atacados. Y porque la finalidad del ataque al programa nuclear iraní parece obedecer a otras razones. No hay que olvidar que Irán, que tiene una gran riqueza de recursos energéticos, es una potencia emergente en una región en la que disputa liderazgo religioso y político a Arabia Saudita y Qatar, además de Israel, todos aliados de EE UU. De ahí que impedirle el acceso a armamento nuclear resulte solo la excusa para debilitar a Irán y frenar su influencia en el mundo islámico de Oriente Próximo. Si no, no se explica tanta beligerancia.

Y es que, por si fuera poco, Irán es el único país que confronta con Israel en su conflicto con los palestinos y el que rechazó en su tiempo el plan de partición de Palestina de la ONU. Desde entonces presta ayuda económica y militar a la causa palestina. No perdona que Israel se fundara sobre territorio palestino, provocando la expulsión de cientos de miles de personas en un proceso de limpieza étnica conocido como la Nakba (catástrofe en árabe). Ello explica la ojeriza y el “peligro existencial” que tiene para Israel y sus dirigentes más intolerantes, como Netanyahu.

Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que ambos países eran “amigos” e Israel se beneficiaba del petróleo barato iraní. Fue cuando, en plena Guerra fría, EE UU y Reino Unido propiciaron un golpe de Estado que instauró el régimen del shah Reza Palhavi, convirtiendo a Irán en aliado del bloque occidental. Pero la revolución del ayatolá Jomeini de 1979 rompió esa dependencia  de EE UU y estableció una política de confrontación con Israel, armando a las milicias que combaten la ocupación israelí de los territorios palestinos. Ese es el origen de la rivalidad y desconfianza que enfrenta a ambos países.

Si de verdad se pretendiera la no proliferación de armas nucleares, los que poseen más del 95 por cientos de todas ellas, EE UU y Rusia, empezarían por acordar una reducción sustancial de un arsenal que se estima en más de 22.000 ojivas, suficientes para provocar 100.000 hiroshimas. Y luego obligarían, a los países que disponen de armas nucleares y se niegan a firmar el tratado, a suscribirlo y permitir las inspecciones periódicas de sus arsenales para controlarlos y reducirlos.       

Israel se niega a reconocer que posee armas atómicas y a adherirse al TNP. Irán no ha ocultado que desarrolla un programa nuclear desde la década de 1950, bajo el paraguas del programa Átomos para la Paz de la ONU. Cuando surgieron sospechas de que podría aprovechar ese programa para fabricar bombas atómicas, suscribió el TNP y aceptó un acuerdo con Obama sobre un Plan de Acción Integral Conjunto, avalado por Francia, Alemania, Reino Unido y Rusia, a cambio de suavizar las restricciones económicas que se le habían impuesto. Fue precisamente Donald Trump, en su primer mandato, quien abandonó unilateralmente dicho acuerdo para ahora atacar con bombas, en plan justiciero, un país al que acusa de fomentar el terrorismo en la región y al que Israel le gustaría borrar del mapa.

Lo de menos es, pues, que irán desarrolle un programa de energía nuclear, ni siquiera que ambicione dotarse de armamento nuclear para ser temido y respetado por su gran enemigo, Israel. Lo relevante es la obsesión de Israel por impedir que ningún país de su entorno, árabe o no, pueda alcanzar tal grado de poder económico y militar con el que pueda desafiarlo de igual a igual. Si Israel acatara las resoluciones de la ONU, permitiera la coexistencia de un Estado palestino independiente y soberano y se rigiera por el respeto a la legalidad internacional, el polvorín de Oriente Próximo no tendría razón de ser y reinaría la paz y la seguridad. Pero a Israel no le interesa. Y a Netanyahu mucho menos. Ese es el problema.       

jueves, 19 de junio de 2025

Tiempos criminales

Años y décadas intentando construir un mundo en el que las relaciones entre los países estuvieran reguladas por convenciones, tratados, normas y leyes asumidas por todos, a partir del respeto a la soberanía de los Estados en condiciones de igualdad -lo que conocemos por legalidad o Derecho Internacional-, parece no servir de mucho en la actualidad. Antes al contrario, son continuas las violaciones que se comenten hoy en día contra el Derecho Internacional que afectan a la seguridad, independencia y soberanía de algunos países, ante la indiferencia o escasa reacción del resto de naciones y la incapacidad de los organismos que debían garantizar y defender el  cumplimiento de esa legalidad internacional, como son la ONU, la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y hasta la OMS, entre otros, sin que nadie se alarme por ello.

Intereses políticos o ambiciones territoriales, económicas o comerciales de Estados muy poderosos son, por lo común, los motivos por los que aquel orden internacional laboriosamente trabajado está siendo sustituido por la ley del más fuerte, tanto a nivel nacional como en el plano internacional. El matonismo más descarado y las actuaciones decididamente ilegales o arbitrarias definen los actuales como tiempos criminales, en los que ni las Constituciones ni los Derechos Humanos son capaces de frenar los ánimos violentos de los agresores.

Es lo que explica, por ejemplo, que Israel entienda como “derecho de defensa” el genocidio que está practicando en la Franja de Gaza, bombardeando inmisericordemente a una población acorralada entre edificios en ruinas y sin posibilidad de escapar a ningún lugar seguro.  De hecho bombardea hospitales, escuelas y campos de refugiados con el pretexto de que entre los civiles podía esconderse algún elemento considerado terrorista por el agresor. Tras arrasar completamente el enclave, la acción en “defensa propia” de Israel, que aun continúa, ha causado cerca de 60.000 ciudadanos gazatíes muertos, más de la mitad de ellos mujeres y niños, una cifra –superior a los 8.000 bosnios asesinados por las milicias serbias en Srebrenica- que delata la crueldad de lo que no es más que una venganza criminal por los 1.200 israelíes asesinados en el atentado perpetrado por la organización terrorista de Hamás de hace dos años.

El ánimo que impulsa semejante masacre no es defensivo sino genocida, de aniquilar completamente a la población palestina de un territorio que ya reconoce abiertamente querer anexionar a un Israel habitado exclusivamente por judíos, contraviniendo la resolución de la ONU que propugna la solución de los dos Estados; es decir, un Estado palestino separado del Estado de Israel.

Y es ese mismo ánimo el que mueve al Ejército hebreo a  disparar, incluso, contra la multitud que se agolpa ante los puntos de ayuda humanitaria en busca de comida. Según la Fundación Humanitaria para Gaza, han muerto ya cerca de 400 personas por disparos del Ejército israelí y más de 3.000 los heridos entre civiles hambrientos, desesperados y, sobre todo, inocentes. Y se hace con total impunidad ante los ojos del mundo entero y violando cuantas leyes y convenciones lo impiden y debieran sancionarlo.

Se trata de la idéntica actitud de menosprecio al orden internacional que exhibe el mandatario del Kremlin, Vladimir Putin, cuando decide invadir militarmente un país soberano y vecino, como es Ucrania, para resolver manu militari las diferencias y desacuerdos que les enfrentan, en vez de hacer uso de las vías pacíficas y diplomáticas convenientes para ello. Prefiere desatar, mejor, una guerra sin sentido por el mero hecho de creer poder hacer lo que la fuerza le permite y que nadie es capaz de impedir, sin importarle tratados, acuerdos, normas y leyes que amparan la independencia y soberanía de los Estados. Se anexiona, así, por la fuerza territorios (la península de Crimea y las regiones de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia) y bombardea ciudades e instalaciones civiles que no constituyen objetivo militar alguno, cometiendo multitud de crímenes de guerra en los territorios ucranianos ocupados.

Ni el Derecho Internacional Humanitario, ni la Carta de Naciones Unidas, ni el Estatuto de Roma ni la Convención de Ginebra permiten el ataque o invasión de un Estado por parte de las fuerzas armadas de otro Estado, ni que se produzcan ataques deliberados contra objetivos civiles, como hospitales y comercios, o contra infraestructuras energéticas y zonas ampliamente pobladas. Las leyes también prohíben el secuestro, la tortura y el asesinato de civiles, las deportaciones forzadas, incluidas las de niños, y el asesinato y tortura de prisioneros de guerra. Sin embargo, se hace tabla rasa de esa legalidad en la ilegal invasión rusa de Ucrania sin que la presión internacional, las insuficientes ayudas al atacado o las sanciones económicas hayan servido para que Rusia acate la legalidad y se atenga al Derecho Internacional en la resolución de sus discrepancias con su vecina Ucrania, antigua república soviética de la URSS. Aquel orden racional que preservaba las relaciones pacíficas y el diálogo entre las naciones está siendo dinamitado por los que prefieren aplicar la ley del más fuerte, tal como evidencia Rusia en Ucrania. Y no se trata de una excepción, sino que es la norma de los tiempos que nos han tocado vivir.

No es de extrañar, por tanto, que se quiera obligar a cualquier país a amoldarse a las exigencias e intereses de los Estados poderosos, aquellos que deciden unilateralmente los límites del desarrollo económico y defensivo de los que consideran peligrosos, ya sea económica o estratégicamente. Es lo que persigue Israel, otra vez, cuando lanza un ataque aéreo contra Irán con el objetivo, asegura, de destruir enclaves nucleares de la República Islámica. El Gobierno israelí afirma haber eliminado a “nueve científicos y expertos de alto nivel” en lo que califica, en vez de asesinato, como “un duro golpe a la capacidad del régimen iraní para adquirir armas de destrucción masiva”. ¿Y quién es Israel para condenar a muerte a civiles extranjeros y obstaculizar el desarrollo nuclear de otro país?

No quiere que nadie sea tan fuerte como él en la región. Israel posee la bomba atómica desde finales de la década de 1970, aunque mantiene una política de ambigüedad –ni confirma ni desmiente- sobre su existencia. Pero no han atacado solo a la capacidad iraní para desarrollar su programa nuclear, sino también a la sede de la Policía, la dirección de espionaje de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria y la cadena estatal de televisión. Es decir, no ha sido un mero ataque preventivo, como ya hiciera hace años contra una central nuclear de Irak, sino una agresión directa que vulnera el consenso internacional y el derecho que rige las relaciones entre países. Y sin que Irán hubiera emprendido ninguna acción militar previa contra Israel y se hallaba en plenas negociaciones con Estados Unidos sobre su programa nuclear.

Son tiempos canallas en que los matones se ayudan entre sí. Donald Trump, el impresentable presidente del país que suministra el armamento que utiliza Israel, ha amenazado con matar a Alí Jamenei, líder supremo de la teocracia iraní, con estas palabras: “Sabemos dónde se esconde y se nos agota la paciencia”. Y subrayó la amenaza aclarando que lo busca es la “rendición total” por parte de Irán. Es decir, obligar a un país a claudicar de su autonomía soberana a diseñar su propio futuro, algo que es percibido como una amenaza por parte de otros Estados sumamente poderosos.

Por eso se hacen guerras sin declarar, se derriban regímenes de manera violenta y se violan leyes y cuantas normas sean necesarias por turbios intereses de quienes se creen capacitados para imponer su voluntad por la fuerza y no gracias a la fuerza de la razón y la legalidad.

Comportamientos de países que vienen precedidos por las actitudes de sus gobernantes. De ahí que el autoritarismo, primer síntoma de un fascismo latente, sea una característica de esos comportamientos imperialistas y del autoritarismo que engalana a algunos personajes que se creen por encima de leyes y usos convenidos, como Netanyahu en Israel, Putin en Rusia, Trump en Estados Unidos y otros de su calaña.

Algo grave está sucediendo con la destrucción del antiguo Orden Internacional cuando lo que emerge son líderes autoritarios y cínicos que no dudan en reprimir cualquier discrepancia y en normalizar la violencia. Y más grave aun cuando eso sucede en Estados Unidos, una democracia forjada con la intención de impedir el poder absoluto de los reyes, que está siendo corroída por mandatarios como Donald Trump, quien amenaza a todo el que ose contradecirle.

Ya no solo persigue a migrantes para expulsarlos del país sin que ningún juez medie en el proceso, sino también a periodistas, estudiantes, universidades, manifestantes y todos aquellos que no secunden y aplaudan sus decisiones; es decir, a los que no piensan como los MAGA, su doctrina. Y como Jefe de la violencia ejercida desde el poder,  ordena a agentes federales a detener a un representante público en un edificio oficial por pedir la orden de arresto y cuestionar sus políticas. Es lo que hizo anteriormente con un senador por california que también había sido apresado y tratado brutalmente por querer intervenir en una rueda de prensa para denunciar la militarización de Los Ángeles a causa de las redadas masivas contra inmigrantes.

Tal ambiente de autoritarismo y de violencia verbal y policial desencadena actitudes letales entre fanáticos que creen que todo está permitido. No es de extrañar, pues, que hayan sido asesinados en Minnesota una congresista demócrata y su marido, al tiempo que han resultado heridos un senador local y su esposa. Es indudable que tales actos los cometen desequilibrados que piensan que están luchando en favor de quien tolera una violencia justificada, como la que ejercieron los que asaltaron el Capitolio y fueron finalmente indultados por Trump nada más llegar a la Casa Blanca.

Estas actitudes de matonismo y de patente desprecio de la legalidad es lo que convierte estos tiempos actuales en criminales. Y algo habrá que hacer por corregirlo.

lunes, 16 de junio de 2025

¡Por fin, un caso de corrupción!

Han hallado, por fin, un caso de corrupción que afecta al Gobierno que había prometido acabar, precisamente, con la corrupción y que accedió al poder tras la condena por corrupción, a título lucrativo, del partido que sustentaba el Ejecutivo de Mariano Rajoy. Desde aquella moción de censura que la apeó del machito de forma inesperada -la primera vez en democracia que eso sucedía-, la derecha no ha cejado en buscar o inventar motivos con los  que acusar al Gobierno socialista de toda clase de males y desgracias inimaginables. Así, desde el primer día, hasta hoy.

En un principio se aludió a que los socialistas no habían ganado las elecciones porque no fueron el partido más votado. Luego, que ese Gobierno había traicionado a la patria por aliarse con formaciones nacionalistas y soberanistas, de izquierdas y de derechas,  representadas legalmente en el Parlamento. Posteriormente, se acusó al Gobierno progresista de haber comprado tales apoyos parlamentarios mediante una amnistía a los condenados por el procés catalán. Incluso sostuvieron que era el Gobierno el que mantenía secuestrado al Consejo General del Poder Judicial, impidiendo su renovación tras más de un lustro con el mandato caducado. Y que, en fin, después de varias elecciones generales, el Gobierno seguía siendo ilegítimo, indigno, dictatorial e inmoral por “okupar” un poder que la derecha considera suyo. Y descarga la culpa de ello a la ambición patológica del presidente, Pedro Sánchez, por su afán de permanecer en el Gobierno a cualquier precio. De ahí que califique peyorativamente de sanchismo a los sucesivos gobiernos que el Partido Socialista Obrero Español ha formado en coalición con Podemos y Sumar. Y esa es la razón de que, a  dos por año, la derecha haya convocado multitudinarias manifestaciones y concentraciones callejeras para exigir ruidosamente la dimisión del Gobierno y la convocatoria de nuevas elecciones.

También, al principio, se esgrimió que el líder conservador no gobernaba porque no quería, aunque no consiguiera, como intentó en el debate de investidura, el refrendo mayoritario de la Cámara. Y que no estaba dispuesto a gobernar como sea, a pesar de contar con el apoyo insuficiente de la extrema derecha, con la que ya había pactado gobiernos en muchas comunidades autónomas. Al mismo tiempo, se empeñó en denunciar que la economía y el país iban de mal en peor, aunque los datos macroeconómicos, las cifras del paro y otras magnitudes socioeconómicas reflejasen cosa distinta. Su catastrofismo no se correspondía con la realidad. Y cuando ni los más negros augurios sirvieron para desbancar al inquilino de La Moncloa, la derecha comenzó a  hacer uso de la imaginería de las insinuaciones, las acusaciones sin pruebas, las informaciones incompletas, las mentiras ramplonas y los bulos para poder armar una opinión pública contraria al Gobierno y convencerla  de la necesidad de nuevas elecciones. Se acostumbró, desde entonces, a utilizar como munición política las acusaciones falsas o sin demostrar.  

La cosa empezó pronto. Nada más ser elegido secretario general del PSOE, la derecha inicia una campaña de acoso y derribo contra Pedro Sánchez, en la que atacaba incluso a su entorno personal. Fue cuando un excomisario, famoso por sus grabaciones de extorsión, afirmó que un negocio de sauna del padre de su mujer había sido utilizado en operaciones policiales. Los medios afines recogieron las insinuaciones del comisario con el siguiente titular: “El suegro de Pedro Sánchez y la prostitución gay”.

Esa campaña de desprestigio aumentó de intensidad cuando Pedro Sánchez accedió a la presidencia del Gobierno. Los tiros apuntaron entonces a su esposa, Begoña Gómez, una mujer que ha seguido ejerciendo su actividad profesional, sin limitarse a ser simplemente la esposa del presidente del Gobierno, con una trayectoria de años al frente del África Center del Instituto de Empresa, una universidad privada. El pseudosindicato Manos Limpias la acusó de presuntos delitos de influencias y corrupción privada por haber firmado una serie de cartas de recomendación a favor del empresario y codirector de la cátedra que ella dirigía. A los dos días se personaron en el caso, como acusación personal, la organización Hazte Oír y el partido Vox, ambos de extrema derecha.  También la vincularon con el rescate de la compañía Air Europa. Todo está por ver.  

Paralelamente, las acusaciones de la derecha enfilaron al hermano del presidente, David Sánchez, también conocido en el ámbito musical como David Azagra. Denunciaron que su contrato con la Diputación de Badajoz para ocupar la plaza de Coordinador de Actividades de los Conservatorios de Música, plaza posteriormente denominada como Jefe de la Oficina de Artesa Escénicas, era ilegal. La denuncia partió, otra vez, de Manos Limpias por supuestamente incumplir los requisitos legales para el acceso a empleos públicos. También se personaron en el caso Vox y el Partido Popular, representantes de la extrema derecha y la derecha extrema, respectivamente. Con semejante presión mediática, política y judicial, el acusado decidió presentar su dimisión, lo que no evita que el asunto siga dando vueltas por los juzgados.

Y es que, por debilitar al Gobierno, se ha denunciado, incluso, al Fiscal General del Estado de haber filtrado a la prensa datos secretos sobre un investigado por Hacienda a causa de un fraude admitido por el propio defraudador, quien resulta ser, casualmente, el novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid, la líder conservadora que con mayor ahínco confronta con el Gobierno. Un caso más para esa derecha que siempre ha considerado que el Gobierno surgido por una mayoría parlamentaria no era legítimo.

Sin embargo, nada de lo anterior ha sido eficaz para los objetivos de la derecha, hasta que, por fin, se ha descubierto un verdadero caso gravísimo de corrupción que afecta al PSOE y al Gobierno, y podría definitivamente tumbar al Gobierno.

Una corrupción que, como todas, se vale de adjudicaciones públicas para favorecer a determinadas empresas que, en contrapartida, reparten sustanciosas comisiones, llamadas vulgarmente “mordidas”, a sus benefactores políticos. Todas las tramas de corrupción conocidas en este país se basan en el mismo método de detraer fondos públicos para enriquecer bolsillos o intereses privados, llámense Gürtel, Púnica, los Eres, Zaplana, Bárcenas, Ábalos o Koldo, etc. Antes de la democracia, la corrupción era la norma. Con la democracia es la excepción, pero continúa existiendo, aparte de las avaricias individuales, porque es una forma de financiación ilegal de partidos políticos que confunden la Administración pública con su chiringuito particular.

Desgraciadamente, es lo que ha vuelto a suceder bajo el Gobierno de Pedro Sánchez y lo que podría malograr su continuidad al frente del partido y del Gobierno. Porque es la guinda que le faltaba a sus opositores para abatirlo y conseguir el adelanto de las elecciones, esta vez sin mentiras, bulos o denuncias falsas. Si así fuera, el Gobierno caerá por deméritos propios y no por méritos de sus adversarios. Pero también por ignorar la ilusión, la confianza y las convicciones de cuantos creyeron en su ejemplaridad y votaron sus siglas. Votantes y simpatizantes que hoy sienten vergüenza por ver al Gobierno que iba acabar con la corrupción cometiendo el mismo pecado que decía combatir. Una vergüenza que ruboriza el rostro de quien escucha las grabaciones entre el secretario de organización del PSOE (Cerdán) , un exministro (Ábalos) y su chófer (Koldo)  para repartirse “mordidas” y “colocar” amigas y amantes en empresas públicas. Provocan náuseas.

Lo triste del caso es que esas “prácticas corruptas siguieran creciendo al amparo de la defensa incondicional de los gobernantes y los dirigentes del PSOE hecha por sus seguidores y electores”, como escribió en 1994 Javier Pradera y cita Jordi Amat en su columna de El País. Porque es triste y preocupante esa frustración y desengaño que la corrupción provoca en quienes confiaron en un Gobierno que quiso simbolizar la honradez y la transparencia en su gestión y que ha aprobado leyes tan relevantes como la del aumento del salario mínimo, el ingreso mínimo vital, la ley de eutanasia, la de protección a la infancia, la reforma laboral que incentiva el contrato indefinido, la del cambio climático, contra la violencia machista, la de libertad sexual, la reforma de la educación y la formación profesional, la actualización de las pensiones y un largo etcétera de materias progresistas de izquierdas que corregían desigualdades y ampliaban derechos en nuestra sociedad.

Todas esas ilusiones y esperanzas han sido barridas de las expectativas de los ciudadanos que confiaron en un Gobierno que ha sufrido una cacería salvaje para derribarlo desde el primer minuto y que él solo se ha puesto en la diana para ser abatido por corrupción.  A menos que adopte medidas drásticas y ejemplarizantes contra los corruptos y los corruptores. Y que  acometa de verdad esa prometida regeneración democrática de nuestro sistema político y dirima responsabilidades sin importar quien caiga. Y ello es posible porque la ausencia de menciones a Pedro Sánchez en esas grabaciones brinda la posibilidad de enarbolar su inocencia y resarcirse del golpe a su credibilidad y honestidad. Todavía, que se sepa, su nombre no ha aparecido como antes sí lo hacía un tal M.Rajoy. Y por eso cayó. ¿Caerá también Sánchez?     

sábado, 7 de junio de 2025

Las izquierdas en España (y VI)

De la dictadura de Franco a la Transición

Este generoso –por extenso- resumen del libro Historia de las izquierdas en España acaba (el resumen, no el libro que continúa hasta la aparición de Podemos en 2014) en la Transición, no sin antes contemplar cómo la Guerra Civil (1936-1039) -que hizo del asesinato del adversario la solución política- y la Dictadura consiguiente del general Francisco Franco -con la represión como cimiento del régimen- destruyeron no solo el proceso reformista de la República, sino que silenció (prohibió, encarceló, fusiló y forzó al exilio) cualquier voz que viniera de las izquierdas, las cuales sufrieron el mayor desastre institucional y organizativo, también personal, con un coste terrible en vidas.

Hay que señalar que el golpe de Estado no triunfó en las más importantes ciudades, pues había fracasado (no fue seguido) a la semana de producirse. Su éxito fue posible por la ayuda en bombarderos, cazas y aviones de transporte que Hitler envió a Marruecos el 26 de julio y los cazabombarderos que Mussolini facilitó el día 30 del mismo mes. Franco pudo así organizar un puente aéreo para desembarcar en la Península tropas de vanguardia, los legionarios y los regulares (decenas de miles de marroquíes alistados forzosamente). Esta intervención militar de las potencias fascistas, que marcó un punto de no retorno en la guerra, no se correspondió con ayudas a la República, a la que abandonaron sin apoyos internacionales ni resortes para lograrlos las potencias democráticas que decidieron no intervenir. Esta falta de apoyos a la República benefició sin duda a los sublevados para sobrevivir militar y políticamente.

En la zona dominada por los rebeldes se implantó de modo sangriento la contrarrevolución y la restauración del orden social de los propietarios, se fusiló y persiguió con un plan de limpieza de cuantos fueran considerados agentes o cómplices del régimen republicano. Semejante brutalidad conseguía, además, inculcar el miedo al resto de la población para que no tuviera la tentación de oponerse. Por su parte, la Iglesia bendijo a los sublevados en una guerra que catalogaron como “cruzada”. Nunca en la historia de España se había producido una ruptura tan sangrienta de la convivencia social

Comenzó así una etapa impensable para las izquierdas, pues fueron borradas del mapa político de la España franquista. Tras la Guerra Civil, se implantó una dictadura que hizo enmudecer a la sociedad española: la represión, el miedo a la muerte y a la cárcel marcaron la vida en toda España. Si desde el primer día se inició la cacería y asesinato de cuantos pudiesen ser partidarios de la República, sin piedad ni para los compañeros de armas que dudaron, tampoco la hubo al terminar la guerra.

Se suprimieron todas las conquistas alcanzadas con la República, se impuso un sindicalismo vertical controlado por los falangistas, se abolieron todas las libertades y toda la población quedó sometida a un régimen cuartelero. Terminó la guerra con “vencedores entregados a la venganza”. La Falange de José Antonio Primo de Rivera fue el partido escogido para gobernar un régimen de partido único. Ese nuevo régimen se autodenominó como “democracia orgánica”, un sistema que basaba su representatividad en la familia, el municipio y el sindicato, pero sin permitir la libertad de asociación. Consideraba que los partidos políticos eran “construcciones artificiales que solo sirven para dividir y enfrentar a la sociedad”.

Ante tan negro panorama, los vencidos que lograron traspasar las fronteras, más de medio millón de personas, comenzaron en el exilio a tejer fórmulas para combatir y derrocar la dictadura, siempre entre disputas y desavenencias entre las principales fuerzas políticas. Un exilio de unas izquierdas que, plurales en sus ideologías, no quebró sus esperanzas en una sociedad más justa, como se manifestó en la diversidad de prácticas culturales que desplegaron en cada país, desde la Unión Soviética hasta Argentina, pasando por México y Francia, incluida Argelia, entonces bajo domino francés.

Nunca se derrocó la dictadura, que duró cuarenta años. Se dice pronto. Solo se pudo superar tras el fallecimiento, por muerte natural, del dictador el 20 de noviembre de 1975, quien en 1969 había designado a Juan Carlos de Borbón sucesor de su régimen como rey. Con el advenimiento de la monarquía de Juan Carlos I comienza la denominada Transición a la democracia.  La muerte del dictador condicionó la vida política, pero los cambios ocurridos en las izquierdas se gestaron desde dos décadas antes: la hegemonía del PCE y PSUC (comunistas catalanes) en la oposición a la dictadura; la decadencia de los partidos republicanos en el exilio, salvo Esquerra Republicana de Cataluña; el eclipse del anarquismo; el nacimiento de un nuevo sindicalismo, representado por Comisiones Obreras; el ascenso del PSOE por mandato electoral; y el terror de ETA.

Y es que las experiencias concretas de lucha contra la dictadura fueron cruciales para unas izquierdas que sufrieron escisiones e, incluso, algunas desaparecieron, como sucedió con los tradicionales partidos democrático-republicanos que, desde mediados del siglo XIX hasta la Segunda República, habían enarbolado libertades, derechos y reformas modernizadoras que ahora se convirtieron en el programa tanto del PCE-PSUC como del PSOE. Por eso, fueron los comunistas y socialistas los que enfatizaron la necesidad de incluir tales principios en el texto constitucional de 1978.

La realidad de España también había cambiado, pues se enganchó al extraordinario proceso de expansión capitalista que vivían las democracias de la Europa occidental. En las décadas de 1950 y 1969 se produjo el movimiento migratorio más trascendente de la historia de una España que pasó de ser agraria a convertirse en irreversiblemente urbana, gracias a la industrialización y los servicios. De Europa llegó el turismo y los capitales. Todo ese despegue se frenó en 1973, cuando, tras la guerra de Yom Kipur, emergió la crisis del petróleo que golpeó muy directamente a España. El estancamiento y la inflación aminoraron el nivel de vida de las clases trabajadoras. Regresaron cientos de miles de españoles que habían emigrado a Europa para trabajar. Aumentó el desempleo y el déficit del Estado.

Así estaba la economía cuando, en julio de 1976, Adolfo Suárez, un joven político que era secretario general del Movimiento (régimen franquista), asumió la presidencia del Gobierno. Los partidos políticos que, en el exilio, habían constituido la Junta Democrática, impulsada por el PCE, y la Plataforma Democrática, con el PSOE como principal actor, se unieron en lo que se llamó la “Platajunta”, que exigía amnistía y libertades en una España democrática. Tras aprobar Suárez en referéndum la Ley de Reforma Política, se reunión con la “comisión de los nueve” que representaba a esa Platajunta: Felipe González, Sánchez Montero (PCE), Tierno Galván, Jordi Pujol, Julio Jáuregui (PNV), Valentín Paz Andrade (galleguistas) y, por el centro derecha, Francisco Fernández Ordoñez, Joaquín Satústregui y Antón Canyellas. Se comprometieron a convocar Cortes con libertades  de asociación y reunión. Suárez creó el partido de centro derecha UCD (Unión de Centro Democrático) y, previamente, había legalizado al PCE. Se convocaron elecciones generales en junio de 1977, en las que había papeletas de 82 partidos o coaliciones, aunque solo 22 se presentaban en todas las circunscripciones. La UCD ganó con 165 diputados; el PSOE, más Socialistas de Catalunya, dieron la sorpresa con 118 diputados; mientras PCE-PSUC, cuyo protagonismo contra la dictadura fue indiscutible, sacó solo 20 diputados. Los grupos catalanistas sumaron 11 escaños; el PNV, 8 escaños; y la Alianza Popular de Fraga, 16 diputados, 13 de ellos antiguos ministros de la dictadura.

En octubre de 1977, la Ley de Amnistía fue parte del proyecto de organización constitucional, cuyo texto se cerraba en esas fechas. Ese texto de 1978 se vinculó con la Constitución de 1931 y con las elaboradas tras la Segunda Guerra Mundial. Recogió, sin duda, el ideario de los demócratas-republicanos españoles desde el siglo XIX: la construcción de un Estado democrático y social de derecho especificando derechos y libertades, con el rango de norma jurídica suprema vinculante para todos los poderes públicos. Las izquierdas también impulsaron la nueva organización territorial de un Estado que se denominó como autonómico en el título VIII de la Constitución. Pero aparcaron aspectos importantes de su ideario. El PCE-PSUC aceptó la monarquía, y el PSOE defendió la república en una votación que perdió en la Comisión constitucional. También renunciaron al concepto de escuela única y laica y, en el debate sobre la relación del Estado con la Iglesia, se pactó la aconfesionalidad del Estado.

Mientras tanto, entre 1977 y 1978 se celebraron las primeras elecciones sindicales con plenas libertades. CC.OO ganó con el 37,8%, y la UGT, un inesperado 31%. Entre ambas, asumían casi el 70% de representatividad laboral, lo que obligaba al pacto con ambos sindicatos para gestionar la hegemonía en el mundo laboral.

1978 terminó con el referéndum que aprobó la Constitución, el Gobierno convocó nuevas elecciones generales y las primeras elecciones municipales en democracia (las últimas habían sido en 1931). Así, en la primavera de 1979 se celebraron ambas elecciones con resultados contrapuestos: UCD volvió a ganar en las generales, pero las izquierdas políticamente ganaron las municipales. En definitiva, las primeras elecciones municipales y las segundas legislativas revelaron que, en tan solo dos años de libertades democráticas, había surgido un nuevo mapa político, distinto al de las vísperas electorales de 1977. Todos los grupos situados a la izquierda  del PCE se diluyeron en la práctica, o sus militantes se integraron en el PSOE, en el PCE o, posteriormente, desde 1986, en la fórmula de Izquierda Unida. En cualquier caso, el poder municipal se convirtió en baluarte de la democracia y reflejo del pluralismo que albergaban los distintos espacios de la convivencia ciudadana.

Esos años de libertades recién estrenadas produjeron una auténtica eclosión de creatividad cultural, incluyendo fórmulas contraculturales en los que la transgresión se hizo consigna. Además, se legalizaron los contraceptivos, se aprobó la Ley del Divorcio, los ayuntamientos comenzaron a construir bibliotecas, centros deportivos, parques públicos, escuelas dignas, etc. Gran parte de los líderes de los movimientos vecinales pasaron a ser gestores en los ayuntamientos, como por su parte, los líderes sindicales y políticos adquirieron la condición de “liberados”.

El PSOE celebró un  Congreso Extraordinario en 1979 para despojarse de la doctrina marxista. El PCE, en el IX Congreso celebrado antes, en 1978, cambió su definición como partido “marxista-leninista” y pasó a considerarse “marxista, revolucionario y democrático”, lo que se conocía como “eurocomunismo”, el acceso al poder sin violencia y por vías democráticas.

En definitiva, la democracia había abierto desde 1977 las compuertas a un universo político tan dinámico como inédito para las izquierdas, que tuvieron que amoldarse a nuevas realidades, abandonando dogmas y catecismos de todo tipo para abordar las exigencias concretas y cambiantes que emergían de la ciudadanía. La Transición, sin que nunca tuviera escrito el resultado final pues nadie lo sabía, abrió una etapa en la que, precisamente por ser democrática, se vive desde entonces en continua construcción de soluciones políticas. Y las izquierdas, desde los liberales del siglo XVIII hasta las de hoy, han sido los puntales que han sostenido la modernización y democratización de España. 

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Bibliografía:

*Historia de las izquierdas en España, de Juan Sisinio Pérez Garzón. Ed. Catarata. Madrid, 2022.

*La construcción del Estado en España, de Juan Pro. Alianza editorial. Madrid, 2019.

*Breve historia de España, de Fernando García de Cortázar y José Manuel González Vesga. Alianza editorial. Madrid, 1993.

*Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-1855), de Ignacio Fernández Sarasola. Tesis doctoral.

*Evolución del Sistema de Partidos en España desde la Transición, de Daniel García Ruiz. Trabajo Fin de Grado en Economía.

viernes, 6 de junio de 2025

Las izquierdas en España (V)

Dos repúblicas y dos dictaduras

La Primera República fue derrocada por un golpe de Estado encabezado por el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, el 13 de septiembre de 1923. El régimen dictatorial que impuso el general sublevado duró hasta 1930, cuando se vio forzado a dimitir al no lograr el apoyo político para el partido con el que pensaba mantenerse en el poder. Con la dimisión del dictador, el rey siguió incumpliendo la Constitución al encomendar nuevo Gobierno a otro general, Dámaso Berenguer, quien inició un período conocido como “dictablanda”, en que se intentó infructuosamente volver a la situación previa a 1923.

Desde el principio, PSOE y UGT condenaron el golpe, pero sin defender el Gobierno constitucional. De hecho, la UGT participó en el funcionamiento de la Organización Corporativa Nacional instituida por la dictadura. Así, el sindicato socialista no solo se consolidó sino que se convirtió en protagonista político. Mientras los sindicatos anarquista y socialista desarrollaban tácticas opuestas, los partidos republicanos y dinásticos se opusieron a la dictadura desde frentes dispares y sin apoyos sociales. Los republicanos lograron, no obstante, crear Alianza Republicana, coalición que aglutinó grupos radicales catalanes y reformistas del entorno de Azaña, de la que, sin embargo, un sector se separaría para formar el Partido Republicano Radical-Socialista. Al año siguiente, se constituyó la Derecha Liberal Republicana, liderada por Niceto Alcalá Zamora con Miguel Maura, dos personalidades dinásticas que prefirieron la República como alternativa a una monarquía deslegitimada. Y es que solo aceptaban colaborar con Berenguer personalidades muy desprestigiadas, como el Conde de Romanones o Juan de la Cierva. La idea de un “rey perjuro” había calado en sectores significativos de los conservadores. De modo que, cada día de 1930,  fue un sucesivo desplome del régimen monárquico, con protestas estudiantiles, aluvión de huelgas, manifiestos de intelectuales, etc.

En agosto de 1930, republicanos, socialistas y otros grupos de oposición lograron un acuerdo de mínimos, que no tuvo formalidad escrita, sino la voluntad común de lograr unas Cortes constituyentes republicanas en las que se incluiría –fue la novedad crucial- un estatuto “redactado libremente por Cataluña para regular su vida regional y sus relaciones con el Estado español”. Desde ese momento la cuestión nacionalista y territorial se situaba en la agenda estatal de las izquierdas.

En ese ambiente de revueltas, conspiraciones e insurrecciones, el general Berenguer convoca elecciones a Cortes, pero al no darles carácter constituyente, no logró ningún apoyo. El rey tuvo que buscar otro jefe de Gobierno, esta vez el almirante Aznar, que, con miembros de partidos dinásticos, convocó primero unas elecciones municipales y luego las constituyentes.

La Segunda República

Así, el 12 de abril de 1931, por primera vez en la historia de España, el voto ciudadano logró un cambio de régimen. En 40 de las 52 capitales de provincia ganó la coalición republicano-socialista, lo que se interpretó como un plebiscito sobre la Monarquía. Había participado el 64,8% de la población, cifra muy superior al 33,7% de media de décadas anteriores. Con datos tan rotundos, el rey reconoció que “no tengo el amor de mi pueblo” y, tras consultar con varios generales, decidió exiliarse. Álvaro de Figueroa y Torres, más conocido por su título nobiliario de conde de Romanones, por encargo del.rey negoció con Alcalá Zamora el cambio de régimen. Pactó el traspaso pacífico del poder, sin intervención militar, a cambio de garantizar la vida del monarca y de su familia. La proclamación de la II República (1931-1936) fue una fiesta.

Los partidos integrantes en la coalición republicano-socialista formaron Gobierno en alianza con la derecha republicana de Alcalá Zamora y Maura. Los debates y conflictos surgieron enseguida en un Gobierno formado por un presidente y un ministro de Gobernación conservadores, tres ministros socialistas (Justicia, Hacienda y Trabajo), dos radicales-socialistas (Fomento e Instrucción Pública), dos radicales (de Estado o Asuntos Exteriores y Comunicaciones), un catalanista (Economía), un galleguista (Marina) y la personalidad del momento, Manuel Azaña, escritor, periodista, licenciado en Derecho, republicano, izquierdista y anticlerical, en la cartera de Guerra, y, durante 1936-1939, presidente de la República.

El Estado republicano inauguró una nueva etapa en la historia española, pues abrió las puertas al pluralismo, activó la participación ciudadana y albergó las más diversas esperanzas sociales. Se redactó una nueva Constitución que plasmó una concepción nueva del Estado, definido como “república democrática de trabajadores de toda clase”, y aportó tantas novedades que  instauró un Estado de derecho democrático y social por primera vez en España. Esa Constitución fue de lo más avanzado en la Europa del momento y sus contenidos no serían recuperados, lógicamente actualizados, hasta la Constitución de 1978.

Los ministros de la República se plantearon como reto una serie de reformas para modernizar España. Así, abordaron seis cuestiones amasadas desde el último tercio del siglo XIX consideradas  inaplazables: la cuestión obrera o el papel del Estado para sentar las bases del bienestar y seguridad material de los trabajadores; la propiedad agraria; la secularización socioeducativa; la primacía del poder político sobre el militar; el catalanismo, convertido en “cuestión regional” por existir idénticas demandas en el País Vasco y Galicia; y la pugna de sindicatos con los partidos de izquierdas para precisar tácticas y estrategias

Las clases dominantes y numerosos integrantes de clases medias y también de trabajadores, interpretaron estas reformas modernizadoras como ataques al corazón de un sistema de propiedad y de valores intocables de modo que las creencias religiosas, la identidad nacional o las convicciones conservadoras de muchas personas se vieron quebrantadas por ellas, apasionando los ánimos de toda la sociedad. Por eso, ciertas medidas del Gobierno fueron recibidas por amplios sectores como el apocalipsis, como el matrimonio civil, la separación de la Iglesia del Estado, el Estatuto de Cataluña o, especialmente, la reforma agraria. El hecho es que la fiesta popular por la llegada de la República pronto se transformó en la suma de conflictos que, al ser violentos en muchos casos, obligó al Gobierno a declarar estados de alarma o incluso de guerra, como ocurrió ante ciertas huelgas, en especial en el campo.

Por otra parte, tal y como sucedió en las luchas contra la dictadura de Primo de Rivera, las izquierdas catalanistas coincidieron en tácticas con el anarquismo. Esas izquierdas se habían fusionado, en 1931, como Esquerra Republicana, uniendo al Partit Republicá Catalá, de Lluís Companys, con Estat Catalá y otros grupos. Ganaron las municipales y, el 14 de abril, declararon la “República Catalana”, lo que supuso una nueva división dentro del republicanismo español. El 17 de abril, tres ministros del Gobierno aterrizaron en Barcelona y lograron que la República Catalana fuese el Gobierno de la Generalitat de Cataluña y que se elaborase un Estatuto de Autonomía que se aprobaría en las Cortes en 1932. Ello convirtió la cuestión catalana en un laberinto, una colisión y una nueva materia para la fragmentación de las izquierdas.

El federalismo había sido siempre una alternativa de organización democrática del poder entre municipios, provincias y regiones dentro de una misma soberanía estatal. Pero, desde  principios del siglo XX, los nacionalismos catalán y vasco se erigieron en rivales de la idea de España, fuese unitaria, descentralizada o federal. Alteraron la agenda estatal y, en consecuencia, la organización y programas de las izquierdas. Nacieron, además de los partidos republicanos catalanes citados, la Lliga Regionalista (1910) y, antes, el Partido Nacionalista Vasco (1895); también partidos galleguistas, como la Organización Republicana Gallega Autónoma (1929). El republicanismo también se manifestó como andalucista con Blas Infante, valencianista con diversos herederos de Blasco Ibáñez, autonomista balear desde Acción Republicana de Mallorca, etc. 

El nacionalismo español reaccionó y divergió. Por un lado, se encerró en un numantinismo que valoró como propio lo español y se encaminó hacia el autoritarismo militar cuando la dictadura de Primo de Rivera inventó el delito de separatismo. Por otro, acogió propuestas federales, como la Acción Republicana de Azaña o el Partido Radical-Socialista que, junto a Acció Catalana, urdieron la fórmula del pluralismo autonómico. Así, al aprobarse el Estatuto para Cataluña, se diseñó una fórmula autonómica para estructurar los poderes territoriales del Estado integral, con posibilidad de autogobierno para las regiones solicitantes. En definitiva, se desarrolló un modelo de “Estado integral”, consensuado entre republicanos de distinto signo, incluyendo los nacionalistas y socialistas, que compartieron este plan de estatutos de autonomía por regiones, si bien modulando su desarrollo.

Tanto el Estatuto de Cataluña como la ley de reforma agraria desataron, en 1932, una conspiración golpista liderada por el general Sanjurjo, con la pretensión de revertir la orientación de la República. No por azar el general eligió Sevilla como epicentro: ahí estaba arropado por aristócratas terratenientes, impacientes por impedir la ley de reforma agraria. Fracasó la intentona, que logró todo lo contrario, acelerar ambas reformas, que se aprobaron por amplias mayorías.

Cabe resaltar que las conspiraciones para derribar el régimen republicano fueron constantes desde 1931 y se aceleraron a partir del triunfo de la coalición de izquierdas en 1936. En las tres elecciones generales que hubo entre 1931 y 1936, se constata el equilibrio numérico entre tres grandes bloques electorales: izquierdas, derechas y un centro político que se mostró más cambiante. El tensionamiento de la vida política durante la República, y en concreto en la primavera de 1936, correspondió a minorías extremistas de signo opuesto que abocaron a la gente a tomar partido, cuando ni el mundo conservador ni en el de izquierdas sus respectivas mayorías compartían semejante radicalismo. Es decir, no había en julio de 1936 dos Españas, sino una clara heterogeneidad sociopolítica de actores en cuya agenda política Azaña trató de cumplir un papel centrista con Gobiernos republicanos. Pero los enfrentamientos y la crispación, aunque sean minoritarios, pueden amasar una espiral de odios como los que eclosionaron con la sublevación militar del 18 de julio. Otro golpe de Estado derrocaba otra República. Y otra dictadura se aprestaba a destruir las ansias de libertad de un pueblo que había festejado el advenimiento de la República.

miércoles, 4 de junio de 2025

Las izquierdas en España (IV)

De la Primera República a las izquierdas modernas

Tras la Primera República y el año de dictadura del general Serrano, regresó la monarquía con la familia de los Borbones, coronando a Alfonso XII. Antonio Cánovas del Castillo, ministro de la Unión Liberal durante el reinado de Isabel II, había concebido un sistema por el cual dos grandes partidos, que engloban las ideas principales de la sociedad, se alternarían en el poder. Ese bipartidismo que tan bien conocemos en la actualidad hizo que se alternasen en el poder el Partido Liberal Conservador, liderado por el propio Cánovas, y el Partido Liberal-Fusionista, liderado por Práxedes Mateo Sagasta.

Con la muerte de sus líderes, (Cánovas fue asesinado en 1897 y seis años después fallecería Sagasta), ambos partidos comenzaron a tener muchas luchas internas que ocasionaron que la alternancia y los gobiernos durasen cada vez menos tiempo, hasta que finalmente, en 1923, Primo de Rivera dio un golpe de Estado y estableció una dictadura con la que suspendió la Constitución hasta entonces vigente. Para mantenerse en el poder, fundó en 1924 un partido político propio, la Unión Patriótica. Sin embargo, este nuevo régimen no tuvo demasiados apoyos políticos y, en 1930, Primo de Rivera presentó su dimisión.

Y aunque el ideario demócrata-republicano sufrió un repliegue impuesto con la Restauración tras la derrota de la Primera República, mantuvo y ensanchó su influencia entre las capas medias y trabajadoras en ciudades y en importantes comarcas agrarias. Ellos fueron los que, de modo temprano en el Bienio Progresista (1854-1856) y en la Primera República (1873), asignaron al Estado un papel mediador, influidos, sin duda, por las medidas sociales del primer Gobierno de la Segunda República francesa (1848).

Es preciso, por tanto, encuadrar en ese contexto europeo de ideas y materializaciones políticas la evolución de las izquierdas en España. Unos idearios que, respecto a los socialistas y anarquistas, con valiosos precedentes desde la década de 1830 en Europa, se perfilaron sobre todo a partir de la creación, en 1864, de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o Primera Internacional, fundada en Londres por socialistas, anarquistas y republicanos europeos de diversos países, con Marx y Bakunin como cabezas destacadas. Por entonces, ya Marx y Engels habían redactado el Manifiesto comunista, en 1848, con propuestas revolucionarias de emancipación e internalización proletaria que marcaron hitos como la Comuna de París, el derecho al voto de la mujer en algunos estados de EE. UU. y la consolidación de la Revolución bolchevique en Rusia.

Hubo discrepancias en esa Primera Internacional. Marx proponía crear organizaciones propias de la clase trabajadora, concienciadas en unirse para abolir la explotación. Pero Bakunin, que rechazaba todo principio de autoridad o sumisión, confiaba en la espontaneidad rebelde del individuo, por lo que contaba también con el campesinado para sublevarse contra todo expolio. Por ese motivo, un Estado socialista organizado como dictadura del proletariado para abolir la explotación capitalista como propugnaba Marx, se convirtió en punto de ruptura para un Bakunin que rechazaba cualquier tipo de Estado por representar una amenaza para las libertades individuales.

Las tensiones entre bakunistas y marxistas llegaron hasta tal extremo que en 1876 se disolvió la AIT. Los socialistas seguidores de Marx formaron la Segunda Internacional en 1889, de la que expulsaron a los anarquistas en 1893. Esa Segunda Internacional se convirtió en la federación solo de los partidos socialistas creados en diferentes naciones, como el Partido Socialista Alemán (SPD).

En España se crearon varias secciones de la AIT, algunas influenciadas por el internacionalismo colectivista de Bakunin, como en Madrid y Barcelona, las cuales, en su primer congreso, crearon la Federación Regional Española de la AIT (FRE-AIT), en 1870. Al año siguiente (1871) llega a Madrid el yerno de Marx, Paul Lafargue, que convence a los afiliados madrileños de las tesis contrarias al anarquismo, aglutinando entonces el primer grupo de socialistas en el que figuraba, entre otros, el tipógrafo Pablo Iglesias. Los pocos seguidores de Marx, expulsados de la  FRE-AIT por los bakunistas, crearon una Federación Madrileña, que había logrado el aval de la Internacional, dispuesta a apoyar a los “hermanos republicanos democráticos federales”.

Así, un 2 de mayo de 1879, en una comida de taberna, 16 tipógrafos, tres artesanos y un par de profesionales fundaron el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que, en su primera asamblea, elige a Pablo Iglesias como secretario y aprueba un manifiesto que sienta las bases y las metas. Pero no es hasta 1881 cuando el PSOE sale de la clandestinidad y comienza su andadura como partido, al amparo de una ley de asociaciones obreras (1881) y, posteriormente, la Ley de Asociaciones (1887), que permitiría su plena legalización. Los socialistas comenzaron a competir electoralmente  y fueron artífices, en 1888, de la creación en Barcelona de la primera organización nacional de sociedades obreras que se llamó Unión General de Trabajadores (UGT).

Entre tanto, en la última década del siglo, el anarquismo sobrevivió fragmentado entre sociedades de resistencia y núcleos de activistas instalados sobre todo en Cataluña y en comarcas de la Baja Andalucía. Defendieron la jornada de ocho horas, organizaron mítines contra las elecciones y, sobre todo, lograron impacto internacional con la violencia ejercida de “propaganda por el hecho”. Y, aunque el anarquismo siempre mantuvo la violencia como posibilidad táctica, también albergó en su seno facetas de librepensamiento y sueños pacíficos de emancipación que podían incidir desde la práctica del amor libre hasta el veganismo.  

Tanto anarquistas como socialistas tuvieron que afrontar otro debate: la creación en la Rusia soviética de la Tercera Internacional, en 1919, definida como “comunista”. Esta Tercera Internacional quebró especialmente las estrategias y doctrinas del socialismo. Fernando de los Ríos, socialista de formación republicano-reformista, que había viajado a Rusia a conocer a los líderes e ideario de aquella revolución, propuso al PSOE oponerse a entrar en esa nueva Internacional que propugnaba un “despotismo ilustrado” para el pueblo, pues era el partido quien monopolizaría “el derecho a definir la verdad civil”.

No obstante, un sector de las Juventudes Socialistas se transformó en 1920 en Partido Comunista Español (PCE), adherido a la Internacional Comunista, y, al año siguiente, otro sector socialista opuesto a la Segunda Internacional que había fundado el Partido Comunista Obrero Español (PCOE), se fusionaría con el PCE. 

Por su parte, la UGT, con Largo Caballero a la cabeza, también se opuso a contemporizar con la Tercera Internacional, situándose de modo contundente en el lado de las socialdemocracias frente a las propuestas bolcheviques.

El anarquismo sindical constituyó en Barcelona la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en 1910, fruto del sindicato catalán Solidaridad Obrera, como alternativa a la UGT. Adscrito a la Primera Internacional, solo en 1919 manifestó su apoyo oficial a la Revolución rusa y su disposición a establecer relaciones con la Tercera Internacional, pero cuestionando que “un partido no va más allá de organizar un golpe de Estado y un golpe de Estado no es una revolución”.

Cuestiones sociales

En suma, aquel ideario republicano, aunque fragmentado en distintos partidos y enarbolado, también, por esas emergentes izquierdas, constituyó la plataforma que abrió caminos para aspiraciones sociales y exigencias políticas de nuevo cuño. Y, entre esas transformaciones radicales, figuraba la educación pública, puesto que durante siglos la organización y cometidos de la instrucción, incluyendo universidades, había estado en manos del estamento eclesiástico. Un estudio que inspiró la famosa Ley Moyano de 1857 concluía de esta forma tan drástica: “La cuestión, ya lo he dicho, es cuestión de poder. Trátase de saber quién ha de dominar a la sociedad: el gobierno o el clero”.

La educación, por tanto, fue considerada el camino para adquirir y desarrollar un pensamiento crítico y una ciencia libre que guiase el progreso social. Así lo entendieron los intelectuales demócratas-republicanos, liderados por Giner de los Ríos, que convirtieron la tarea de modernizar la pedagogía y el cuerpo de maestros en el medio más eficaz para solucionar la “cuestión social”.

Serían, pues, los intelectuales republicanos y el sector demócrata del Partido Liberal quienes, tras la derrota en 1898, situaron al clero español en la diana y le asignaron la responsabilidad del atraso español. No en vano los obispos incluían entre los libros prohibidos obras que propagaban el darwinismo, por ejemplo. La iglesia, tras perder peso económico con las desamortizaciones, había recuperado su fuerza como institución ideológico-cultural guardiana de los valores de propiedad, jerarquía y orden social propios de las oligarquías conservadoras. Por eso, los demócrata-republicanos defendían la libre circulación de ideas y una enseñanza sin dogmas, basada en el positivismo racionalista, la fe en la ciencia y la libertad radical de ideas y conciencias. Ese anticlericalismo, legado de la revolución de 1868, acompañó a la efímera República de 1873 y protagonizó en gran medida la agenda social y política de la primera década del siglo XX.

Además, los cambios económicos, sociales, tecnológicos e ideológicos desplegados desde finales del siglo XIX impulsaron no solo transformaciones políticas, sino también innovaciones culturales, entre ellas, la conciencia  de igualdad de las mujeres. Porque, a pesar de un siglo de tantas proclamas emancipatorias, llegó el siglo XX y las mujeres, en su práctica totalidad, seguían recluidas en espacios privados, siempre subordinadas al varón. En España, era tan palmaria la desigualdad que hasta el Código Civil corroboraba en parte lo que el Código Napoleónico había estipulado en 1804: la nula capacidad jurídica de la mujer, siempre bajo tutela, primero del padre, luego del marido. Y las pocas mujeres que pudieron plantearse un cambio de posición, procuraron no subvertir totalmente los estereotipos y funciones asignadas a la mujer, como Concepción Arenas, quien en 1869 publicó “La mujer del porvenir”. Ello no impediría que, dentro del anarquismo español, hubiera mujeres que sumaron a la lucha obrera la bandera de la igualdad de la mujer, como Teresa Mañé –madre de Federica Montseny- y Teresa Claramunt, que militó como sindicalista.

El feminismo, por tanto, emergió desde dos medios sociales: el de las clases medias ilustradas y, sobre todo, desde el asociacionismo obrero. En ambas casos reflejaba una faceta importante de la modernización social y cultural que experimentó una España con enormes desigualdades y lastres.

martes, 3 de junio de 2025

Las izquierdas en España (III)

De la inestabilidad a la Primera República

Si el XVIII fue el siglo de la Ilustración, el XIX en España fue el de los sobresaltos y la fragmentación política. Se sucedieron gobiernos, se abolían y proclamaban regímenes, se dividían las “facciones” políticas, se libraban guerras y el imperio ultramarino se perdía. Un siglo de enfrentamientos que comenzaba con la Guerra de Independencia y las luchas de emancipación de las colonias, y se cerraba con las guerras carlistas y la Guerra de Cuba, como colofón bélico temporal.

Cien años en los que la Constitución de Cádiz se volvió a proclamar en el Trienio Liberal (1820-1823) y se consolidó la fragmentación de los liberales entre moderados y exaltados. Vino después la Década Ominosa que supuso el regreso del absolutismo de Fernando VII. Tras su abdicación, le sucedió como Regente (1833-1840) su esposa María Cristina y, en cuanto cumplió 13 años, el reinado de su hija Isabel II (1840-1858). Cuando falleció Fernando VII, el liberalismo consiguió ser la ideología principal, alternando gobiernos liberales progresistas y moderados. La Constitución de 1845 estableció la soberanía conjunta entre Monarquía y las Cortes. Pero esa alternancia democrática chocó directamente con la institución monárquica a causa del comportamiento de la Corona, dedicada a especular con la riqueza pública y a amasar fortuna de notoria ilegalidad. Ello suscitaría un fuerte sentimiento antimonárquico y, sobre todo, antiborbónico, por lo que no resultó difícil propagar una alternativa republicana. Y es que la democracia exige no solo igualdad sino también un comportamiento cívico virtuoso, en coherencia con el principio de fraternidad.

Por si fuera poco, Carlos María de Isidro, hermano de Fernando VII, ambicionaba el trono, por lo que no reconoció a Isabel II como reina. Desató entonces las llamadas guerras carlistas. Los defensores de la joven reina buscaron apoyo en los liberales, lo que benefició al liberalismo, como ya hemos señalado. Por este motivo, el Partido Moderado monopolizó el Gobierno al contar con el apoyo de la Corona.

Por su parte, en el Partido Progresista  se desataba un intenso debate lleno de divergencias, que culminó con un manifiesto titulado: “Programa de gobierno de la extrema [sic] izquierda del Congreso. Dedicado al Pueblo”. Al exigir el sufragio universal masculino y considerarse a sí mismos la “extrema izquierda” de la vida política, se pensaron como los representantes del pueblo, de los excluidos del sistema de representación censitario. Y colocaron a su derecha a los dos grandes partidos liberales porque habían abandonado al pueblo español en sus aspiraciones de emancipación y progreso social. La izquierda iba tomando cuerpo.

Cosa que no es de extrañar porque, desde la década de 1830,  en círculos intelectuales y políticos del mundo occidental ya circulaban las ideas y propuestas de Robert Owen, Saint-Simon, Fourier y Cabet, entre otros. El exilio de los liberales en Inglaterra y Francia durante la década absolutista (1823-1833) fue decisivo para conocer las corrientes políticas del momento. Las influencias de ese primer socialismo calaron pronto en aquellos sectores ilustrados progresistas. Lo que fue crucial para la fundación del Partido Democrático, en 1849, que representaba la tendencia socialista en su seno, y del que, en una nueva fragmentación, llevaría a gran parte de sus integrantes a constituir el Partido Republicano Democrático Federal.

La cuestión social fue causa de debate en las filas demócratas. Los anclajes sociales del Partido Democrático prefiguraron el futuro partido de masas, con una red de asociaciones, escuelas, periódicos y actividades sociales desde las que se expandió la ideología de la fraternidad universal. De este modo, el republicanismo se hizo sinónimo de revolución social, aunque consistieran solo en reformas sociales básicas. Mucho antes de que hubiera anarquistas o socialistas, desde 1840, al grito de “¡Viva la República!” las gentes del pueblo se movilizaron de modo persistente con objetivos bien explícitos.

Durante esos años de reinado isabelino resulta de gran importancia la Constitución de 1837, con la que se implantó un régimen constitucional estable en España que posibilitaba un sistema parlamentario similar al existente en aquel momento en Francia y Bélgica. Pero un nuevo sobresalto se produjo en 1868  con la revolución de “La Gloriosa”, dando lugar al Sexenio Democrático (1868-1874) y a la formación de un gobierno provisional, a cuya cabeza se situó el general Serrano. Se redactó una nueva Constitución que amplía los derechos ciudadanos, como el sufragio universal masculino, la libertad de culto y la libertad de unión y asociación. Mantuvo la monarquía como forma de gobierno, pero aumentó el poder de las Cortes y redujo el del rey. Aquellas Cortes eligieron a Amadeo de Saboya como monarca, pero tuvo la mala suerte de que su principal valedor, el general Prim, fuese asesinado días antes de su llegada. Su reinado duró tres años (1871-1873), protagonizando un período de gran inestabilidad por la tercera guerra carlista y la Guerra en Cuba.

De la fragmentación de los partidos Democrático y Progresistas surgirían dos nuevas formaciones, el Partido Constitucionalista y el Partido Radical. Y, dada la libertad de asociación y la agitación social reinante derivada del movimiento obrero, llegó a España la voz de un nuevo protagonista en las izquierdas europeas: el internacionalismo obrero, que conectó con sectores minoritarios de los federales e introdujo un planteamiento de lucha de clases que sería la base del sindicalismo moderno.

En ese ambiente de efervescencia política, para hacer frente a la sublevación carlista que controlaba los territorios de Navarra y País Vasco y a una guerra en Cuba que ofrecía un trágico saldo de muertes, junto a las agitaciones callejeras, las insurrecciones y el acoso de los radicales con denuncias contra el Gobierno que alcanzaron a la Corona, las Cortes, reunidas ambas cámaras con mayoría radical-progresista y constituidas en Convención, aunque contravenía lo previsto en la Constitución vigente, decidieron la Jefatura del Estado. Era el 11 de febrero de 1873.  Por 258 votos contra 32 se proclamó la República.

Así nació la Primera República de España, el primer experimento no monárquico, que duró poco más de un año, hasta diciembre de 1874, cuando un nuevo pronunciamiento militar dicta su abolición para restaurar la monarquía borbónica con Alfonso XII.

Aquella República, caracterizada por una gran inestabilidad política que se tradujo en cuatro presidentes del Partido Republicano Federal y una dictadura de un general del Partido Constitucional, sería, en cualquier caso, “un ensayo frustrado de recomponer sobre nuevos supuestos políticos, morales y territoriales el Estado y la nación surgidos de la revolución liberal en las décadas treinta y cuarenta”, como acuñó el historiador Manuel Suárez Cortina, quien añadió: “República significaba democracia, laicismo, descentralización, cultura cívica frente a la militar, aspiraciones sociales de las clases populares frente al pragmatismo e imposición del orden por el modelo moderado”.

Y aunque en ese ambiente de inestabilidad y con un Parlamento hostil, la Primera República también representó el triunfo –frustrado- de las izquierdas como partidos y movimientos sociales en España. Unas izquierdas que, desde entonces, vinieron para quedarse, pues expresaban tanto la conquista del sufragio universal como el establecimiento de  derechos que combaten la desigualdad y las injusticias. Es decir, unas izquierdas que no se conforman con que los súbditos se conviertan en ciudadanos, sino que conquisten cuantos derechos posibiliten su realización como seres humanos en la construcción de una nueva sociedad justa y libre. 

(Continuará)